En un cuarto de la barraca Cholomar, en calle 27 de El Chorrillo, una mujer le grita a un niño y escucha bachata a todo volumen.
“¿El barrio? El barrio está caliente...”, comenta sin dejarse ver, mientras trastea en la cocina.
Es miércoles y las calles de El Chorrillo están repletas de guardias armados. Miriam Hurtado todavía llora la muerte de su hijo Henry.
El domingo pasado, Henry Castillo y otras dos personas fueron asesinadas en distintas calles del corregimiento, y en la Sección de Antipandillas de la Dirección de Investigación Judicial (DIJ) lo saben: los asesinatos son producto de rivalidades entre pandillas, que “ajustan sus cuentas” a balazos.
La novedad de esta guerra de pandillas es que los muertos ya no son, necesariamente, pandilleros.
“¿Matar familia? Eso es nuevo”, dice Herminio Rivera, pastor de la iglesia evangélica Ejército de Paz, ubicada en el corazón de la Pedro Obarrio.
Rivera fue pandillero, y en sus tiempos, asegura, las cuentas se saldaban entre los miembros de la banda. “Los demonios de ahora son más violentos”, dice desde su óptica religiosa.
Gilberto Toro, sociólogo estudioso de las pandillas, explica que lo que ocurre ahora es que si el pandillero no puede “agarrar” a su enemigo, busca a los familiares o a los amigos. En última instancia mata a cualquiera que viva en el área de la pandilla enemiga. “Es el revanchismo, algo que en Colón ya se ha dado y que es lo que mantiene la cadena de homicidios activa en esa provincia”, explica.
Formadas por adultos y menores de edad, en El Chorrillo existen hoy 13 pandillas que se distribuyen bloques de edificios y segmentos de calles.
Hay pandillas en calle 18 y calle 19. Hay pandillas en los multifamiliares de Barraza. Se pueden encontrar en calle 21, en calle 23 y en la Pedro Obarrio. Solamente en calle 25 hay cuatro, y otras dos en calle 26 y 27 (ver mapa).
Las más violentas y activas son las que operan en las últimas calles del barrio, dice Rivera. “Están peleando cosas de drogas, que si uno tiene más que el otro”, agrega.
Porque resulta que la incursión de los muchachos en las pandillas comienza porque buscan la forma de suplir sus necesidades. La necesidad, dice Rivera, de comprarse unas zapatillas de marca, un suéter de moda o comida. En el camino entran al negocio de la droga, del tumbe y del sicariato.
Según información de la DIJ, algunas de las pandillas tienen nexos con otras que operan en otros barrios de la ciudad, aunque Toro opina que esos nexos sirven, más que todo, para “enfriar” a algún miembro que esté en medio de un conflicto.