Once horas de agonía

Once horas de agonía


“Culpable”, pronunció con evidente frialdad el presidente de la Corte Suprema, Aníbal Salas.

Ana Matilde Gómez Ruiloba escuchó el veredicto que la expulsaba definitivamente de la Procuraduría de la Nación. Sin lágrimas ni gestos. En silencio. Sentada frente a Salas y los otros ocho magistrados.

Arquimedes Sáez también escuchó el veredicto, sentado en el público, sonriente. El ex fiscal de La Chorrera, que está libre bajo fianza, en espera del juicio por el delito de concusión, es el responsable de que Gómez esté donde está: hace un año la denunció por abuso de autoridad y extralimitación de funciones por haber autorizado la interceptación de unos teléfonos como parte de un operativo encubierto para probar que estaba pidiendo una coima. (Ver cuadro).

A los magistrados les tomó 11 horas enjuiciar, valorar las pruebas, deliberar y sancionar a Gómez.

El juicio se programó para las 9:00 de la mañana. Gómez llegó 15 minutos antes, con sus padres y esposo.

Su madre hablaba de su fe en Dios. “Espero que los magistrados tomen una decisión basada en la justicia”, expresó Ana Evelia Ruiloba.

Su hija no era tan optimista. Desde que fue suspendida del cargo el 5 de febrero pasado, sabía que no regresaría más a su despacho. Por no ceder a las “presiones” del presidente, Ricardo Martinelli, aseguró. “Y me alegro de no haberlo hecho”, ratificó ayer.

Con ella también estaban Carlos Muñoz Pope, Aurelio Barría, Kenia Purcell (ex subsecretaria de la Procuraduría de la Nación) y los ex fiscales Ramiro Esquivel, Eduardo Guevara, Abril Arosemena y Eduardo Ulloa.

“En buen panameño, aquí to’ ta’ habla’o, y es muy difícil que se dé un cambio en la decisión de los magistrados de la Corte”, expresó el abogado y catedrático universitario Miguel Antonio Bernal a los periodistas.

A las 9:15 a.m., se abrieron las puertas de la sala de audiencias. Una larga fila de interesados pugnaba por entrar. Solo habían 200 sillas para lo que algunos calificaron como un hecho histórico. La última vez que un procurador fue enjuiciado fue hace 17 años.

El inicio de la audiencia tuvo algunos incidentes. El magistrado Harley Mitchell tropezó con una silla y casi se cae. A Winston Spadafora se le derramó un vaso de agua sobre la mesa.

Aníbal Salas, quien dirigió la audiencia, declaró abierta la sesión casi inmediatamente. Le preguntó a Gómez cómo se consideraba. “Inocente”, respondió con aplomo.

Luego, el procurador encargado de la Administración, Nelson Rojas, que actuó como fiscal, pidió la palabra para impugnar los únicos dos testimonios en agenda: el de Rigoberto González, ex secretario de la Procuraduría de la Nación, y el de Miguel Ángel Sambrano, el hombre que denunció a Sáez por pedirle 2 mil dólares a cambio de una medida cautelar a favor de su hijastra. La moción fue rechazada por los magistrados. Posteriormente, Sáez ­que participó en el juicio como acusador particular­ se ocupó de quitar a Sambrano del medio: a través de su abogado, Ángel Álvarez, desistió del testimonio de Sambrano. Lo paradójico es que él mismo había convocado a Sambrano como testigo. Ahora no se sabrá con qué propósito.

Sambrano, que esperaba en un cuarto aparte, fue informado de que ya no era requerido. Ingresó un rato a la sala de audiencias y luego se marchó.

El que sí habló fue Rigoberto González, presentado por la defensa de Gómez. González defendió la facultad del Procurador de la Nación para autorizar interceptaciones telefónicas.

También dijo que al mes de agosto de 2005 ­cuando se autorizaron las escuchas sobre Sáez­ no había fallo alguno de la Corte que estableciera de forma taxativa quiénes eran “autoridad judicial”, como dicta el artículo 29 de la Constitución reformada en 2004.

“Para mí esto se trata de un asunto de interpretación, ya que muchos autores consideran a los funcionarios del Ministerio como una autoridad judicial”, planteó.

Las “explicaciones técnicas” de González le valieron que en dos ocasiones Salas le llamara la atención. Le acusó de no responder “de forma directa” a Álvarez, el abogado de Sáez.

Casi todos los magistrados tenían preguntas para González. Mitchell, incluso, llegó a decir que tenía 28 interrogantes, pero al final solo hizo una.

Terminado el testimonio de González, hubo un receso para almorzar y prepararse para los alegatos.

El primero en alegar fue Nelson Rojas, quien sostuvo que tanto Gómez como González violaron la ley, ya que conocían que la reforma constitucional de 2004 les prohibía ordenar escuchas telefónicas.

Después le tocó al abogado de Sáez. Ángel Álvarez planteó que Gómez quería perjudicar a su cliente: primero le degradó de fiscal superior a fiscal de circuito, y luego le “armó” una investigación por actos de corrupción.

Lo de Sáez ­según Álvarez­ fue parte de una “persecución” que emprendió Gómez contra otros fiscales, y mencionó a Argentina Barrera, Nedelka Díaz y Geovanni Olmos. Todos fueron separados en medio de investigaciones disciplinarias internas.

También acusó a Gómez de haber autorizado otros 53 casos de escuchas telefónicas “ilegales”. No aportó ni una prueba sobre este último señalamiento.

Grisel Mojica, abogada de Gómez, cerró la fase de alegatos. Llamó la atención sobre el hecho de que mientras su cliente es enjuiciada, Sáez ­cuyo juicio por el delito de concusión se ha dilatado inexplicablemente­ estaba como un hombre libre, sentado en la sala de audiencias.

Salas ordenó primero un receso de 30 minutos, y después, sesión permanente. Los magistrados deliberaban en el mismo salón reservado para las deliberaciones de los jurados de conciencia. Entraron a las 6:10. Poco antes de las 8:00 llamaron a todas las partes para leer el veredicto de culpabilidad.

Gómez no tardó en anunciar que no pagaría la multa de los días conmutables. Su padre se apresuró a decir que él sí lo haría. A la Procuradora se le quebró la voz. Entonces sí hubo lágrimas.

“No permitiré que mi hija vaya a la cárcel por una sanción que no se merece”, afirmó César Gómez.

Al final, la Procuradora se fue como llegó: con sus padres y su esposo. Pero escoltada esta vez por agentes de la seguridad del Órgano Judicial. Como si fuera una delincuente más.

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