RUNCHOS. Empezó un nuevo año y, como todo mortal, hago mis promesas de cambio: hacer más ejercicios, no ser tan mala, no burlarme de los mineros del patio ni de los arquitectos, constructores y alcaldes con mal gusto, etc., etc. Además, en términos de mis resoluciones verdes, quiero dedicarme en serio a reciclar. Sí, hay que reciclar por el bien del planeta y de nuestro bolsillo, aunque no haya un alcalde que nos lo haga más fácil.
Obviamente, creo plenamente en el reciclaje. Justamente por eso, aplaudo que –todo parece indicar– desde la Alcaldía capitalina decidieran reciclar algunas de las figuras usadas en las carrozas de los carnavales interioranos para que formaran parte de la famosa “Navidad más grande del mundo”, poniéndole un verde aquí, un rojo allá, y alguno que otro toque típico de estas fiestas. No tengo prueba alguna de que eso haya sido así, pero es la única explicación que se me ocurre para los pollos con tembleques y basquiña, sirenas y extraterrestres que abundan en la cinta costera estos días y que no pegan ni con cola en una “villa navideña” de aquellas de toda la vida. Insisto: el reciclaje está muy bien. Sobre todo si permite ahorrar recursos públicos. Pero justamente allí es donde tuerce la puerca el rabo.
¿Costaron menos las villas debido al reciclaje de muñecos carnavalescos o, como siempre, alguien jugó vivo y se quedó con el vuelto? ¿Cómo saberlo? Porque si la cosa es jugando vivo, pues ya vimos cómo el primo del señor alcalde y consorte de su vocera aprovechó el momento, como todo empresario que se precie, y –convenio en mano– decidió monopolizar el negocio de las bici en el paseo costero. Y es que ya se sabe: familia que hace negocios unida, permanece unida. Por eso, aprovechen la oportunidad, señores de los talleres de Azuero, y usen su conocida creatividad para que las carrozas puedan ser reconvertidas en villas navideñas. Con nuestra suerte, la runchería con escarcha roja, verde y dorada tendrá un bis. ¡Feliz año!