PODER. Hace 10 años los talibanes destruyeron, sin remordimiento alguno, dos Budas gigantes que desde el siglo VI dominaban el valle de Bamiyan, en el actual Afganistán. Situados en la histórica Ruta de la Seda, los dos colosos esculpidos en arenisca, de 55 y 38 metros de altura, fueron hasta el siglo X el centro de uno de los monasterios budistas más grandes del mundo.
Miles de monjes cuidaban de innumerables lugares de culto en los nichos y grutas excavados en el enorme acantilado. Cuando esta tragedia sucedió, la inapelable orden del jefe supremo de los talibanes, el mulá Mohamed Omar, provocó también la destrucción de otras docenas de estatuas que constituían obras maestras del budismo preislámico.
De nada valió en aquel momento una movilización internacional sin precedentes que intentó infructuosamente que la intolerancia no se impusiera, acabando con un patrimonio de la humanidad. De nada valió. Los talibanes tenían el poder y no iban a permitir que alguien se interpusiera en su visión del mundo que acabó ya sabemos cómo. Los vestigios de nuestra historia no son tan antiguos, pero son los que nos identifican como nación.
Cuando se trasladó la original ciudad de Panamá al llamado sitio de Ancón, se hizo justamente por ser una península. Las viejas murallas construidas para proteger la ciudad de nuevos ataques piratas han estado expuestas al mar por siglos. Pronto podrían estar rodeadas de grama y de una vía rápida. Es la voluntad del poderoso local.