Cuando la iglesia llena el vacío que deja el Estado; la redención con ‘Biblia’ y alabanza

Cuando la iglesia llena el vacío que deja el Estado; la redención con ‘Biblia’ y alabanza


“Sobrevivimos robando”. Con esta frase, Martín Morales resume su larga y azarosa vida en las calles del centro de la capital. Vagaba. Dormía en las aceras, debajo de puentes, en los parques y hasta en el cerro Ancón. Sobrevivía.

Su vida de vagabundo empezó a los nueve años de edad. Deambulando por los barrios se hizo pandillero y drogadicto. Primero militó en Niños de la Calle y luego en Ciudad de Dios, dos grupos juveniles al margen de la ley, de esos que se multiplican en la ciudad y que cumplen el rol de escuelas del crimen. La principal misión de esas pandillas era el robo. Cuando caía la noche se reunían “en el parquecito legislativo”, espacio público que sirve de jardín de la Asamblea Nacional, el órgano del Estado encargado de hacer las leyes en Panamá.

Allí se emborrachaban, se drogaban y empezaba la acción. La primera droga que consumió fue la marihuana. “Después con el ‘pichi’ y no me gustó. Me junté con un amigo que hoy en día está muerto. Él me metió en el vicio de la piedra. Y allí estuve fumando piedra muchos años”, contó.

Eran alrededor de 350 niños al servicio del crimen. Los más grandes repartían los trabajos: robos a estaciones de gasolina, restaurantes, locales comerciales. Tenían cinco pistolas, que eran para aquellos a cargo de llevar a cabo los trabajos más “pesados”. “Yo me quedaba. Siempre decía ‘yo me quedo’. Y al otro día en las noticias salía que habían matado a dos o tres de mis amigos”.

Un día, la pandilla robó en un restaurante italiano que está cerca de la avenida Central. Martín dice que un “guardia” que le tenía rabia lo implicó en el suceso y así fue como fue a dar a la cárcel. Estuvo preso durante nueve años, pero él jura que es inocente. Que en ese momento estaba vendiendo carteras en el parque de Santa Ana.

Refugio y religión

Martín compartió su historia con La Prensa durante una mañana calurosa del mes de septiembre. Ahora tiene 36 años de edad, dejó las calles y se refugia en el albergue “A Dios sea la gloria de las personas”, una fundación situada en San Miguel, Calidonia, que sirve de refugio para los habitantes de la calle.

El centro está enclavado en un edificio húmedo y ruinoso de una callecita de la zona. Es un lugar sin pretensiones: tiene un comedor, cuartos con colchones en el piso, baños y sala de oración. Allí atienden aproximadamente a 40 personas (hombres y mujeres) por día. Lo dirige el pastor evangélico Luis Alberto Del Río, hombre que también salió de la calle. El religioso les proporciona cama, comida caliente y un baño para asearse. Les ora, les lee la Biblia, los instruye en el mundo de Dios. “Estuve varios años en la calle. Dios permitió que tuviera este lugar. Dios nos ha ayudado. Les damos comida, higiene. Esto se ha agrandado tanto... Aquí vienen personas maltratadas, violadas, indigentes. Aquí hay una necesidad grande”, cuenta.

Martín llegó allí con la ayuda de Itzel Gutiérrez, otra huésped del centro de acogida. Pero dice que él mismo, con el tiempo, se dio cuenta que tenía que dejar el crack, droga que en las calles de Panamá es conocida como piedra. “Un día yo tenía como 15 piedras en la mano. Me miré en el espejo y comencé a llorar. Y me dije: ‘no. Ya no voy a fumar más. No me voy a destruir’. Hoy tengo más de nueve años que no he cogido droga”, dice.

Itzel también tiene una historia tormentosa. Tiene 48 años de edad, cuatro hijos y siete nietos. Vivió 14 años en el parque de Santa Ana. Fue prostituta, circunstancia a la que llegó porque no tenía dinero para comprarle comida a sus nietos. Consumía lo que ella llama “polvo”, sustancia a la que en el lenguaje de los barrios panameños se le conoce como “pichi” y en el mundo entero como cocaína.

Además de adicta a la droga, Itzel era aficionada al juego. “El casino era mi esposo”, narra. Su vida ha sido un vaivén: se levanta y cae. Ha tenido múltiples trabajos: salonera en una discoteca, escolta de una exministra, trabajos domésticos en casas de familias, y cuidando ancianos.

En ese edificio de Calidonia también está Ana Stella Martelo, 39 años. Ella no quiere saber nada de su familia. Dice que una parte está en Colombia y su madre está en Veracruz. Pero afirma que no la comprenden, que le dicen “rebelde”, pero ella se cataloga “tranquila”. A diferencia de sus compañeros, afirma que nunca ha consumido drogas, pero sí licor.

¿Dónde dormías antes de llegar aquí?

“No dormía. Estaba en la calle. Iba al casino, y luego esperaba que amaneciera y así”.

¿Por qué quedaste en la calle?

Baja su mirada. Se mira las manos, luego vuelve a mirar de frente.

“Tuve un problema”, contesta.

A pedazos, narra un poco de su historia. “Me gradué de la universidad y todo. Soy licenciada aduanera, de la Universidad de Panamá. Me fui a Windsor, Ontario, Canadá. Becada. Me gradué allá de inglés. De inglés perfecto. Y después vine, trabajé y me botaron del trabajo y ya nunca más trabajé”. Dice que se deprimió.

De acuerdo con datos de un estudio de la Caja de Seguro Social divulgados en octubre pasado, se calcula que 10% de la población padece algún trastorno mental y no ha sido diagnosticado. Este fenómeno aumentó con la pandemia de la covid-19.

Ana Stella, como el resto de sus compañeros que está en ese refugio de San Miguel, ahora se aferra a Dios. “Yo oro, conozco a Jesucristo. Se que me regaló otro día más de vida. Estoy viva porque Dios quiere que esté viva”.

De pronto se escucha un sonoro aplauso. Sus compañeros y los religiosos que están en el edificio de Calidonia la aplauden por ser una buena sierva.

La ayuda de Dios

Héctor Fabio Suárez, un hombre nacido en Buenaventura, Colombia, es el segundo al mando en el albergue. “Estoy constantemente con ellos. Los apoyo, ministro la palabra. Les jalo la oreja. Les trabajo la parte espiritual y la humana”, cuenta.

Tiene su propio método de trabajo: primero, los escucha. “Dejo que me cuenten porqué vienen”, narra. Luego empiezan las terapias para las adicciones y las lecciones para instruirlos a la religión.

“No tenemos ayuda del Gobierno, solo tenemos la ayuda de Dios y de la gente que hace donaciones”, manifiesta. Pero añade que no se atreve a juzgar el Gobierno, porque ellos, añade, “deben atender otras problemáticas”. Aún así, le hace un llamado para que pongan su mirada en estas personas. “Son amigos. Son vecinos. Es doloroso ver a tu hermano, a tu amigo, a tu vecino, en ese sistema de vida. Pongan la mirada en estas personas y apoyen a estas organizaciones, a estos ministerios que están trabajando con las uñas. Nosotros no ganamos nada. Lo hacemos porque queremos que las personas sean mejores y principalmente para que sean mejores con Dios”, explica.

Luis Alberto Del Río, el líder de esta organización, complementa lo expresado por Suárez. “Queremos ampliar este lugar, porque aquí en Panamá se necesita sacar a la gente de las calles. Este es un centro en el que la gente va y vienen. Aquí se han rehabilitado muchas personas”. Quiere un terreno para construir el albergue y atender a esta población.

El ausente

El gran ausente de esta historia es el Estado. Su papel parece limitarse a la tarea más sencilla: recoger a las personas de las calles y llevarlos a albergues, a organizaciones similares a la del pastor Del Río. Es decir, las iglesias están llenando un vacío que deja el gobierno. Con sus reglas, métodos y doctrinas.

“Las iglesias hacen mucho trabajo social de todo tipo y especialmente con poblaciones no atendidas por prácticamente ninguna entidad [personas con problemas de adicción, privadas de libertad, prostitución, VIH...]. No siempre ese trabajo social está desvinculado de fines evangelizadores y no siempre se garantiza la libertad de culto de las personas beneficiarias”, manifesta a este medio la socióloga Claire Nevache, autora del estudio “Las iglesias evangélicas en Panamá: análisis de la emergencia de un nuevo actor político”.

Pero, ¿cuál debe ser el rol del Estado en el asunto? En este aspecto, la socióloga recuerda que las políticas sociales son responsabilidad del Estado, pero agrega que es común que en muchos países democráticos esta responsabilidad sea delegada a oenegés e iglesias, entre otras organizaciones similares. Sin embargo, añade, “esto implica un control del respeto de ciertas garantías para la población”.

(Con información de Ohigginis Arcia)

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