Lleva en esto de la costura 20 años. Empezó a coser como afición, luego vendía sus piezas a familiares y amigos, y desde hace 10 años hace uniformes para empresas.
En un taller situado en la parte trasera de su casa, en el chorrerano barrio de San Antonio, Damaris Montenegro prepara un pedido de 60 batas que tiene que entregar en los próximos días. Dice sin vacilar que estarán listas. Ella sola es capaz de hacer 18 al día, y cuando tiene picos de trabajo cuenta con el apoyo de su hija.
Su lugar de trabajo no es pequeño, pero tampoco le sobra el espacio. La luz natural entra de manera tenue, así que hace falta encender las lámparas.
A sus espaldas se seca la ropa de su esposo. Tiene que aprovechar los momentos en los que no hay cortes de agua para lavar la ropa.
En el taller tiene tres máquinas de coser. La más antigua es una Singer negra. Ella la llama “la esclavita”. Además de haber sido su compañera de batallas durante toda su vida, es la única que puede con cualquier tipo de material. Es la única que, asegura, no vendería nunca.