Aunque el 20 de diciembre quedó marcado en la memoria como la infausta fecha de la invasión americana, realmente fue la noche del 19 cuando Ares, dios de la guerra, selló el que sería el último capítulo de una desgraciada historia.
La tarde del domingo 17 de diciembre de 1989, el presidente George Bush terminó un almuerzo navideño en la Casa Blanca y, luego de reunirse con su equipo de seguridad nacional, dio la orden de invadir Panamá.
El factor sorpresa fue pieza angular en la estrategia militar de la guerra que, para Estados Unidos, sería la primera desde Vietnam. El Estado Mayor Conjunto pidió 48 horas y que el combate iniciara de madrugada, por lo que se determinó que las hostilidades iniciarían la noche del martes 19 y madrugada del miércoles 20.
El disparo que definió la invasión había ocurrido el día anterior.
Bush fue informado de los impactos recibidos por el vehículo en el que viajaban dos capitanes y dos tenientes, y de la muerte del oficial Robert Paz Fisher. También, de la detención y tortura al teniente Adam Curtis, y del acoso sexual sufrido por su esposa Connie, ambos hechos acontecidos a manos de miembros de las Fuerzas de Defensa.
Fue un fin de semana aciago. Venía precedido de las dos proclamas hechas el viernes 15 por el gobierno de facto de Panamá.
En la primera, el país se declaró “en estado de guerra” con Estados Unidos ya que, según la proclama, el presidente Bush estaba empeñado en no devolvernos el canal y en perpetuar la presencia de las bases militares. Por ello, ese país nos estaba hostigando cruel y constantemente como “jamás lo había hecho contra ninguno de sus más encarnecidos enemigos”.
Bajo dicha premisa, Manuel Antonio Noriega asumió poderes dictatoriales haciéndose designar “Jefe de Gobierno y Líder Máximo de la Lucha de Liberación Nacional”.
En otras palabras, estábamos en guerra con Estados Unidos aunque nadie realmente creía que ese enemigo atacaría, menos aún el comandante Noriega quien menospreció las repetidas advertencias de sus oficiales sobre el inusual aterrizaje de aviones en la Zona del Canal y del desembarco de miles de tropas.
Ya se habían transportado a Panamá 7,000 soldados y cientos de toneladas de equipo bélico, que se unirían a las 12,000 unidades que estaban en las bases militares de la antigua Zona del Canal. Otros 7,000 llegarían ya iniciado el conflicto.
En Washington, inicialmente, se fijó la 1:00 a.m. del miércoles 20 como la Hora-H, término que en la jerga militar significa el momento exacto para el inicio del combate. La razón: el aeropuerto de Tocumen era uno de los 27 objetivos militares de la invasión y el último vuelo comercial de los martes aterrizaba a las 11:00 p.m., por lo cual la terminal estaría ya despejada de civiles.
Las tropas, sin embargo, fueron tomando sus posiciones sigilosamente varias horas antes, dependiendo de cada objetivo.
Hoy, hace 35 años, antes de la medianoche, ya había iniciado el combate en varios puntos.
Aquellos fueron los días más fatídicos que haya vivido nuestro país. Una nación sometida por una interminable dictadura militar cuyo último quinquenio, conocido como el “noriegato”, quedó registrado como la porción más cruenta de aquel régimen.
Atravesar el adarve que rodeaba al Panamá de los años que precedieron a la invasión, es revivir el lento pero inexorable desmembramiento sufrido por nuestro país.
Durante ese lustro nuestra sociedad se quebró social, política y económicamente. La miseria y la mezquindad terminaron navegando a plena vela y, como si faltaran penas, este minúsculo istmo acabó abatido por el ejército más poderoso del mundo.
Para quienes no habían nacido hace 35 años, quizás les cueste creer que vivimos más de dos décadas en un país reprimido y que culminó con un hundimiento económico absoluto, sin precedentes, donde el futuro de los jóvenes quedó en suspenso.
Quizás no sepan que durante esos años sufrimos la estrepitosa caída de la economía, la peor jamás registrada, sin el menor destello de esperanza, y que culminó con un país destruido y saqueado. Que atravesamos sanciones económicas durísimas, donde los despidos fueron masivos y que los bancos permanecieron completamente cerrados nueve semanas, y que, al abrir tímidamente sus puertas, lo hicieron con un sinnúmero de restricciones.
Era un país huérfano de futuro, al punto que experimentó la primera y única ola migratoria de profesionales panameños.
Es importante que sepan, por el otro lado, que en medio de tal calamidad, los panameños acertaron unirse, olvidando las pequeñeces, dejando el confort y la indiferencia y salieron a la calle para luchar por un mejor país, prestos al rescate de la nación que se desvanecía inexorablemente, para construir así una sociedad más justa, decente y próspera.
Si bien asomaron los momentos más cruentos de la dictadura militar, atiborrados de maldad y de serviles deseosos de complacer los caprichos del hombre fuerte, también se tiene que rescatar la actuación luminosa de muchas personas, porque, también hubo muchísima gente valiente.
Y no solo hablo de los líderes de los movimientos organizados, los empresariales, gremiales, estudiantiles, periodísticos y políticos, sino de gente común y corriente, hombres y mujeres, por todo el país, en todas las clases sociales, inmersas en todo tipo de iniciativas.
La gente estaba hastiada y salió dispuesta a corregir el rumbo de su país y eso es importante no olvidarlo.
Ojalá podamos recordar que un país no se desmorona en un instante, que toma tiempo y se alimenta de muchos errores, pues el estercolero se llena de a pocos, y que mientras más se acumule, más costará limpiarlo.
Si bien se cumplen 35 años de la ruina de nuestra nación, también se celebran 35 años de la recuperación de nuestra democracia.
Una democracia que, con todas sus imperfecciones, que son muchas, no deja de ser un triunfo para nuestra nación y debe ser motivo de regocijo.
El autor es abogado, ex presidente de La Prensa.