Las cosas cambian: antes, los viejos del barrio de antaño de San Felipe se reunían en la Plaza Catedral, y los jóvenes nadaban con frecuencia en el malecón. En el pasado era noticia ver a un turista deambulando por las calles del Casco Antiguo, y era cosa de todos los días ver a los más pequeños jugando fútbol en la playa.
Hoy, el escenario ha cambiado y muchos de los que han nacido, crecido y vivido toda su vida por aquellos lares, no pueden evitar sentir que parte de la alegría que se solía vivir se ha ido perdiendo entre edificaciones renovadas y la nueva cultura de servicio al turismo.
“Ya no es lo mismo: la gente no es igual de alegre... llega y se encierra en su casa; ya nadie habla”, comenta Mary de Berguido, quien tiene más de 20 años de vivir en el Casco Antiguo y se encarga de la tiendita V.I.P.
Mary es una de las residentes de San Felipe que llama hogar a una propiedad que no es realmente suya, por lo que comenta con una resignación acumulada por los años que ahora solo le queda esperar el momento en el que compren su edificio y tenga que mudarse. Aunque al mudarse recibirá una compensación económica, no le da vergüenza admitir que eso no es suficiente para vivir.
Como el caso de Mary hay muchos, por lo que una de las mayores preocupaciones de los residentes es que la gente del barrio le vaya dando paso a inversionistas y turistas extranjeros.
En palabras del residente Felipe Vega, “aquí no va a vivir un pobre. En este barrio no van a hablar español: va a ser puro inglés”.
Aunque parte de la identidad de barrio se ha perdido, todos concluyen que el cambio no ha sido del todo malo: antes la sinfonía de la noche era, como la describen, “la tiradera de bala”, y hoy esta violencia es reemplazada por el jazz de S’cena Platea, los boleros que se cuelan al exterior desde Casa Góngora, o lo que esté de moda en el momento.
Además, la inseguridad era una realidad tan certera como la eventual muerte, y eso, desde que el Casco Antiguo fue nombrado Patrimonio de la Humanidad, en 1997, ha cambiado.
“La influencia del turista da seguridad. Antes aquí robaban: ya eso no se ve y nos beneficia a los residentes”, explica Arquímedes Bravo, que pasa sus tardes trabajando como wachiman en la Plaza Catedral.
A su lado, vendiendo pinturas con motivos folclóricos nacionales, Julio Rangel, de 60 años, es el primero en admitir que entre muchos de los del barrio se vive un bajo nivel cultural, lo que influye en darle una vista negativa al turismo del área.
También se refirió a las pocas facilidades que hay para los turistas, por ejemplo, que aún no se ha creado un área en la que puedan hacer sus necesidades fisiológicas y descansar. Por ello, explica, “vienen y se van”, sin empaparse realmente del aire tradicional de aquel barrio.
Pero aunque no se queden mucho –admiten los residentes–, benefician económicamente los pocos negocios de barrio que quedan entre las inversiones de personas mejor posicionadas.
Son las 2:00 de la tarde y, a la distancia, un perro “tinaquero” persigue palomas. Se respira en aquel barrio, entre turistas y nacionales, un aire de esperanza: es cierto que las cosas cambian y, con el debido cuidado, lo hacen para mejor.