Cuando votamos sucede algo de manera inherente. La elección de un ciudadano para la Presidencia de la República no es lo único que ocurre. También, por defecto, esperamos que los que no ganaron –y que recibieron un importante caudal de votos– sean oposición, de vigilancia, de control, de denuncia. En las últimas décadas no ha existido tal cosa, salvo por unos cuantos que lideraron con escasas herramientas la oposición que debieron ejercer los líderes de los partidos políticos.
Esos dirigentes fueron muy cómodos: se sentaron a esperar su turno en la rotación que ocurre cada cinco años en las elecciones. Pero, como por arte de magia, apareció un recién llegado que a todos les dio una bofetada. Perdieron los comicios porque trabajan para un momento específico. Vergüenza debería darles que un jovencito les quitó todo el liderazgo. Se echó al hombro la pesada y solitaria labor de hacer oposición, se enfrentó a los poderes políticos más rancios del país, a corruptos y poderosos. Fue una pelea con los brazos atados a la espalda y contra todos.
Mientras él libraba esta guerra –apoyado por la gente decente que busca el cambio del que hablan todos los partidos políticos cuando en la justa electoral prometen lo que claramente no pueden cumplir–, los presidenciables se abanicaban aires de un triunfalismo que empezó a desvanecerse con el candidato que salió de la lámpara del ladino lavador. Y fueron tan necios que creyeron que ganarían sin unirse. No pudieron hablar ni comprometerse a hacer los cambios internos que necesitan. Es que no hay 71 sillas presidenciales, sino solo 1. Era todo o nada; todos contra todos, a pesar de que prometían casi lo mismo.
Y mientras el egocentrismo buscaba la silla de oro, este muchacho buscaba la manera de conseguir la mayor cantidad de sillas de madera para ganarle a la inmundicia que reina en el Palacio Justo Arosemena. No fueron los partidos políticos; fue solo un joven, pero con más compromiso que todos los candidatos presidenciales juntos. Creó una coalición –sin las ataduras de los colectivos políticos– y se lanzó a buscar lo que no lograron los partidos en ninguna de las arenas electorales. Jugó con sus reglas y triunfó.
Da pena decirlo, pero la oposición política en este quinquenio no existió, salvo por una persona que se tomó su trabajo en serio: Juan Diego Vásquez, acompañado siempre de otro prometedor líder político, Gabriel Silva. Lucharon hasta el final con sus únicas armas: decencia, voluntad y compromiso. De estos comicios espero que los políticos hayan aprendido que se empieza a gatear antes de caminar y que el liderazgo se construye y se cultiva. No pueden esperar que este sobreviva a la irrelevancia, al silencio o a la vacuidad del compromiso improvisado y conveniente.
Mis esperanzas están en los que se han comprometido con un liderazgo genuino. Necesitamos a funcionarios que crean que podemos ser mejores personas y mejores ciudadanos. En ello hay sacrificio, aunque muchos políticos no entienden la lógica que hay en el sacrificio para ganar. Su ajedrez no llega ni a juego de damas.
Si las ganas de ser presidente sobrevivieron, ahí tienen el manual que escribió Vásquez. Sean oposición constructiva desde la Asamblea, desde su partido, desde lo personal, desde el anonimato, pero todo el quinquenio, no solo durante seis meses. Están legitimados para hacerlo gracias a los votos que recibieron el pasado 5 de mayo. ¡Aprovéchenlos!