Una tienda en un ‘diablo rojo’

Una tienda en un ‘diablo rojo’


“Buenas días damas y caballeros, mi intención no es molestarlos y mucho menos incomodarlos. Solo soy uno de los tantos jóvenes que de manera honrada busca llevar el pan a su casa, vendiendo estas ricas pastillas de eucalipto con sabor a cereza al módico precio de 25 centavos. Pasaré por sus asientos para ver si alguien desea colaborarme. Que Dios los bendiga”.

Esta letanía la repite todos los días al abordar varios buses un joven de tez morena, de aproximadamente 1.75 metro de estatura, serio como un niño recién nacido, y de cuyas orejas cuelgan dos aretes que semejan dos pequeñas perlas.

Dice que prefiere los buses de Santa Librada, Torrijos-Carter, El Valle, Cerro Batea y Mano de Piedra, y que por lo general su ruta cubre desde la policlínica de Santa Librada hasta la entrada de El Valle de San Isidro.

Siempre ha vendido pastillas, pues “son más rentables. Puedo sacarle un poco más de 20 dólares al día”, comenta cuidándose de no dar una cifra exacta.

Dos veces a la semana, o cuando así lo requiera, va a una empresa distribuidora a comprar las pastillas de eucalipto en paquetes que contienen 18 barras que vende individualmente a 25 centavos.

“Tengo una niña de meses, y vender pastillas me da para ella y para darle algo a mi viejita”, le comenta a una dama que al abordar el bus lo reconoce al instante.

La conversación llega a oídos de todos. Hablan de algunos conocidos, y cuando el diálogo se torna más interesante, la dama le avisa que está llegando a su parada.

“Me saludas a tu mami. Dile que un día de estos voy a visitarla”, casi que le grita mientras lucha por hacerse un espacio para salir del atestado transporte.

Este joven, cuyo nombre es mejor obviar, forma parte de la economía informal que en el país alcanza al 40% de la población económicamente activa.

Para economistas como Aristides Hernández, el problema de la informalidad es que muchas veces se gana más dinero siendo informal que formal.

La formalidad cuesta, comenta el economista, pues para establecer un negocio hay que alquilar un local y pagar al menos un 30% en impuestos, entre otros gastos.

Quien no tiene nada de economista, pero opina igual sobre el costo de la formalidad es Juan, otro vendedor que también tiene como mercado los pasajeros de los buses.

A diferencia de aquel joven serio que tiene los buses capitalinos como “tienda”, Juan es un “hablantín”.

A toda carrera comenta que para sobrevivir tiene que vender de todo, y que siempre está pensando a cuál artículo puede sacarle más provecho.

Y es que en los buses se vende de todo a 25 centavos. Tijeras, pequeños focos, llaveros, cepillos de dientes (tan buenos que por un dólar se lleva dos), agujas, mentolato chino (para los dolores de reuma), lápices, calendarios y las infaltables pastillas para la tos o las ricas gladiolas, “con sabor a las de antes”.

Así, mientras el bus avanza, los vendedores solo necesitan el permiso del conductor del bus –el “busero”– para comenzar su letanía: “Buenos días damas y caballeros...”.

LAS MÁS LEÍDAS