Hay historias que son tan imposibles que, cuando suceden, nadie puede dejar de prestarles atención.
Escuche esto: tres mexicanos se cruzaron el Pacífico en una lancha de fibra de vidrio, sin velas, ni techo ni motor. Estaban preparados para pasar un par de horas en el agua, no tenían ni comida ni agua ni ganas de pasar mucho más tiempo que el necesario para pescar algo, si eran tiburones mejor. Es un buen negocio en la zona y que está en boga: tiburones de 100 kilos que los japoneses compran con los ojos cerrados. Es la joya del momento en estos puertos donde nunca antes había pasado esto. Cuando un pescador se perdía, aparecía nadando en las islas que están cerca o lo rescataban en altamar. Pero que cruzara el Pacífico, a la deriva, no estaba ni siquiera en la imaginación de nadie.
Lucio Rendón, Salvador Ordóñez y Jesús Eduardo Vidana zarparon el 28 de octubre con esa idea, pero sin saber que el destino les tenía preparado una jugada. Cuando se hizo de noche y con todo bajo control, ataron el buque a la cimbra para cazar tiburones -una especie de cuerda con 700 anzuelos de 10 cm cada uno- y se fueron a dormir. Por la noche un viento los separó de la cimbra y cuando despertaron se pusieron a buscarla como locos. Tanto, que se gastaron toda la gasolina sin poder encontrarla. Sin comunicación, sin combustible, sin barcos a la vista. En un solo segundo, sintieron la impotencia brutal de saberse en manos de las corrientes, de fuerzas naturales que ya no podían manejar.
Al final estuvieron nueve meses a la deriva, internándose día tras día en el Océano Pacífico. Víctimas de una corriente que desemboca en Australia, la pequeña embarcación con los tres tripulantes se dejaba llevar hasta que un barco taiwanés la vio a lo lejos y se acercó y se encontró con el milagro: tres mexicanos, vivitos sí, pero sin colear mucho, convertidos en remolinos de huesos y piel, adentro del bote, respiraban. Sentían poco y lo que sentían más era ese deseo desmesurado de quedarse prendidos a ese hilo frágil e invisible, a esa chispa divina que otros llaman vida.
La travesía.
"Comimos pescado crudo y aves, lo que encontrábamos o podíamos pescar. Hubo veces que estuvimos hasta 15 días sin probar bocado. Una vez tuvimos que repartirnos un pato entre los tres", explicó Vidana. "Tomábamos agua dulce cuando llovía y hubo momentos en que las olas nos inundaban el bote y teníamos que sacar el agua de inmediato para no hundirnos", explica el sobreviviente.
En realidad los marineros eran cinco, pero dos de ellos murieron de hambre y fueron arrojados al mar.
Además, explican que al principio se alegraban al ver algún barco, hacían señas como locos, y luego, al no recibir respuesta, la decepción era imparable. "Pues sí, nos poníamos tristes y a veces llorábamos. ¿Qué íbamos a hacer? Pero sobrevivimos y esto fue como nacer de nuevo", sentencia Vidana. Contra viento y marea, hay veces que la vida es terca.
Relacionado: El accidente de los Andes y otros sobrevivientes