La selva de Darién parece intacta, impenetrable. Pero bajo su verde espesura, a unos siete kilómetros de la frontera con Colombia, se esconde una operación clandestina de minería ilegal.
El Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) ha seguido su rastro durante seis meses. Con información de inteligencia y reconocimientos aéreos, ha detectado una infraestructura sorprendente: cientos de metros de tubería, equipos sofisticados y una zona de extracción que se extiende por casi una hectárea.
El rugido de los motores de bombeo rompe el silencio natural. El agua, desviada desde el corazón del bosque, es transportada a través de tuberías que recorren 400 metros hasta lo alto de un cerro. Allí, el líquido erosiona la tierra, arrastrando con él el oro oculto bajo la superficie. No es un proceso improvisado. Aquí hay experiencia, logística y dinero detrás.
La sombra del Clan del Golfo
No se trata solo de mineros buscando fortuna. Detrás de esta operación está una de las organizaciones criminales más poderosas de Colombia: el Clan del Golfo. Sus redes se extienden hasta Panamá, donde han logrado permear comunidades indígenas y afrodescendientes, controlando el territorio con una precisión inquietante.
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La unidad de inteligencia de Senafront ha identificado al frente Efraín Vargas Gutiérrez del Clan del Golfo como el responsable de esta estructura criminal en la región. Desde Colombia, alias “Monseñor”, cuyo nombre es José Vega Alvarán, supervisa las operaciones. Es un sistema bien engranado: los trabajadores extraen el mineral, lo entregan a los intermediarios y, finalmente, el oro sale de la selva rumbo a mercados internacionales.
Por alias Monseñor, el Gobierno de Colombia ofrece una recompensa de más de $10,000. Aunque esta es la primera vez que se le menciona como responsable de las actividades ilegales en la selva darienita, en el lado panameño, se le atribuye el control del tráfico de drogas, migrantes y la extracción ilegal de minerales como el oro.
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Un ejército de mineros en la clandestinidad
En el campamento trabajan colombianos y panameños. La selva no discrimina. Aquí todos comparten el mismo objetivo: sacar oro de la tierra. Algunos lo hacen por necesidad; otros, por codicia. No es la minería artesanal de antaño, donde los indígenas extraían pequeñas cantidades del río. Aquí hay maquinaria pesada, sistemas de lavado e incluso químicos que aceleran el proceso de extracción. Y con ello, viene la devastación.
La cabecera del río Tuira ha sido alterada. Este afluente es el sustento de al menos doce comunidades, pero ahora sus aguas están en riesgo. Los residuos tóxicos, el mercurio y el cianuro utilizados en la extracción pueden envenenar el ecosistema, afectando a miles de personas que dependen de él.
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La selva, resistente y vasta, tarda décadas en recuperarse. La minería ilegal deja tras de sí cicatrices de tierra removida, zonas muertas donde nada crece. Y cuando un sitio es explotado hasta el límite, los mineros simplemente se trasladan a otro punto, iniciando el ciclo nuevamente.
El despliegue de Senafront
Llegar hasta aquí no fue fácil. Los 22 hombres del Batallón de Operaciones Especiales caminaron durante cinco días desde la base binacional de La Unión, en Darién. Cargaban consigo 85 libras de equipo, suficiente comida para 12 días y la determinación de acabar con esta actividad ilegal.
En línea recta, el recorrido parece corto. Pero en la selva, la distancia se triplica: subidas, bajadas, ríos, pantanos. Cada paso supone un desgaste físico extremo. Pero el enemigo no es solo la naturaleza; también lo es el crimen organizado, que siempre está un paso adelante.
Cuando los agentes llegaron al sitio, hubo 10 capturas: siete panameños y tres colombianos. Se presume que eran muchos más, considerando que era un gran campamento con siete ranchos, pero todo indica que la red de informantes del Clan del Golfo alertó a los mineros, dándoles tiempo de huir. Aun así, la escena es reveladora: equipos abandonados, herramientas esparcidas, rastros de trabajo apresurado.
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La operación es un golpe significativo. Cada campamento desmantelado representa una interrupción en la cadena criminal. Los delincuentes tendrán que empezar de nuevo, perderán recursos y tiempo. En la lucha contra la minería ilegal, estos pequeños triunfos son cruciales.
El desafío de la frontera
Senafront enfrenta una batalla en múltiples frentes. Además de la minería ilegal, debe lidiar con el tráfico de drogas, la tala indiscriminada, el tráfico de especies exóticas y la migración irregular. La frontera de Panamá con Colombia es una zona de nadie, donde el Estado no siempre tiene presencia permanente.
El Clan del Golfo lo sabe. Controla el territorio con disciplina militar, diversificando sus negocios ilícitos. Oro, cocaína, tráfico de personas. Todo forma parte de un mismo esquema, de una economía paralela que financia el crimen.
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En esta lucha, la información es clave. Muchas operaciones comienzan con una simple denuncia, un comentario, un rumor que activa las alarmas. Senafront ha pedido el apoyo de las comunidades, de los indígenas que ven cómo su territorio es destruido, de los habitantes que dependen de los ríos ahora contaminados.
La operación ha concluido, pero la guerra contra la minería ilegal está lejos de terminar. En algún lugar de la selva, nuevos campamentos están siendo montados, nuevas tuberías están siendo instaladas. El oro sigue fluyendo, y con él, el poder del crimen organizado.
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