Quería correr, pero no podía. Me sentía agitada y débil. Me habían dicho que me llamarían cuando la ambulancia viniera a buscarme para que estuviera lista, pero cuando llamaron ya estaban en la calle sin salida donde vivo, en el corregimiento de Don Bosco.
Lo más rápido que pude, cerré todas las puertas de la casa y verifiqué que ninguno de mis niños de cuatro patas se quedara adentro. Afuera me esperaba no una ambulancia, sino un busito blanco y, en su interior, dos funcionarios del Ministerio de Salud (Minsa) y cinco personas que, al igual que yo, estaban contagiados del maldito bicho: el nuevo coronavirus SARS-CoV-2, causante de la Covid-19. Todos seríamos trasladados a hoteles hospitales.
No se si era el shock que me causó que al día 12 de síntomas, en vez de caminar hacia la recta final de la enfermedad, estaba abandonado mi casa para ir a un hotel hospital, o si era el temor de lo desconocido o el defectuoso acondicionador de aire que había en el vehículo o si eran todas estas razones juntas, pero sentía que me asfixiaba. Quería quitarme la mascarilla y la pantalla facial, pero no podía… Tenía que soportar el largo trayecto.
La primera parada fue en el hotel frente al Hospital de Paitilla. Allí se quedó la mayoría, y dos enfermos seguimos el viaje hacia el hotel hospital en Amador.
Bajé del busito sofocada. En el estacionamiento interno del hotel me esperaba una doctora, quien tomó mis datos personales, me preguntó cuándo me hicieron el hisopado y qué síntomas había tenido hasta ahora.
Me colocó el oxímetro, me miró seria y me dijo una frase que jamás olvidaré: “Usted no está de hotel, sino de hospital”. Sorprendida, solo atiné a decir: “no me diga eso, doctora”.
Sus palabras se debían a que mi saturación estaba en 89%, cuando lo mínimo aceptable es 94%. Eso significaba que los niveles de oxígeno en la sangre eran bajos. Inferior al 90% se considera una disminución severa.
Me acompañó a la habitación donde debía esperar hasta que hallaran una cama disponible en algún hospital, ya que por estar en pleno pico de la Covid-19, las camas libres eran pocas.
Y es que necesité de una cama el 23 de diciembre de 2020, precisamente en el mes que más casos de Covid-19 se registraban diariamente desde que se inició la pandemia en el país: 2,612 en promedio, según un informe de la Organización Panamericana de la Salud.
Fueron 5 largas horas y en ese periodo conocí al que sería mi mejor amigo por los próximos seis días: el oxígeno. Gracias a él, mi saturación pasó de 89 a 98 en cuestión de segundos.
Mientras esperaba, por mi mente pasaban muchas cosas. Me seguía preguntando por qué me contagié si vivía sola, solo salía al supermercado y tomaba todas las medidas de bioseguridad. No puedo mentirles; también me sentía asustada ante un futuro incierto.
A las 8:00 p.m., salí del hotel hospital en una ambulancia con un pequeño tanque de oxígeno a mi lado. A esa hora la red de hospitales del Minsa y la Caja de Seguro Social (CSS) ya había avisado de mi próxima llegada. A las 8:30 p.m., luego de esperar unos minutos para ingresar, hice mi entrada al Hospital Integrado Panamá Solidario, mejor conocido como Hospital Modular de Albrook. Así me convertí en uno de los 1,008 pacientes que estuvieron hospitalizados allí desde el 11 de junio de 2020, cuando abrió sus puertas de forma gradual, hasta el pasado 31 de diciembre.
La sala 2 de semi intensivo, donde fui recluida y permanecen los pacientes en condición de moderados a moderados severos, está muy cerca de la puerta, así que el paseo en silla de ruedas fue cortito. Observé que era un cuarto espacioso, con 4 camas, monitores, equipo de oxigenoterapia y dos baños.
Ya en mi cama y con el oxígeno por cánula a 4 litros por minuto (ver ilustración) conocí a mis tres nuevas compañeras de lucha e inmediatamente, sin presentarnos, supe sus nombres, edades y números de cédula por los papeles que contenían esta información y estaban pegados cerca de sus camas.
Llegó una doctora y me realizó el primer procedimiento, una gasometría. ¡Santo cielo! Como duele cuando te introducen la aguja en una de las arterias del dorsal de la mano. Pero es importante realizarlo porque permite conocer los niveles de oxígeno y dióxido de carbono en el organismo, que es lo que indica si los pulmones trasladan correctamente el oxígeno a la sangre.
Mientras trataba de encontrar la arteria, yo pensaba que 12 días atrás había empezado esta historia cuando me levanté y me sentía el cuerpo afiebrado y un ardor intenso en los ojos. La duda de si era Covid-19 o una gripe común se disipó al tercer día, cuando perdí el olfato y gran parte del gusto. ¡Ya no cabía ninguna duda!
Con el paso del tiempo se sumaron otros síntomas, como dolores de cabeza, de espalda, tos seca, fiebre de 39 grados, debilidad y, finalmente, pecho apretado. Aclaro que desde el día uno y bajo supervisión médica tomé medicamentos, como: antigripal, antiinflamatorio, antivirales inmunomoduladores, jarabe, antibióticos y hasta la polémica ivermectina.
Luego de la gasometría, me hicieron exámenes de sangre y me llevaron a Radiología, para tomarme unas placas de los pulmones. Siempre con el oxígeno a mi lado.
Al día siguiente, 24 de diciembre, me sentí mejor. A las 4:00 a.m., me despertaron para canalizarme y comenzar con la gran cantidad de medicamentos intravenosos que recibí durante mi estancia en el hospital.
Pasada las 11:00 a.m., conocí a quien sería mi doctor de Medicina Interna, durante mi estancia en el Modular. Su diagnóstico fue: “neumonía de leve a moderada”, que había afectado un tercio de mis pulmones. Debido a esto, aumentaron la cantidad de corticoides y harían un CAT y más radiografías.
Ya en la tarde, era evidente que los antibióticos y el oxígeno hacían su trabajo en mi organismo. A partir de ese día no supe más de las altas fiebres que padecía, sobre todo en horas de la noche. Aún me costaba aceptar que a pocas horas de la Nochebuena yo estaba hospitalizada y no en casa.
Ese día, una doctora me dio uno de los mejores consejos que se le puede dar a un paciente de Covid-19: “Acuéstate boca abajo, tus pulmones se dilatan, los ayudas a respirar y la saturación mejora”. Mis tres compañeras de cuarto y yo lo hicimos y las saturaciones que marcaban los monitores subieron a los pocos minutos. Así que sin importar que estés en aislamiento domiciliario, en un hotel o en un hospital, no dejes de practicarlo.
Los horarios de comida eran bastante exactos: desayuno a las 8:00 a.m.; almuerzo a las 12:00 m.d., y cena a las 4:30 p.m. A esa hora, recibí mi cena navideña: arroz con guandú, pavo y tamal.
No tengo nada que criticarle a los alimentos que recibí. El menú era variado, con buen sabor y hasta abundante.
En Navidad, me desperté a la 1:30 a.m., pero el sueño era más fuerte y solo oía a los lejos… “con mi burrito sabanero voy camino a Belén...”. En la mañana, supe por una de mis compañeras que los médicos y enfermeras de turno habían hecho una representación musical para desearles feliz Navidad a los pacientes. ¡Todos son de admirar!
Pasaban las horas y yo seguía con la tos seca que no me abandonaba desde el día 4 de síntomas y la debilidad, que se hacía presente cada vez que caminaba hacia el baño, aunque el trayecto era corto.
También me di cuenta que si estaba sentada en la parte inferior de mi cama veía a todos los pacientes que entraban a ocupar alguna de las 100 camas que tiene el hospital: 80 en semi intensivos y en la unidad de cuidados respiratorios especiales (UCRE) y 20 en la unidad de cuidados intensivos (UCI).
Durante 8 días, viví la alegría de los que partían triunfantes por haber derrotado al maldito bicho, sin importar que no conocía a nadie. Y cada vez que veía a alguien salir, me mentalizaba de que pronto lo haría yo.
Y es que las palabras que escuché que el psiquiatra del hospital le decía a una de mis compañeras de cuarto eran muy ciertas. Todos los pacientes tienen en su interior armas poderosas que, unidas a las médicas, sirven para hacerle la lucha al virus y son la determinación para volver a casa, la fuerza para derrotar al enemigo y su pasión por la vida.
El especialista fue a conversar con una de mis compañeras, quien había empeorado debido a que sus pulmones alojaban una bacteria nosocomial que “estaba dormida hasta que el Covid llegó”, escuché que le había dicho su doctor.
Y por eso debían quitarle el oxígeno con reservorio para colocarle uno de alto flujo, que le impediría caminar por varios días.
En los siguientes días, seguí con el tratamiento de anticoagulante, para evitar la formación de coágulos sanguíneos en las arterias, venas o el corazón, los cuales pueden causar ataques al corazón, derrames cerebrales y bloqueos; de corticoides, para desinflamar mis pulmones; jarabe para la tos, antibióticos y también levotiroxina, para el hipotiroidismo que padezco.
El paso de las horas y días servía para que me fuera sintiendo mejor, tuviera mejor semblante y para que ya el cansancio me fuera abandonando.
Pero también para conocer mejor a mis tres compañeras de cuarto. Dos funcionarias de la CSS y una ama de casa. Y es que detrás de cada paciente de Covid, hay una o más historias.
A Marisela*, de 62 años de edad, que trabaja en una policlínica de la ciudad capital, la contagió su esposo, quien también contagió a su hijo, el 8 de diciembre, cuando éste fue a saludar a su mamá de lejos, sin sospechar que el que tenía el virus era su padre. Con Marisela fue que supe que la gran prueba que te acercaba a la puerta de salida era permanecer sin oxígeno por dos días. Ella fue la primera que vi irse a casa y su alegría fue la de todas.
Elsa*, de 51 años, contó que tenía días tratando de que una ambulancia fuera a buscarla a ella y a su esposo a casa, porque se sentían muy mal y débiles. Sin fuerzas, se trasladaron a la policlínica de La Chorrera Dr. Santiago Barraza, donde les realizaron una prueba rápida de Covid-19, la cual dio positiva para ambos. Ella sospecha que fue su esposo quien llevó el virus a casa, ya que salía diariamente a trabajar.
Cuando yo llegué, ella ya había pasado por el oxígeno de alto flujo, por una depresión y vivía la preocupación de tener a su esposo hospitalizado en el Complejo, sin poder comunicarse frecuentemente, y a su hijo solo en casa.
Pero todo mejoró y también vi su felicidad a la hora de abandonar el hospital y formar parte del 78% de pacientes recuperados en el Modular hasta el 31 de diciembre de 2020.
Y es que el Panamá Solidario, junto al Hospital Santo Tomás, tienen los mayores porcentajes de pacientes recuperados de la Covid-19.
Para Lissette*, de 46 años, y madre de dos hijos adolescentes, las cosas fueron más difíciles. Por su trabajo en el Complejo de la CSS tenía alojada en su pulmones, sin saberlo, una bacteria nosocomial que causó que su estado empeorara al pasar de los días. La vi batallar duro, soportar la incomodidad del oxígeno de alto flujo, una de las terapias de oxigenación cercana a la intubación, y aunque tuvo sus momentos de tristeza, jamás se rindió.
Ella dejó el hospital el 8 de enero, 17 días después de haber ingresado. Tuvo una estancia hospitalaria en semi intensivo más prolongada del promedio, que es de 11 días, según estadísticas de ese nosocomio.
Pero su dicha por salir fue opacada cuando conoció que su abuela, una hermana, dos tíos y unas sobrinas estaban contagiados con el virus. Lamentablemente, 5 días después su abuela falleció, a los 96 años.
Así como el 28 de diciembre vi partir a Marisela y al día siguiente a Elsa , la noche del 30 de diciembre vi llegar a Gisela*, de 73 años, y a Marta*, de 54 años.
Gisela se sentía cansada y le costaba caminar para ir al baño, mientras que Marta, hipertensa, diabética y obesa, le costaba hasta respirar.
A las 11:00 p.m., vi a Gisela sentarse en la cama y entre lágrimas nos confesó que su madre murió de Covid-19 en noviembre y “hoy, horas antes de que yo ingresara aquí, falleció mi hija, abogada y de 51 años, también por coronavirus”.
Silencio total. Sentí que mi corazón se arrugaba como una pasita y solo pude decir lo siento tanto, mientras veía caer sus lágrimas.
Increíble, no podía abrazarla. Aunque todas teníamos mascarilla, no estaba permitido, ya que hacerlo era violar las medidas de bioseguridad.
Más tarde, dos enfermeras se plantaron frente al monitor de Marta, porque a pesar del oxígeno que le suministraban por cánula su saturación no subía. La preocupación en sus rostros era notable.
En cambio yo tenía ya día y medio sin oxígeno, lo que me acercaba cada vez más a que fuera dada de alta. Primero fueron 4 horas sin oxígeno y 4 horas más con él, y así iba intercalando hasta tener un día completo sin la cánula.
Tenía que hacer ejercicios respiratorios a cada rato con otro nuevo amigo: el triflo. Un aparato (espirómetro) útil para realizar respiraciones profundas que fortalecen la musculatura de los pulmones.
Y como dije anteriormente, permanecer sin oxígeno era la gran prueba. La mañana del 31 de diciembre, último día del difícil 2020 y a pocas horas del nuevo año, pasó la doctora de turno y desde el ventanal, para no entrar al cuarto y tener que realizar todo el proceso de descontaminación que hace el personal cada vez que sale de las salas Covid, me dijo que era excelente que en la noche no necesitara usar el oxígeno. “Te veo saliendo hoy”, expresó sonriente.
La verdad es que quería recibir el Año Nuevo en mi casa y no en un hospital. A las 12:25 p.m., cuando el médico a mi cargo me dio de alta, solo pude pensar: “Dios es bueno y misericordioso”.
Luego de ocho días hospitalizada, comencé a empacar, por una parte feliz, pero por otra preocupada por Lissette, que seguía con el alto flujo; por Gisela, que no quiso hablar con el psiquiatra, y, sobre todo, por Marta, quien no mejoraba ni un poco. Lamentablemente, ella murió al día siguiente, minutos después de que le informaran que iba a ser intubada. Aun no puedo olvidar su preocupación, porque sus hijos y padres también se habían contagiado del virus.
Y es que no importa si tienes días u horas de conocer a tus compañeras de hospital, ellas se convierten en tu familia y sobre todo en tu apoyo más cercano en la lucha contra el SARS-CoV-2.
Todo el apoyo que reciba un paciente de Covid-19, sea de la familia, amigos, vecinos y compañeros de trabajo, es la fuerza que se suma al coraje de la persona para superar la enfermedad.
Como también lo es el buen trato de los médicos, enfermeras y técnicos en enfermería, que hace la estancia hospitalaria más llevadera, como me sucedió en el Hospital Modular, donde me tocó ver a galenos y “misses” doblar turnos debido a que en el mes de diciembre hubo una “crisis” de profesionales de la salud.
A las 5:00 p.m., cumplí lo que tanto visualicé por días. Salí feliz y curada rumbo a casa. Agradecida con mi familia y amigos, con los profesionales de la salud que me atendieron, pero sobre todo con Dios, por darme la oportunidad de seguir con vida y derrotar al indeseable bicho que llegó a China en diciembre de 2020 y a Panamá hace un año, para cambiarnos la vida a todos.
Quedaron secuelas en mis pulmones, por lo que seguí un tratamiento y aún sigo con el triflo, pero esa ya es otra historia.
(*) Se cambiaron los nombres de las pacientes para reservar su identidad.