Sandy Chuga salió de Ecuador en busca del sueño americano como parte de una familia de cinco, con sus dos padres, su hermana más grande y un hermanito más pequeño. Era enero de 2023. Querían encontrar un rincón sin muerte, con algún trabajo que les permitiese comer, comprar algún terrenito, vivir en paz. Pero los planes se alteraron y, dos meses después, Sandy regresó a Ecuador siendo huérfana y hermana mayor.
A comienzos de 2023 la familia Chuga era mamá Blanca, papá Miguel Ángel, la hermana mayor Nicole, de 18 años, el menor Justin, de diez, y Sandy de 16 -la del medio. Durante un mes atravesaron pueblos de montaña y ciudades que jamás habían visto hasta llegar al último rincón de Colombia, donde las rutas desaparecen en la selva imposible del Tapón de Darién. Por los siguiente diez días, arrastraron los pies por una trocha fangosa de cien kilómetros, esquivaron animales salvajes y criminales, cruzaron ríos torrentosos.
Cuando al fin entraron a la Estación Migratoria de Lajas Blancas, Panamá -un campamento donde los migrantes son custodiados por autoridades y quedan “de facto privadas de la libertad”, según Naciones Unidas (ONU)-, Sandy no podía dormir por las pesadillas. Lo que vendría sería aún peor.
El martes 14 de febrero al final del día subieron a un bus con 66 personas más.
Como todos los migrantes que llegan al istmo a pie desde Colombia, van a una de las tres estaciones de recepción migratoria (ERM), son atendidos por médicos y, luego, deben tomar un bus que por $40 los trasladó hasta la frontera de Costa Rica, para que siguieran viaje hacia el norte. A esto el gobierno de Panamá lo llama “flujo controlado”: el encierro y la vigilancia de los migrantes, con el fin de que no se queden ni circulen libremente por Panamá.
A la madrugada del sábado 15, cuando estaba a punto de llegar a destino, el bus dio un sacudón. “Agárrense que nos vamos”, avisó el conductor.
Mamá Blanca abrazó a Sandy. Papá Miguel gritó. Nicole agarró el asiento. Los tres murieron en el momento. Sandy, de 16 años, y Justin, de diez, quedaron solos y heridos.
Desde el 1 de enero hasta el 4 de diciembre de 2023, 500 mil 330 personas cruzaron el Tapón de Darién, el doble que en 2022, según las autoridades de migración. La tercera parte son niños, niñas y adolescentes que llegan atormentados por la experiencia extrema de cruzar a pie la trocha donde no hay caminos ni ley.
A pesar de los riesgos, en los últimos años la cantidad de migrantes se ha multiplicado por 15.
Hay quienes no lo logran porque mueren en el camino. Quienes sí lo consiguen, quedan en las ERM, donde son expuestos a otros tormentos.
“El personal del Servicio Nacional de Migración y del Senafront habría solicitado intercambios sexuales a las mujeres y niñas alojadas en la ERM que carecen de dinero para afrontar los costes del transporte”, indicó un documento hecho por la Relatoría Especial sobre los Derechos Humanos de Naciones Unidas en 2023. Lo hacen, según el informe, “con la promesa de permitirles subir a los autobuses coordinados por las autoridades panameñas para que puedan así continuar su viaje”.
Organizaciones de activistas han denunciado que los autobuses operan en esta ruta sin las medidas de seguridad necesarias. La familia Chuga sorteó los peligros de la selva imposible de Darién, pero no los de la ruta hacia la otra frontera.
Sandy recuerda la caída al vacío y el grito de “agárrense que nos vamos” del conductor. También ver a su papá sentado y herido tras la caída del vehículo a un precipicio, que iba a tal velocidad que se salió de la vía y cayó varios metros abajo sobre la montaña rocosa que abrazaba esa calle. Después: todo en blanco.
Al día siguiente, despertó con las piernas rotas en la sala de emergencias del hospital Rafael Hernández de Chiriquí.
“¿Qué pasó? ¿Y mi mamá?”, preguntó sin entender nada a la enfermera Margine Serrano, que la miraba parada al borde de su cama.
Margine no sabía qué decir, porque no sabía: todo era caos y urgencia.
Ese día cerraron la sala de emergencia para dedicarse solo a las víctimas del accidente. En una ronda, Margine vio a Sandy “muy golpeada”, le preguntó el nombre y cómo se sentía. Sandy no podía hablar, solo lloraba. Al verla sola y desesperada, Margine se prometió cuidarla como si fuera su hija.
“Seguí viéndola todos los días, le dije que tiene que seguir adelante por ella y por su hermanito”, contó Margine.
Algunos de los 36 sobrevivientes fueron llevados a hospitales locales. 42 murieron en el acto.
La emergencia activó un protocolo para el cual ninguna de las instituciones relacionadas a la migración estaba preparada, ni siquiera las internacionales. Muchos hijos, como Sandy, quedaron sin padres o mayores a cargo.
Unicef puso en marcha a sus gestores para ubicarlos junto con la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Senniaf). Entre ambos hicieron un genograma con quienes iban en el autobús, lo cotejaron con la información de las ERM de Darién y con los que quedaron en el albergue para buscar a sus familiares desaparecidos.
Fue el accidente automovilístico con más víctimas fatales en Panamá hasta ese momento. En pocos días se cumple un año, pero aún no hay un informe oficial público por parte de las autoridades que revele qué fue lo que pasó.
¿Cómo le cuentas a una hija que en el futuro no habrá sueño americano, ni trabajo, ni paz, como prometía la travesía migrante? ¿De qué manera le dices que en ese futuro ya no estarán mamá Blanca, papá Miguel Ángel y la hermana Nicole?
Durante un mes, desde el día del accidente hasta que estuvo curada, en el hospital Sandy fue amorosamente cuidada por Margine y acompañada por el psicólogo Nick Villarreal. Ninguno podía contarle sobre la suerte de su familia, aunque Sandy preguntaba todos los días por ellos.
Para Nick, esa fue la parte más dura del acompañamiento: “Empezamos a enterarnos pero no era a nosotros a quienes nos correspondía decirle que había perdido a sus padres”, dijo.
A los pocos días de conocerla, sin embargo, pudo darle una noticia que la animó: Justin, su hermanito, estaba en otro hospital recuperándose de un trauma craneoencefálico. Los hermanos empezaron a hablar por videollamada, sin conocer el paradero de los otros miembros del clan familiar.
“Pasé un mes en el hospital sin saber nada. Rezaba todas las noches para que estuvieran con vida”, escribió Sandy en el diario de viaje.
La encargada de contarle lo que pasó fue la abuela María, quien viajó para despedirse de su hija Blanca, su yerno y una de sus nietas, y encontrarse con los dos hospitalizados para llevarlos a vivir con ella a Ecuador. Ni bien la vio, Sandy la abrazó y, por primera vez desde el accidente, se desplomó.
“Mija, ¿está preparada para escuchar lo que le tengo que contar?”, preguntó la abuela María cuando Sandy logró calmarse.
“Dígame que están vivos”, le respondió Sandy.
“Lamentablemente no. Están en el cielo junto a tu hermana”, dijo la abuela María.
Sandy apuntó la escena en el diario: “Yo lloré, deseaba que fuera un sueño. Todo se me vino encima. Lágrimas, tristeza, pena, dolor. Fue una travesía muy dura”.
Unos días después, Sandy salió del hospital rumbo al albergue Medalla Milagrosa en David. Justin demoró unos días más en ser dado de alta. Cuando los hermanos se encontraron, se abrazaron como si el mundo fuese a terminar. Sabían que sus vidas nunca más serían las mismas.
Cuando no escribe, Sandy escucha música, juega con su hermanito y se toma fotos con las amigas.
Un día de 2023 atiende el teléfono y cuenta que también le gusta dibujar. La casa de la abuela es humilde, pero tiene espacio suficiente para sus lápices, cuaderno y el diario que hojea cuando está triste.
En ese diario, Sandy apuntó todo sobre el recorrido más duro de su vida.
Que su hermana Nicole lloró mientras atravesaban la selva del Darién, que se abrazaron cuando el río creció, que se quedaron sin dinero y sin comida, que escuchó almas en pena mientras durmió a la intemperie. También lo que ocurrió después: los gritos, las chispas en las llantas del bus, el “hasta aquí llegué” que pensó y la “muy fea” travesía en ambulancia con la angustia de no saber de sus padres. El dolor en la cabeza, el ardor en las piernas, los huesos rotos.
Ahora lee una página en voz alta: “Soy Sandy Chuga, ecuatoriana de corazón. Con mi familia tuvimos un sueño y partimos. Salimos de casa un sábado; estábamos felices y tristes a la vez. Mis hermanos y yo nos despedimos de toda mi familia, lloramos, nos abrazamos, y mientras mi mamá daba su último abrazo a mi abuelita, le dijo que íbamos por ese sueño”.
Hoy Sandy sueña con ser enfermera como Margine. Quizás doctora. Estudiar, graduarse y hacer todo por su hermanito, para que sus padres se sientan orgullosos de ella y, desde donde estén, vuelvan a abrazarla.