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Gente de agua

En el marco del Festival Centroamérica Cuenta, celebrado en Panamá en mayo pasado, varios autores escribieron crónicas sobre su paso por el país. Esta es la segunda de ellas.

Gente de agua
Colaboradores de la esclusa de Pedro Miguel realizan sus faenas diarias .Cortesía de la Autoridad del Canal de Panamá.

La primera gran lluvia, tras un largo verano cortesía de El Niño, me sorprendió en el supermercado mientras escogía los tomates.

Me fue arrullando un canto antiguo y maternal, que fue in crescendo hasta silenciar la música genérica, los gritos de los niños, el zumbido de las neveras. En minutos, el estruendo del agua golpeando con furia el techo de zinc llenó el espacio.

Algunos marchantes cruzaron miradas, otros rezongaron previendo las complicaciones del manejo bajo el aguacero y alguien preguntó, con asombro antinatural: “¿Eso es lluvia?”. Solo yo sonreí, feliz y triste al mismo tiempo. Pocos sonidos me provocan esa sensación de regreso al seno materno, esas ganas de estar en cama, acurrucada.

Sabiendo que tenía que escribir esta crónica, había estado esperando ese momento para poder vivirlo con atención y así relatarlo. Soñaba con que el aguacero me encontraría en mi casa, donde vería las grandes gotas hacer carreritas sobre los vidrios de las ventanas, con mi libreta de notas en una mano y un café en la otra. Pero, en un giro del destino tan prosaico como tropical, la primera lluvia me agarró haciendo la compra. Para eso también nos prepara el trópico: para esperar lo inesperado y no dar nada por sentado.

“¿Irá a llover?”. En Panamá, esa pregunta hace que todos miremos hacia el cielo, tratando de interpretar las omnipresentes nubes. Mis dos respuestas favoritas son “este sol es de agua” y “el cielo está puesto”. ¿Cómo explicar estos dos conceptos intrínsecamente tejidos con nuestra forma de ver el mundo? Un sol de agua es un sol ardiente, picante, que levanta la humedad y anuncia una lluvia vespertina. Un cielo puesto indica nubes cargadas pero luminosas, como si el cielo no quisiera revelarse o como si estuviera ocultando algo. Tal vez el lenguaje también se rinde ante esas nubes gordas y ese sol imposible. Desde un bajareque hasta un buen palo de agua, nuestro español de Panamá pasa por innumerables conceptos relacionados a la lluvia, al sol, a la humedad, a la temperatura. Viajamos por la carretera del pensamiento trepados en el carro de las metáforas, los símiles y las hipérboles como si tuviéramos que inventar palabras para nombrar lo conocido.

Gente de agua
Las señoras Juana Camargo y María Pineda, del movimiento Creación de huertos familiares y comunitarios para autoconsumo y generación de Ingresos de subsistencia. Foto: Edward Ortiz.

Nuestras dos estaciones, seca y lluviosa, son tan frontales y poco imaginativas como sus nombres. En la temporada lluviosa, llueve; en la seca, no. Eso es todo. La estación seca es corta y maravillosa, tres meses de sol y brisa veraniega que coinciden con las vacaciones escolares y que la mayoría usa para disfrutar en las playas o el campo. El resto del tiempo llueve. Punto. Bienvenidos al trópico. La lluvia, un buen aguacero, es una buena excusa para cualquier cosa. Para llegar tarde al trabajo, para no asistir al colegio, para cancelar una función social. En verano hay que ir a todo y nos lo tomamos muy en serio. Pero incluso ante la perspectiva de nueve meses de lluvia e incertidumbre, esas últimas semanas de verano siempre tienen un sabor a añoranza, a cansancio ante esos días soleados y calientes. Extrañamos la lluvia, somos gente de agua.

Hace millones de años, aún se discute si tres o veintitrés, el istmo de Panamá emergió de entre las aguas, separando los océanos y uniendo los continentes. Las consecuencias de este terrible evento geológico fueron enormes: el clima del mundo se modificó tras la creación de la Corriente del Golfo; la fauna y la flora cambiaron, pues se favoreció la migración de plantas y animales entre las masas continentales y, finalmente, se creó un puente de tierra para que el hombre encontrara nuevos sitios donde establecerse. Igual que un ser humano, Panamá, al nacer, dejó su cómoda existencia en un ambiente líquido para empezar la vida al sol. La tierra parió al istmo de entre las aguas y, en un apego prenatal, el

istmo sigue persiguiendo a las aguas. Siglos después, la tierra hubo de dividirse una vez más, para volver a unir océanos y separar los continentes, con la construcción del Canal.

Si redujéramos a su mínima expresión el ethos del panameño tendríamos que mencionar la ruta y el agua. La ruta ha sido nuestro sino desde que cruzaron los primeros hombres; por aquí pasaron las riquezas americanas rumbo a Europa, pero también pasaron los libros, los instrumentos musicales, los santos que venían a adornar las iglesias. Años después, cuando América del Norte aún resultaba terriblemente extensa para las caravanas, nuestro ferrocarril acortó el viaje de aquellos que caían presos de la fiebre del oro. Ruta y agua se conjugan en esa maravillosa obra del ingenio humano que es nuestro símbolo nacional y que nos tomó casi cien años recuperar: el Canal de Panamá. Hoy, la ruta y el agua nos hacen testigos de la tragedia humana: casi un millón de migrantes atravesando el indómito Darién, con la esperanza de llegar a los Estados Unidos.

Ese constante ir y venir de gente, de mercancía, de dinero, de ideas, ha tenido un impacto en nuestra cosmovisión, en nuestra forma de ver la vida. Por aquí, todo pasa y nada permanece. Igual que vemos el agua correr desde las montañas hasta los océanos, nos sentamos ante la historia a mirarla pasar con una conciencia absoluta de que Heráclito tenía razón y nunca podremos bañarnos dos veces en el mismo río. Navegamos por nuestra historia con los ojos puestos en el horizonte, hacia la desembocadura en el mar, nunca hacia el ojo de agua del que venimos.

Acostumbrados a las pisadas de los viajeros, a las despedidas, a echar raíces en el borde del camino, adoptamos otra cualidad del agua: tomamos la forma del recipiente que nos contiene. Nos adaptamos a las grandes crisis y, cuando salimos, nos sacudimos el polvo de la solapa, nos ponemos de pie y volvemos a mirar el horizonte. El que mira atrás se convierte en estatua de sal.

Recurro a la memoria para terminar este texto: tengo cinco años y repaso, con la yema del índice, unas letras plateadas que quedan a la altura de mis ojos: BUICK. El carro de mi abuelo Claudio es azul cobalto, con infinidad de brillitos que destellan bajo el implacable sol de agua panameño. Él era historiador y dedicó su vida a preservar la memoria, a luchar contra ese no querer mirar hacia el ojo de agua del que nacimos. Mi abuelo conocía el nombre de los ríos y su ubicación y podía hablar sobre cualquier evento histórico, citando fechas, causas y consecuencias. Lo recuerdo parado a mi lado, ante al estacionamiento donde su carro azul servía de refugio al Tinto, el perro mestizo de su casa, que brillaba engastada como una piedra preciosa en lo alto del barrio de Miraflores. Me pide que ponga atención, que observe y escuche. A lo lejos se empieza a oír un ruido, como un tren que se acerca. Poco a poco el sonido crece, parece que el barrio estuviera irrumpiendo en aplausos. De pronto me señala unas calles a lo lejos: ahí viene la lluvia. Ya huele a tierra mojada, ya se siente el agua en el aire. En segundos caen frente a nosotros las primeras gotas, grandes y tibias. El ruido arrecia, la lluvia cae con fuerza un rato y, así como vino, se va.

Tal vez el ser paso, el recibir viajeros nos promete cada día una novedad y por eso estamos siempre a la expectativa de lo que viene. Pero tal vez el agua nos obliga a poner atención y a observar. Mi abuelo siempre miró hacia adelante, pero también hacia atrás, hacia la memoria. Y tal vez la mejor manera de unir estos conceptos, la ruta, el agua, la memoria sea a través de la literatura.


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