La Asamblea, las personas sin hogar y las vallas de la muerte

La Asamblea, las personas sin hogar y las vallas de la muerte


El sábado 30 de julio el albergue San Juan Pablo II amaneció con la rutina de todos los días. Antes del amanecer, los residentes despertaron. A las 6 comenzaron a bañarse, ayudados por quienes los cuidan. Pasadas las 7, ya estaban en la mesa listos para desayunar. Lo que ocurrió después, no había pasado nunca.

Benjamín Santamaría Jurado embuchaba pan, queso y té cuando se atragantó. En el hogar llamaron a una ambulancia y apuraron los primeros auxilios. La ambulancia avanzó como un disparo en dirección al barrio Santa Ana. Tomó la calle K pero no pudo pasar: una valla bloqueaba el paso. Intentó dar la vuelta por otra y tampoco: más vallas. Benjamín, con los ojos amarillos, agonizaba. Los médicos dieron vueltas, pero era imposible: vallas por todos lados, fijadas con cadenas de vereda a vereda y muy pesadas como para pasarlas por encima. Decidieron arriesgar en contravía para salvar la vida de un hombre alegre y golpeado de 78 años. Cuando estaban por llegar, ese hombre murió asfixiado.

“Hubiésemos podido salvarle la vida si esas vallas no nos hubiesen retrasado”, dijo Reymar Alvarado Vega, el médico de urgencias que iba en la ambulancia.

A principios de julio la policía desplegó cientos de vallas en los alrededores de la Asamblea Nacional por la avalancha de protestas contra el costo de vida y la corrupción. Desde el albergue pidieron muchas veces que las quitaran: allí viven personas mayores, con episodios de urgencias médicas y que deben acudir a citas para controles, pero nadie los escuchó. Quedaron encerrados por un mes.

La tragedia es un acontecimiento más en la carrera de la actualidad. La Defensoría del Pueblo denunció hace tiempo la falta de políticas públicas y programas sociales para atender a la población de personas mayores en hogares. La Asamblea lleva un año sin tratar un proyecto de ley para resolver eso. Quienes iban en la ambulancia para atender a Benjamín, dicen que eso pasa siempre y que cuando no son las barreras de la Asamblea, son los retenes de la policía quienes les impiden avanzar.

“No se ocupan de la gente abandonada, no colaboran con quienes nos ocupamos y encima, nos ponen palos y vallas”, dijo el director de la red de centros San Juan Pablo II, Ariel López, la mañana del lunes 1 de agosto, con la cara hinchada en un llanto de impotencia y tristeza.

A pocos metros suyo, las vallas seguían bloqueando las calles, en una muestra de la prepotencia y la indiferencia del Estado para con los descartados de siempre.

Ni agua

Las vallas más famosas de Panamá son 27 mil, costaron $1.5 millones y las compró el gobierno para franquear el paso del Papa Francisco durante la Jornada Mundial de la Juventud. Después, quedaron abandonadas entre la maleza de un terreno del proyecto inmobiliario Metro Park. A los seis meses, la policía les encontró otro uso: bloquear el edificio de la Asamblea, ante las cada vez más frecuentes protestas.

Ahora alejan a ciudadanos de sus representantes y sitian ambulancias, pero no logran ocultar a quienes deambulan con sus casas a cuesta en los alrededores del edificio. Como las manifestaciones, también son cada vez más.

Durante la pandemia la pobreza aumentó, la inflación creció y más personas quedaron en la calle. No es posible saber cuántas son -¿500? ¿más de 1,000?-, porque el Estado no las cuenta. Una vuelta por los puentes que bordean el edificio legislativo, las muestran como parte del paisaje.

En Panamá, gozan de mala fama. El código administrativo las define como “vagos”, “ebrios” y, cuando es en femenino, “mujeres de la mala vida”. También es usual que las asocien a las drogas. Si se las mira de cerca, tienen vidas muy distintas entre sí aunque compartan la falta de toda esperanza.

M., una mujer flaca que no conoce de fechas, es una de ellas. No recuerda cuándo fue que la calle se convirtió en su hogar, pero sí que antes de eso soñaba con lo mismo que casi todos los chicos -crecer, trabajar y, con el dinero, decidir dónde vivir y con quién, si pedir pizza o cocinar-. El destino le llevó la contraria y la mantuvo en una secuencia de hombres violentos y abandonos, hasta dejarla debajo de un puente cerca de la plaza 5 de mayo.

“Es una condición de extrema vulnerabilidad, al que las personas llegan por fallas estructurales y en la que no tienen acceso a derechos humanos básicos”, dijo el diputado Gabriel Silva. Vivir en la calle puede provocar cosas como desnutrición, problemas de salud mental, drogadicción y genera 17 veces más posibilidades de ser víctima de violencia física o sexual, según la organización británica Crisis.

A mediados de 2021, Silva presentó un proyecto de ley que busca crear políticas y un programa para la “atención integral para personas en situación de calle” a nivel nacional. La iniciativa aún no llegó al recinto.

En lo que va de 2022, los diputados gastaron más de $200 mil en comidas -platos en restaurantes caros, coffee break y almuerzos para los días de sesión o reuniones-, según los actos publicados en el sitio PanamaCompra. A quienes sobreviven a pocos metros de los despachos donde engullen esos banquetes, no les llegan ni las sobras. “Ni agua”, dijo M., a un costado de una fila de vallas amontonadas.

Abandono

Tras la muerte de Benjamín, ningún representante de gobierno llamó al centro San Juan Pablo II para ofrecer ayuda o simplemente solidarizarse. “Ni de la Asamblea, ni de la policía, nadie”, dijo Francisco de León, un psicólogo de 25 años encargado del hogar, la mañana del jueves 4 de agosto.

“Judy Meana nos respondió por Instagram”, bromeó Francisco, en alusión a la vicealcaldesa de Panamá. “Lo único que hizo el alcalde Fábrega fue quitarnos el subsidio que recibíamos ni bien asumió”, agregó Ariel.

Un acuerdo municipal estableció en 2017 que el municipio debe crear y coordinar “las acciones que permitan a las personas en situación de calle su integración y reinserción al hogar y la comunidad”. Pero la alcaldía juega al meme del hombre araña: señala a otros.

La Prensa consultó a Meana a cuánto asciende la población en situación de calle; respondió que es la Contraloría quien debe dar esa información, porque censa. El estado de salud o la coordinación de la atención de quienes viven en albergues, es cuestión del Ministerio de Salud. Que se destine el 30% de los dólares incautados por narcotráfico a la asistencia y prevención de la drogadicción, como dispuso una modificación a la ley 23, de los ministerios Público, de Economía, Desarrollo Social y la Asamblea. Impedir que una valla bloquee la calle de un albergue con personas de riesgo, de la policía.

“Nosotros solo abrimos expedientes a casos atendidos”, dijo Meana a La Prensa. También dijo que construirán un albergue, pero no sabe cuándo.


El panorama no es muy diferente en otros organismos públicos con competencia en el asunto.

Un informe de la Defensoría del Pueblo publicado en mayo de 2021, mostró que la mitad de los 75 centros del país no tienen certificación oficial para operar. ¿La causa? Los certificados que exige el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) -casi siempre de otras dependencias estatales como Bomberos- demoran, son caros y, cuando los centros consiguen tenerlos, ya no sirven: hay que presentarlos cada año. Tampoco “hay coordinación de instituciones públicas de salud para atender a las personas mayores”.

La mayoría de los centros de acogida, como el San Juan Pablo II, contratan servicios de salud privada.

“Cada institución tiene su competencia”, dijo la coordinadora nacional de adulto mayor del Mides, Irasema Rosas. Y agregó que aunque en la capital la competencia es del municipio, el Mides acaba de crear “una comisión para convocar a ministerios, municipio y academia y así evaluar y dar respuestas”.

La Prensa consultó a una decena de personas involucradas en el funcionamiento de albergues y el trabajo con quienes no tienen hogar ni derechos. Todos coinciden en que esa manía de marear, terminó en esto: el Estado deja a las personas sin hogar descartadas, a merced de la caridad.

Dependen, en definitiva, de la generosidad o la vocación de gente como Ariel o Francisco, ayudados a su vez por otra para cuidar de quienes terminan sin nada ni nadie, como Benjamín.

La despedida

La policía quitó las vallas que encerraron por un mes al San Juan Pablo II la tarde del lunes 1 de agosto, justo cuando despedían a Benjamín frente a ellas.

“¿Por qué no vinieron antes de que se muera?”, dijo uno de los residentes ante la interrupción. Después, siguieron.

En el albergue saben de Benjamín lo que su mente dañada y los registros oficiales permitieron conocer: nació en Chiriquí, aportó por años a la CSS y vivió en la calle hasta la pandemia, cuando llegó al centro con una sonda.

Las fotos muestran que era flaco como una escoba y era una bolsa de sorpresas. Si llegaban visitas, las recibía con la exaltación de un niño. Si cualquiera ganaba en el bingo, lo celebraba como un gol de final de campeonato. Si le preguntaban por caballos, explotaba de emoción.

Hay algo que te hace anhelar la vida de la infancia cuando estás en la curva de salida. Los juegos, los olores de la olla y las manos de mamá; esa seguridad que da estar rodeado de cosas familiares. Benjamín había olvidado mucho de su pasado, pero hablaba sin parar de los caballos y los campos chiricanos en los que sembraba alguna cosa.

A esos recuerdos se aferró en un final que, para quienes convivían con él, iba a llegar indefectiblemente pero nunca imaginaron así: asfixiado porque unas vallas que pretendían proteger a los diputados de los ciudadanos en la Asamblea, impidieron el paso de la ambulancia que podría salvar a un hombre alegre y golpeado de 78 años.

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