Desde el anonimato, 8 panameños testifican sobre sus consecuencias por no recibir formación sexual integral cuando eran niños. Son historias vitales, por momentos trágicas, y algunas veces con consecuencias definitivas. Ilustran el flagelo de la ignorancia.
—I—
Soledad nunca habló de sexo con sus padres. Con su papá menos porque cuando ella tenía ocho años, él se fue con una de sus otras dos familias. La mamá apenas si la amenazó de que no se arruinara la vida con un embarazo. Y nada más.
Aprendió por su cuenta. A los 14 años tuvo su primera relación sexual. Su novio tenía 18 años. El plan original consistía en que perdieran la virginidad en la noche de bodas. Las caricias y los besos destruyeron aquel plan. “Se sentían bien”, recuerda Soledad. Ninguno de los dos sabía bien qué hacer. Su única referencia: películas pornográficas. No usaron preservativo.
Ella no pudo dormir esa noche. Tuvo pesadillas. Estaba segura de que quedaría embarazada. A la mañana siguiente, fue a una farmacia y pidió la pastilla del día después. Estaban agotadas, así es que le ofrecieron una inyección. Ella la compró y la usó por su cuenta en el baño de su casa. El brazo le dolió como por una semana.
Después de aquel novio, siguieron varias relaciones más. Todos mayores de edad. Algunos, profesores de la escuela.
A los 17 años y vestida con uniforme de escuela pública, Soledad reconoce que tuvo un problema de afectividad. Que ganó afecto con el sexo como moneda de curso legal. Pero igual ella nunca quiso corresponder el sentimiento. “No demuestro lo que siento. Soy fría y no los trato bien. Al menos no como quiero que me traten”, dice.
No sabe por qué se comportaba así. Quizás fue por la figura masculina que su mamá le inculcó durante años, hablándole mal de su papá y de todos los hombres.
La psiquiatra Juana Herrera afirma que la baja autoestima es común en estos contextos. “No hay respeto por el propio cuerpo ni por las normas. Hay falta de autoestima y de seguridad. Al principio es interesante, pero después no; como cualquier otra adicción, que sabes que te causa daño, pero no puedes parar”, explica.
Llegó un punto en el que Soledad no pudo más y buscó tratamiento. “Me han enseñado a respetarme, a saber que antes de querer a alguien me tengo que querer yo misma”.
Soledad
En ese proceso, se convirtió en capacitadora en la Asociación Panameña Para El Planeamiento De La Familia (Aplafa). “No hay nadie que no sepa qué es un condón, pero no lo usan. La autoestima es tan baja, que necesitan el sexo para sentirse bien”.
Soledad piensa que falta conversar sobre educación sexual. No solo para aprender sobre sí mismo, sino sobre cómo comportarse con los demás. “Cuando una joven va a pedir una cita con el ginecólogo, se le quedan viendo como si estuviera embarazada o con alguna enfermedad. Es muy incómodo”.
Cree que en temas de sexo, cada uno juzga desde su realidad. “Uno no puede pensar que su realidad representa la de toda la sociedad panameña. Eso no funciona así”, dice. Y se levanta apresurada. Sonó el timbre en el colegio y tiene que asistir a sus clases.
—II—
Inocencio dice que lo violaron a los 5 años. Un primo, de 14, lo invitó a jugar a su casa que era justo al frente de la suya, en San Miguelito. Recuerda poco de aquel momento, solo que todo comenzó como un juego divertido y secreto. Creyó hasta los 12 años que aquella tarde no había tenido nada de malo.
“Lo había apartado de mi mente. Es algo doloroso y ese es como un sistema de defensa”, cuenta Inocencio, ahora de 18 años. Viste una camiseta de Star Trek, zapatillas de Star Wars, usa gafas y no sostiene la mirada cuando habla de aquella tarde sin fin.
Durante años siguió viendo a su primo, que era su familia y su vecino. Nunca cruzaron más palabras que las de hola y adiós. Hasta que su primo se fue de la casa hace unos años. Nadie sabe qué fue de él.
Inocencio jamás les dijo a sus padres sobre los juegos con su primo. Tenía miedo. Por un lado, su abusador lo amenazó para que no le contara a nadie. Por el otro, ese tema era ajeno con sus padres y por ende desconocía su reacción. Su padre era machista y tenía temor de que él pensara que su hijo varón era homosexual y lo golpeara. No fue hasta el año pasado cuando le contó a su mamá. Lloraron juntos por horas. Su papá nunca se enteró: murió hace dos años.
Recuerda Inocencio que solo una vez habló de sexo con sus padres. Una tía había quedado embarazada y él preguntó sobre el tema. Solo hubo silencio. Poco días después, le regalaron un libro grueso sobre educación sexual. No lo leyó. “
Inocencio
”, asegura.
El abuso lo cambió, afirma. “Es una cadena y puedes convertirte en abusador. Tuve esa confusión y la afronté solo. Por suerte no me convertí en un abusador, solo soy una víctima”. A Inocencio le hubiese gustado que alguien le hablara de ese “tabú” en la escuela. “He visto muchos casos de los que no se sabe nada. Si se toca ese asunto en las escuelas, los niños se harán más conscientes del peligro alrededor y se rompe la cadena. Porque muchos se vuelven abusadores cuando crecen”.
Las estadísticas indican que cada vez son mayores las posibilidades de tener a estos abusadores en la sociedad. En total, se registraron en Panamá 5 mil 403 casos de abusos a menores durante 2015, entre los que se incluyen varios delitos por pornografía infantil y por actos sexuales.
En Panamá Oeste, por citar una zona, hay constancia de 39 violaciones a niños de entre 3 y 6 años en 2015. En lo que va de este año, ya son 36 casos. Los victimarios, en su mayoría, tienen entre 14 y 17 años, y también fueron víctimas.
Se calcula que estas cifras son insignificantes. Lo dice el propio Inocencio: “Eso pasa muy seguido, pero las estadísticas no lo cuentan porque a las víctimas les da pena hablar”. Casi nadie pregunta, tampoco.
—III—
Pantaleón y su esposa se enteraron de que ambos eran portadores de VIH unas semanas antes de convertirse en padres. Tenían poco más de 20 años y fue en uno de los exámenes de rutina del embarazo, que hasta ese momento parecía inmejorable.
No hay forma de identificar quién contagió a quién, pero él estaba seguro de haber sido el primero. La depresión se esfumó después del parto, cuando la niña nació sana. Eso era lo más importante.
Pantaleón nació en Santiago de Veraguas. Es alto, delgado, tiene 24 años y estudió en un colegio público. Tuvo su primera relación sexual sin protección. Tenía 14 años; ella 18 años. Estaba nervioso, pues desconocía todo. No sabía qué era un preservativo o una pastilla anticonceptiva. Mucho menos usarlos.
Le gustó el sexo. Repitió varias veces con la misma chica. Todas sin preservativo. Desde entonces, Pantaleón calcula que tuvo unas 17 o 18 parejas sexuales. Recién a los 19 años se puso un condón por primera vez. No servía de mucho, pues al mismo tiempo tenía sexo con otras mujeres sin protegerse.
Nunca se enteró de los peligros de las enfermedades de transmisión sexual. Solo se preocupaba de no embarazar a nadie. “Mi abuela me decía que tuviera cuidado. Ni siquiera me explicó cómo evitarlo”.
Pantaleón se cuida ahora que conoce sobre el VIH. Advierte que a su hija le hablará de todo sobre la salud sexual. “Le hablaré de forma abierta, sin morbo. Que se dé cuenta de que esto no es un juego, que cada vez hay más jóvenes con VIH positivo”, asegura.
Sus cálculos son correctos. De acuerdo con uno de los últimos reportes del programa de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida (Onusida), en Panamá hay cerca de 17 mil personas con VIH. Casi la mitad opta por no recibir tratamiento.
Dora Estripeaut es doctora y directora del Departamento de Infectología del Hospital del Niño. Coincide en que hay mucho desconocimiento en las escuelas. Más aún en las públicas.
Explica que la mayoría de sus pacientes se enteran de que son portadoras del VIH en el último trimestre de embarazo o a punto de dar a luz. El hospital toma las medidas necesarias y evita que se contagien los recién nacidos. Los pocos que nacen con el virus son supervisados por los médicos mientras son niños. Sin embargo, en la adolescencia dejan de sentirse enfermos y no van más.
En la clínica no solo tratan recién nacidos en riesgo de contraer VIH, sino con sífilis congénita, una infección de transmisión sexual que la madre contagia a su feto y que lo puede llevar a la muerte. “Tenemos entre 40 y 60 casos al año”.
La doctora no entiende por qué aumentan los casos. “Es una enfermedad antigua. Hay tratamiento y es de fácil diagnóstico”. Los estragos de la ignorancia. Que lo diga Pantaleón.
—IV—
En el grupo de sus amigas, Virginia fue la última en perder la virginidad. Todas ellas de Soná, en Veraguas, y de 17 años. Ese día tan especial, Virginia invitó a su novio a la casa. No había nadie más, como casi todos los días: su papá vivía en otra casa, su mamá trabajaba hasta tarde y su hermana menor se quedaba hasta después del colegio.
No se preocupó por la posibilidad del embarazo. Sus amigas tenían sexo sin protección con frecuencia y ninguna había “metido la pata”.
Sabía poco del asunto. Su papá nunca le dijo nada sobre las consecuencias del sexo y su mamá solo le advirtió que tenía que cuidarse; no le explicó cómo ni con qué. La relación con su madre, incluso, era distante. Estaba mucho más apegada a su hija menor. En ocasiones, recuerda Virginia, le pedía que la abrazara rápido para que su hermana no se diera cuenta.
Por los próximos tres meses, Virginia menstruó. Pensó que había algo raro porque le duraba dos días y tenía mareos y náuseas. Pero igual se sentía tranquila. Confiada.
Al cuarto mes, nada; así es que se hizo una prueba casera de embarazo: positivo. Pensó en que su papá la iba a matar y que su mamá la iba a odiar. No pudo dormir por días.
Su novio fue la primera persona a quien le contó. Él era un muchacho de la capital, estudiante de un colegio religioso. Tenía familiares en Soná, así que pasaba algunas vacaciones en ese distrito. “Me dijo que tenía que abortar porque él tenía que estudiar”. Ella se negó, así es que él desapareció. Seis años después, Virginia aún no sabe dónde está el padre de su hijo.
La segunda persona en saber de las malas nuevas fue una prima, que después le contó a su tía, y ella a su hermana: la mamá de Virginia. Al principio su madre estaba dolida, pero después le dio su apoyo. Eso sí, Virginia sería la encargada de decirle al papá. “Él llegó a la casa a visitarnos y yo le entregué el examen. Me preguntó si eso era mío. Le contesté que sí. No dijo más nada, cerró la puerta de su auto y se fue”.
Virginia tiene ahora 23 años. Parece menor por sus facciones muy finas y su escaso maquillaje. Recuerda su embarazo desde el Centro de Gestión Local (Cegel) para el desarrollo sostenible de Soná, una pequeña organización no gubernamental cuya oficina está muy cerca del centro del pueblo.
Cegel capacita a jóvenes sobre temas sexuales y de género. Dicen que los índices de embarazos en adolescentes han disminuido desde el inicio de la labor de la oenegé, pero todavía falta. Las siete amigas de Virginia, quienes la llamaban “santita”, terminaron siendo madres antes o poco después de los 18 años.
La Asociación Panameña Para El Planeamiento De La Familia (Aplafa) intenta disminuir embarazos adolescentes con capacitaciones escolares. Samuel García, director regional de Veraguas, demuestra el valor de su trabajo: “Entre 2012 y 2015 disminuyó el número de adolescentes embarazadas por año de 27 a 6 en El Carrizal, de Soná; en la escuela en Rodeo Viejo, de 5 a ninguna. En Bahía Onda, de 9 a 2”, explica.
Pese al trabajo de Aplafa en Veraguas y en el resto del país, las estadísticas de embarazos en adolescentes aún son demoledoras. El Ministerio de Salud contabilizó 11 mil embarazos en 2015. Hasta mayo de 2016 se registró un aumento de 557 casos en comparación con el año anterior. Dicho de otra forma: 32 adolescentes al día quedan embarazadas en Panamá.
Muchos cargan con esta nueva responsabilidad. Otros prefieren deshacerse de sus recién nacidos. En los seis primeros meses de este año, por ejemplo, las autoridades han encontrado los cadáveres de 24 neonatos en el área metropolitana. Algunos en basureros, otros en baños de la terminal de autobuses.
Dice Virginia que a su hija le hablará del sexo y sus implicaciones. “Cuesta hablar de eso, pero hay que hacer un esfuerzo porque son vidas que cambian. Se debe dar educación sexual en las escuelas. Es muy importante”, advierte Virginia antes de irse; su niña de cuatro años y medio la espera en casa.
—V—
Serafín ama el café. Al menos eso es lo que dice su camiseta, en la que rechaza el sexo, las drogas y el rock and roll a cambio de una taza de esta bebida. Tiene 24 años, viste de blanco de pies a cabeza y es homosexual.
No siempre lo supo. Lo descubrió durante una adolescencia acompañada por una vida sexual prematura solo con mujeres. A los 12 años tuvo su primer encuentro sexual con una niña de 11 años que le gustó y a quien invitó a la casa. Vieron una película, se besaron, se abrazaron y se desnudaron. No usaron protección.
Serafín desconocía todo sobre temas sexuales. Sus padres nunca le hablaron de eso. Tampoco supo mucho por sus compañeros de clases. Acudía a una escuela rural de Veraguas, en la que todos los alumnos compartían la misma ignorancia. Un mundo de ensayo y error.
Siguió activo sexualmente hasta descubrir que las mujeres ya no le gustaban tanto como los hombres. Comenzó a sentirse inseguro, sucio y pecador. Su vida estaba mal, pensó, por lo que pedía perdón y rezaba todas las noches. Se sentía solo.
“No busqué apoyo ni nada. ¿Con quién iba a hablar? Nunca he hablado de nada de sexualidad con mi familia”, dice con las manos cruzadas, el pelo engominado y una mirada pudorosa.
Con el tiempo se aceptó tal cual es y decidió vivir. Entonces habló por primera vez con su madre y le contó que tenía una pareja del mismo sexo con quien se iba de la casa a vivir. Ella le gritó. Lloraron. Igual se fue. Tenía 18 años.
La pareja actual de Serafín es VIH positivo. En cambio, él no. Lo cuida, lo acompaña en el tratamiento y van a charlas de prevención. Dice que quiere estar con esa persona en las buenas y en las malas. Lo ha llevado a comer a la casa de su mamá. No le cuenta sobre su vida en pareja y ella tampoco le pregunta. Lo trata como a un amigo de su hijo.
Serafín es un chico afortunado, afirma el activista Ricardo Beteta, presidente de la Asociación de Hombres y Mujeres Nuevos de Panamá. Beteta cuenta que no todos la tienen tan fácil cuando se declaran homosexuales. “Muchos chicos incluso se suicidan”, advierte.
Enumera casos: un chico le dijo a su familia que era gay. Lo llevaron a una oenegé religiosa civil, en la que terminó siendo sometido a pruebas sexuales extremas.
Otro caso: dos jóvenes de 20 años estaban en un bar. De repente el dueño les dijo que no quería homosexuales en su bar. Llamó a la policía, se los llevaron, los detuvieron y los encerraron en el baño de la estación. Cada uniformado que entraba a orinar, les insinuaba actos sexuales.
Hace unas semanas apareció en televisión nacional una mujer que le pegaba con una sartén en la cabeza a su hijo de 12 años. “Mi dios me dio un hijo hombre”, repetía una y otra vez mientras golpeaba al pequeño.
Son historias recurrentes dentro de la comunidad homosexual panameña, explica Beteta. Son personas que viven solas su humillación, su lugar en la sociedad.
—VI—
Remedios dejó de estudiar por ser mujer. No porque ella quiso, sino porque su papá se lo ordenó.
Creció en Santiago, en un hogar con su madre, su padre y cuatro hermanos más. Terminó la primaria en un invariable primer puesto y se ganó una beca, pero a su papá no le hizo mucha gracia. Le avisó que eso de la escuela no era para ella y por ende tenía que quedarse en la casa para ayudar a su mamá a lavar, fregar, barrer, cocinar, hacer mandados; a destruir la vida que ella soñó.
Su mamá le dijo que no había vuelta de hoja, que había que respetar al hombre de la casa y que le tocaban los quehaceres.
En esos designios de obligatorio cumplimiento se encontró con una maestra que le ofreció un puesto como su asistente en la escuela. No era más para que siguiera en el colegio. Así terminó secundaria, aunque sabía que para estudiar en la universidad debía abandonar el hogar.
A los 17 años partió a la capital. Empezó su etapa metropolitana en Curundú junto a su hermano mayor. Estudiaba comercio y se ganaba la vida en un restaurante.
Tenía 24 años cuando se le atravesó un muchacho en Calidonia. Ella iba con unos paquetes y él apareció como un tropiezo más. Lo regañó. Pero luego se lo volvió a encontrar ahí mismo. Esta vez ella le dio su número de teléfono. Comenzaron a salir.
Después del cuarto hijo, se mudaron a la casa de la familia del hombre del hogar. Todo parecía ir bien hasta que él comenzó a trabajar en una cervecería. Perdió el empleo y perdió el control. Desaparecía por días y lo despedían de los trabajos. Remedios se cansó y lo abandonó. La familia de él, donde vivían, le insistió en que se quedara, que ellos impedirían cualquier problema con su exmarido. Y se quedó.
Siguió trabajando para mantener a sus cuatro hijos. Una noche volvió del restaurante y la familia estaba a la espera. Le dijeron que no podía ver más a sus hijos, que ellos se iban a encargar de los pequeños. Fueron a los tribunales y Remedios terminó pagando una pensión de $200 mensuales. El argumento se sustentó en que ella nunca estaba en casa, y que ellos, como familia del padre, tenían el derecho de criarlos.
Remedios buscó ayuda legal durante meses, pero nadie quería apoyar a una madre soltera sin recursos económicos. “Nunca dejé de pelear por mis hijos y ellos se dieron cuenta. Logré conciliar con la familia del padre de mis hijos y los recuperé”, cuenta Remedios en el Centro para el Desarrollo de la Mujer (Cedem), adonde llegó por consejo de una amiga y la orientaron para recuperar a sus hijos.
Sheila Ramos, directora de Cedem, considera que el caso de Remedios es lamentable, pero que al menos no hubo violencia. Que los golpes son usuales en este tipo de relaciones. Que los golpes son frecuentes cuando la mujer no admite las órdenes del hombre. Que los golpes son habituales muchas veces. Que la ideología de género se impone a sangre y fuego.
De acuerdo con las estadísticas, ser mujer es un peligro. Según la Defensoría del Pueblo, en 2015 hubo 20 mil 500 casos de violencia contra la mujer –57 al día–, y 29 feminicidios –su condena de género–.
Cedem, por ejemplo, ha atendido mil 214 casos de violencia en los últimos 20 años. Casi ninguna de ellas interpuso la denuncia. No se atreven, dice Ramos. Explica que es muy difícil romper el ciclo de la violencia doméstica. “Hay una construcción social de lo que debe ser la mujer y de lo que debe ser el hombre”, añade.
La mujer obedece al hombre y debe ocuparse del hogar. Nadie la educó. Remedios huyó para romper el ciclo. Muchas no escapan, sino que aceptan esas tareas; algunas –tantas– son asesinadas. Les toca por ser mujeres.
—VII—
Ernesto tiene 28 años y se ve a sí mismo como un líder, aunque no le gusta ese calificativo. Es ngäbe buglé, pero sus padres lo criaron en Cañazas, un distrito de Veraguas, a unos kilómetros de la comarca. Dice que desde muy pequeño iba a una iglesia de esa comunidad, y desde allí orientaba a la juventud de su distrito en temas sociales y de salud.
La primera vez que lo violaron tenía ocho años. Fue un familiar durante una de sus tantas visitas a la comarca. Tres años después, esa misma persona lo volvió a atacar. A los 15 años, cuando regresaba de un encuentro juvenil en Cañazas, tres muchachos borrachos lo agredieron carnalmente de nuevo. A los 18, otro familiar lo volvió a violar. Este último lo contagió del VIH.
Los abusos sexuales son frecuentes en las comunidades apartadas, como en la comarca o en Cañazas, dice Ernesto. “He visto a niños que fueron violados por sus primos, sus tíos, sus papás. Niños que no saben de nada y se dejan engañar por un confite, o por un vaso de leche. Hasta por un lápiz se dejan tocar. Luego les ofrecen más y más hasta que caen en ese juego”.
Años después, quedó preso. Lo acusaron de un delito contra la libertad sexual. Dice Ernesto que fue un caso inventado. Continuó con su labor comunitaria dentro de la cárcel. Aprendió sobre derechos humanos y el VIH, y compartió su aprendizaje con los demás reclusos.
Ya afuera de la prisión, trabaja de cerca con la Asociación Panameña Para El Planeamiento De La Familia (Aplafa) de Veraguas. Allí conoció a Nathaniel Tejedor, monitor del programa de jóvenes de la organización.
Tejedor entró en Aplafa siendo menor de edad. Una amiga lo llevó a capacitarse para darles conferencias a chicos de su edad sobre planificación familiar y responsabilidad sexual.
“Se debe hablar del aborto, la homosexualidad, el travestismo. Hay un tabú terrible, atroz, discriminatorio en estos temas”, dice.
No siempre tuvo tanta libertad para hablar. Es evangélico y durante mucho tiempo participó de forma activa en su templo. Intentó hablar de sexo, pero fue inútil.
Estaba a cargo de los adolescentes en los llamados grupos de célula. Se preparaba con parábolas, pero sabía que había que hablarles de otra manera. Lo censuraban. Se hablaba mucho de la parte represiva, de lo que no le gusta al señor, de la parte espiritual pero no de la social. “Nunca entendieron que somos parte de la sociedad, que vivimos en ella, que no podemos encerrarnos y meditar aislados”.
Cuenta que Aplafa ha logrado cambios, pero todavía falta mucho trabajo por hacer. Más aún en la mentalidad de los jóvenes. “El derecho a la información es un derecho de todos, un derecho universal. Y yo no puedo censurar un derecho universal. ¿Quién soy yo para creerme con ese derecho?”, dice Tejedor, un religioso consumado.
—VIII—
La primera vez que Prudencio tuvo sexo con dos mujeres fue a los 14 años. Ya estaba diestro en el asunto, pues tenía más de un año de tener sexo con varias parejas. Él y su grupo de amigos se las intercambiaban. También hacían orgías. Era un grupo de muchachos de Santiago, Veraguas, en el que Prudencio era el menor, y el mayor de los hombres tenía 20 años. Entre las mujeres, la más joven tenía 15, y la mayor 22.
Él fue el último de su grupo en iniciarse en las artes sexuales. Un día de carnavales, una muchacha de 17 años le preguntó si era virgen. Le dijo que sí. Ella se lo llevó a un cuarto y puso una película pornográfica. Luego lo invitó a imitar lo que ocurría en la televisión. Y así perdió Prudencio su inocencia a los 13 años.
Entre los hombres se contaban detalles de sus relaciones. En una de esas conversaciones, uno propuso intercambiar parejas. Y así lo hicieron. “Era un hobby, un pasatiempo”, dice ahora Prudencio, de 20 años. Tiene varios tatuajes y no para de mover la pierna mientras habla.
Cuando comenzaron los intercambios de pareja, Prudencio comenzó a usar preservativo. No porque le preocupara alguna enfermedad de transmisión sexual, sino porque no quería embarazar a nadie. El día que tuvo su primer trío, usó un solo condón. “Quería ver de qué se trataba. Un trío no es algo que hace cualquiera, todo el mundo quisiera tenerlo”, sostiene Prudencio.
Su mamá nunca se enteró de las andanzas de su hijo. Tenía otras prioridades: las drogas. Ella por su lado, Prudencio por el suyo. Así fue como se juntó con sus amigos y así fue que se inició en los tríos, orgías y la promiscuidad.
Nunca habló sobre sexo con nadie más que no estuviera de su grupo de amigos. Ninguno de ellos obtenía información ni en sus casas ni en sus escuelas. Y cualquier cosa nueva que descubrían, la practicaban de una vez.
Cuando Prudencio estaba por cumplir 15 años, una de las muchachas quedó embarazada. Alerta roja. Más cuando supieron que ella había dicho que entre todos la habían violado, y que no sabía quién era el padre de la criatura.
El grupo se desintegró después. Cada uno por su lado. Aún cuando tenía sueños de ser abogado o doctor, Prudencio no siguió estudiando. En su lugar, se dedicó al ocio. Un día, cuenta, un amigo le pidió que le guardara un paquete y así lo hizo. Luego llegó la policía, lo revisaron y lo arrestaron. Estuvo dos años preso.
Ahora trabaja como aseador comunitario y vive de nuevo con su mamá. Todavía no se llevan.
De no ser por el susto de la muchacha embarazada, la vida de Prudencio hubiese podido ser incluso más complicada de lo que fue. La psiquiatra Juana Herrera afirma que este tipo de conducta en la adolescencia usualmente lleva a trastornos de conducta. “Los padres no abordan los temas sexuales porque no se atreven. Los chicos entonces aprenden sobre la marcha, y lo que se aprende en la calle no es lo mejor. Las experiencias en la adolescencia impactan y marcan a las personas, lo que se traduce en su conducta futura”, explica.
Dice Herrera que los niños deben aprender a tomar decisiones desde pequeños. “Les imponemos qué comer, qué vestir, qué les tiene que gustar. Se crea una conducta de docilidad y entonces cuando quieren entrar a un grupo se dejan imponer normas para poder entrar. La sexualidad no es torcida, sino la conducta”.
La doctora no lleva una estadística sobre cuántos casos como este recibe. Unos cuantos, aclara. Lo que sí sabe es que recibe menos -muchos menos- de los que debería.
*Todos los nombres de las víctimas fueron cambiados.