Sin techo y esclavos del ‘crack’, drama en la capital



Cuando la pobreza y adicción a las drogas se mezclan, el cóctel es una bomba que puede estallar en un problema de salud pública. Sucede en el corazón de la capital, en los corregimientos de Calidonia, Curundú y Bella Vista, zonas que se podrían catalogar como una expresión de la deshumanización social.

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Cuando la iglesia llena el vacío que deja el Estado; la redención con ‘Biblia’ y alabanzaUna generación marcada por la tragedia de su familiaDesidia estatal golpea a los adictos y a las personas sin techo

Es de mañana. El sol pega con fuerza en el límite entre Bella Vista y Curundú, y el ruido ensordecedor de los vehículos domina la zona. Allí, en una hamaca colgada debajo de un puente, está Katiuska, una mujer bajita, delgada y de cabello negro. Tiene 38 años de edad.

“Lavo carros, arreglo bicicletas, yo hago de todo menos robarle a la gente. Siento que este es mi único pecado”, dice Katiuska, mientras extiende su mano y muestra una sustancia de color blanco, muy similar a una piedra.

Lo que enseña y define como su “único pecado”, es el crack, una droga que apareció por primera vez en Estados Unidos, después de 1980. Es conocida como la droga de los pobres, una forma de la cocaína, pero procesada y mezclada con amoníaco o bicarbonato de sodio. Tiene el aspecto de pequeñas escamas o cristales, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

Katiuska prefiere vivir debajo de un puente, a tener que vivir en un hogar donde la traten mal. Ella es la única mujer del grupo de personas que pernocta en esa área, a quienes considera su familia: “aquí todos lo compartimos y nos respetamos. Somos una familia”.

Lleva lentes oscuros y sombrero rojo. No para de transpirar. “Más vale el buen nombre, que el buen perfume”, se lee en uno de los pilares del puente, un versículo bíblico que busca enseñarle a la gente que la reputación es mucho mejor que todo placer o riqueza. Pero en el lugar el olor a orina penetra el ambiente y la frase toma forma de paradoja.

Ella narra que tiene 20 años de vivir en las calles y que nadie le obligó a consumir crack. “Es parte de la vida. Yo vivía en San Joaquín, Pedregal. Uno se siente deprimido y a veces la familia te da la espalda. En mi caso, en uno de esos días de depresión la curiosidad mató al gato y me adentré al mundo de las drogas”, cuenta.

En Panamá, entre enero y diciembre de 2021, el crack fue la tercera droga más incautada por los organismos de seguridad, luego de la cocaína y la marihuana. Por ejemplo, datos del Sistema Integrado de Estadísticas Criminales del Ministerio de Seguridad dan cuenta que el año pasado se incautaron 116 toneladas de cocaína, 28 de marihuana y 0.07 de crack.

Y como sucedió con las epidemias de crack en 1980 en Los Ángeles, Estados Unidos; en el 2000 en Londres, Reino Unido, y en un tiempo más reciente en Sao Paulo, Brasil; en ciudad de Panamá esta sustancia, de un costo bajo, ataca a los corregimientos urbanos más vulnerables y deprimidos.

Sin techo y esclavos del ‘crack’, drama en la capital
Al igual que países como Estados Unidos, Reino Unidos o Brasil, Panamá afronta problemas de salud pública relacionados con el consumo de la droga conocida como crack. Alexander Arosemena

El escape

Muy cerca de Katiuska se encuentra Ricardo, un hombre de 56 años oriundo de Veraguas. Su extensa barba la cubre una mascarilla. “Nací en Veraguas, y tengo 37 años viviendo en la ciudad de Panamá. Soy jubilado de la construcción”, dice. Ricardo consume droga desde que tenía 13 años. No deja de mover sus manos y mira de aquí para allá. “Te voy a decir una vaina, para mí estar con ellos debajo de este puente y compartir con ellos, es mejor que estar con mi familia. ¿Sabes por qué? Aquí nadie critica a nadie. Todos somos iguales. Aquí nadie juzga o aparta”, cuenta.

Sentado sobre un tanque e iluminado por algunos rayos de luz que se filtran entre la oscuridad del puente, el hombre asegura que consume crack porque es una droga con un “fuerte efecto” y adictiva. Cada dosis le puede costar alrededor de $1.

Manda un mensaje al Municipio de Panamá, entidad que cada cierto tiempo realiza operativos para recogerlos de las calles, así como a su familia y a a sociedad: “Ellos [El Municipio] no tiene ni jabón para bañarnos. Mi familia sabe todo sobre mí y a la sociedad le digo que yo soy resultado de la ley de la vida, parte de una clase baja”.

Los sin techo

De momento, en el país no hay un censo oficial sobre las personas que habitan en las calles, sobre todo en los corregimientos de Calidonia, Curundú y Bella Vista, pero autoridades del Municipio de Panamá como la vicealcaldesa, Judy Meana han planteado que son alrededor de 500 y que el 90% de ellos tienen alguna adicción a las drogas. Ese porcentaje también fue confirmado por Adrián Almeida, director de Remar, quien con frecuencia trabaja con esta población.

A esto hay que agregar que la problemática de los habitantes de la calle se incrementó con la pandemia de la covid-19, cuando comenzó a notarse una mayor presencia de personas en las avenidas de la ciudad de Panamá.

Uno de ellos es Edgardo, quien deambula entre los corregimientos de Curundú y Calidonia. Al igual que Ramón, Edgardo lleva una gran barba y luce una gorra de los Yanquis de New York, aunque dice que nunca jugó béisbol.

El hombre de 60 años dice que ha consumido drogas la mitad de su vida. “Mi familia lo sabe y te digo que tengo todas mis cuotas de la seguridad social pagas. La mayoría piensa que estamos mal, pero no lo estamos”, expresa.

Incluso, hizo una breve descripción de lo que produce la sustancia en su organismo: “la piedra es sumamente adictiva, porque el grado de tolerancia en mi organismo y en el tuyo es corto. Te quiero decir que cuando pasa su efecto rápido, quiero más y para ello tengo que buscar recursos vendiendo latas de aluminio y cobre”.

Lo planteado por Edgardo es muy similar a la descripción que hace la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, sobre los efectos de la sustancia en el cuerpo humano: “el crack llega muy rápido al cerebro y produce un estímulo en cuestión de pocos segundos, pero la euforia durará solo de 5 a 10 minutos”.

El hombre sigue hablando sin parar de cómo hace para tener acceso al estupefaciente, mientras otros amigos lo miran como una especie de vocero comunitario. Narra historias de cómo fue escolta de Camilo Alleyne, cuando fue ministro de Salud en el año 2004.

Su mañana comienza con café y cigarrillo y luego sale a buscar su droga. “Yo consumo piedra desde que abro los ojos y te lo digo así de franco porque no sé si es un propósito que tiene Dios conmigo”, manifiesta.

¿Dios quiere que consumas drogas?, le preguntó a Edgardo. Contesta con una frase que pareciera esconder algún simbolismo: “Nosotros somos oro en bruto que estamos siendo pasados por el fuego para poder ser refinados”.

Los invisibles

La vida de los sin techo y adictos al crack transcurre en las narices de la Asamblea Nacional, a cinco minutos de la Presidencia de la República y a 10 minutos de la poderosa área bancaria del país. Siempre ha sido así pero nada cambia. Al contrario, la situación parece empeorar día a día.

El investigador social, Gilberto Toro, considera que este tema tiene varios matices. Por un lado las propias personas de la calle no quieren salir de esa condición, y por el otro las instituciones públicas han mostrado incompetencia en la atención de este drama humano y sanitario.

“Ellos son una especie de tribu o club. Las entidades deben destinar los recursos necesarios, ya que no hay seguimiento al problema. Hay que planificar y se debe intervenir desde el enfoque técnico”, señaló el investigador.

Su recomendación es montar una política estratégica y técnica de prevención, para habitantes de calle y el consumo de drogas debido a que las autoridades se quedaron en el manejo caritativo y religioso del problema.

Su diagnóstico es que allí hay problema de salud pública, que podría agravarse si no se atiende a tiempo.

Mientras una solución llega, el drama de Katiuska, Ricardo y Edgardo se agrava. Cada segundo que pasa sus vidas se esfuman como su droga favorita. Aquella que se hizo, especialmente, para los pobres y que ahora los tiene, entre las sombras, debajo de un puente.

(¿Existe la redención?, Lea mañana las historias de hombres y mujeres que viven entre la línea del bien y el mal).



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