Si usted hubiera ido al almacén Superman, en Calidonia, la primera semana de diciembre de 1989, habría visto, colgado de un gancho, un vestido lila con pintas amarillas. Y las pintas, de lejos, le habrían parecido flores que se mueven con la brisa.
Quizás usted habría tomado el gancho con la mano, habría encontrado algún espejo y habría hecho la pantomima de colocarlo debajo de su cuello para medirlo pensando en regalárselo a algún ser querido. Y quizás, si usted hubiera salido de esa tienda, con ese vestido lila cuyas pintas amarillas parecen flores que se mueven con la brisa, el vestido habría durado un par de años en el closet de aquel ser querido hasta que un día, como pasa siempre, le llegara la hora de adquirir estatus de prenda jubilada. Pero como no fue a Superman la primera semana de diciembre, usted no se dejó cautivar por las pintas que parecen flores, y a ese vestido lo vio en su gancho un hombre al que le pareció el regalo perfecto para su madre. Y como ese hombre desapareció unas semanas después durante la invasión a Panamá el 20 de diciembre de 1989, el vestido no se jubiló, como de costumbre, después de un par de temporadas: lleva 29 años en un armario con la idea de que sirva, que perviva, que mueva sus pintas que parecen flores por el aire, al menos, una vez más.
Una mañana de febrero de 2018 una casa en la cima de una loma en San Miguelito, Libia Magdalena Torrero se bambolea delicadamente en una mecedora. Su austera vivienda está pintada de rosa y por las ventanas ornamentales entra la brisa calurosa del verano y el ruido de los carros y sus conductores impacientes en la Vía Transístmica. Libia carga las uñas largas, medio despintadas y lleva el cabello blanco acomodado en una tortita en la nuca. Tiene, también, un vestido lila. Con pintas amarillas. El vestido tiene 29 años, el mismo número de años que lleva desaparecido su hijo Alejandro Antonio Hubbard Torrero.
Alejandro compró el vestido en la tienda Superman como regalo para el último día de la madre que pasó con ella y es, junto a una foto de su hijo en toga y birrete, una de las posesiones más preciadas de Libia. Alejandro quería ser presidente de Panamá —así está escrito de su puño y letra en la dedicatoria que le hizo a su madre en el reverso de su foto de graduación— y estaba terminando la carrera de derecho. Horas antes de desaparecer había visitado a Libia para que le preparara una ensalada de pollo y papa, su aporte para la fiesta de navidad del Ministerio de Hacienda y Tesoro, donde el muchacho hacía una pasantía. Eran las 4 de la tarde del 19 de diciembre cuando Alejandro pasó a buscar la ensalada con unas compañeras del trabajo. La casa familiar estaba en Bellavista y, al llegar, le entregó a Libia unas tarjetas de navidad que le había mandado a hacer. La Virgen María empollerada con el bebé Jesús en brazos. Alejandro llevaba puesto un jacket de cuadros amarillos y azules, una camisa blanca, un pantalón negro y unas botas negras. “Me dio un abrazo, me dio un besito y me metió una platita en la mano”, dice Libia. “Le voy a ser sincera, cuando mi hijo me abrazó yo sentí algo por dentro de mi. No sé qué fue lo que sentí, pero sentí algo”. Libia se paró en el portal de su casa hasta que Alejandro se montó en el carro, arrancó y se fue. Esa es la última imagen que tiene de su hijo. Ahora, veintinueve años después, Libia está sentada en la mecedora y el vestido le abraza las carnes con afán. Con el tiempo, a la correa del vestido se le rompió el broche y Libia piensa en conseguirle algún reemplazo. Algo que le combine, dice. Al mecerse, las pintas amarillas siguen pareciendo flores que se mueven con la brisa.
Alejandro tenía 8 años la primera vez que se le perdió de vista a su mamá. Jugaba fútbol en el Parque Urracá, a un par de cuadras de su casa, y, luego de que su equipo ganase, se fue sin avisar con un grupo de niños a refrescarse a la playa de la Avenida Balboa. Libia salió a buscarlo y no lo encontró. Se desapareció todo el día y llegó a casa casi al borde de la noche, enteramente mojado. Libia le echó un infierno de enojos encima.
Luego, cuando estaba en tercer año de la escuela, repitió la hazaña un día que se fue a sembrar árboles a la cuenca del canal.
“Yo llorando a mi hijo. No sabía qué había pasado con él”, recuerda Libia. En esa ocasión no volvió si no hasta el día siguiente, ya con las disculpas escapando de la boca.
Alejandro no volvería a perderse así hasta los 24 años, cuando la invasión lo pilló en medio de una fiesta de navidad. Pero esa vez, a diferencia de las otras, no hubo regreso, ni regaños, ni disculpas.
Esta vez, a pesar de la angustia, Libia no pudo salir a buscarlo de inmediato. No lo hizo sino hasta el 23 de diciembre, cuando aventurarse a las calles seguía siendo insensato pero al menos era posible. Visitó primero el campo de fútbol de la Escuela Balboa, donde estaban los refugiados de El Chorrillo, pensando sin suerte que quizás estaría allí. Luego caminó poco más de 2 kilómetros hasta el Hospital Gorgas, donde tampoco estaba. Le pidieron que dejara sus datos y describiera a su hijo para luego contactarla en caso de que apareciera. Por último agregó otros 4 kilómetros a su caminata, en una ciudad llena de retenes y peligros donde más de uno perdió la vida en esporádico fuego cruzado, hasta llegar al Santo Tomás. Lo único que recuerda de ese hospital era que había tantos cadáveres, apilados unos sobre otros, que era imposible reconocer a nadie. Allí, vio un cuerpo que la dejó helada.
“Cuando lo vi así me pareció que era mi hijo y yo comencé a llorar. No lo pude identificar porque estaba hinchado, estaba transformado. La cara, los brazos”, recuerda. Como no tenía lunares o alguna otra marca que le permitiera reconocerlo, no pudo identificarlo con certeza. “Siempre he estado con la duda. ¿Sería mi hijo y no lo pude reconocer? O no quise reconocerlo sería. Siempre me pregunto eso”.
En los días siguientes fue al Ministerio de Hacienda y Tesoro, a ver si algún colega de Alejandro que había estado en la fiesta recordaba qué había pasado. Pero sólo escuchó que cuando sintieron las bombas, el que tenía carro brincó a montarse en el suyo y el que no tenía salió corriendo a ver cómo se iba. A través de los años trató de encontrar respuesta sobre el paradero de su hijo pero nunca recibió una réplica oficial.
El padre de Libia, al registrarla cuando era chica, no le quiso poner de primer nombre Magdalena —como había determinado su madre— porque decía que las mujeres de ese nombre lloraban mucho. Aquel señor no tenía manera de saber que ni la superstición iba a proteger a su hija. Que relegar el Magdalena a segundo nombre no serviría de nada.
Alejandro tendría hoy 53 años. Libia lleva llorando su desaparición más años de los que Alejandro llegó a estar a su lado.
El problema con no saber qué pasó con Alejandro durante la invasión, es que la mente de Libia hace lo que puede para tratar de justificar la ausencia. “Es que nunca he sentido que mi hijo ha muerto. A veces yo me pongo a pensar que tal vez en eso que nunca había visto una invasión o una guerra, haya perdido la memoria y ha cogido otro camino. Se haya ido para otro lado”.
Cuando Libia habla de él, las palabras se le confunden en la boca. Desaparecido y muerto son términos intercambiables, sustituibles. Una en el lugar de la otra antes de alguna corrección apresurada. Hay momentos en que Libia piensa que Alejandro ha hecho una vida en algún otro lugar y otros en los que se consuela con sueños prometedores y amorosos. Como esa vez que creyó que lo veía venir con un niño detrás y que, al verla con su vestido lila de pintas que parecen flores que se mueven con la brisa, él se lo presentaba como su hijo.
“Como mandándome un mensaje, que estuviera tranquila, que él está bien. Que no me dejo ni un nieto ni nada porque estaba muy joven, pero que tal vez allá papá Dios le ha dado un ángel que lo guarda y lo cuida y dice que ese es el hijito que tiene”.
Pero, al levantarse, no estaba ni Alejandro ni el niño y su llegada había sido solo eso, un sueño. Cuando mucho, un mensaje. Un bálsamo para tratar la resignación. Por eso, cuando habla de buscarlo, habla de buscar su cuerpo. De encontrar sus restos. No de encontrarlo un día en la calle. Por eso, habla de enterrar sus huesos y no de abrazar su cuerpo.
Vivir con un desaparecido, con la idea de alguien que ya no está, es vivir en suspensión. Es conocer de cerca la manera en la que la incertidumbre se hace íntima, la manera en la que provoca grietas, alimenta la duda y hace del duelo un mal irremediable. Es imaginarse escenarios fantásticos en los que la vida no ha dejado su cuerpo, e incluir su nombre en los rezos diarios con la esperanza de que los buenos deseos le alcancen a donde sea que haya ido a parar. Porque es que si no hay cuerpo, si no hay tumba, ¿cómo aceptar que realmente se ha ido? Pero vivir con un desaparecido es, también, enumerar los años y aceptar que si no ha regresado después de tanto tiempo es porque ha muerto. Es que ese vestido lila permanezca en el armario de Libia, la madre, y que en él esté la última presencia física de Alejandro.
Cuando Libia Torrero visita a sus difuntos lleva en la mano un ramo de flores de plástico rojas. Deja un par para su esposo y un par para sus hermanos que ya no están y coloca una flor, sola, sobre una tumba descuidada, con la placa semicubierta por la maleza. Allí, en una tumba ajena, deja una flor en nombre de Alejandro.
Por dolores como esos, precisa saber qué pasó con su hijo. Si vivo, sólo le queda seguir en una espera interminable. Seguir poniéndose el vestido de las pintas amarillas que parecen flores que se mueven con la brisa para sentir que no está sola. Que él, en ausencia, la abraza. Que si el vestido perdura, 29 años después, quizás él también. Pero, si muerto, su hijo podría estar en cualquiera de los enterramientos que siguieron a la invasión. Confirmados existen dos: uno en la capital y otro en la ciudad de Colón. En el de la ciudad, la fosa común del Jardín de Paz, descansan 36 restos no identificados, según un informe del Instituto de Medicina Legal con fecha del 16 de febrero de 1990. Allí, Alejandro podría ser el Desconocido L-001, o el Desconocido 003, o el Desconocido 046, o el 2-016, o el 2-010-B, o alguno de los desconocidos sin número de identificación, cuyo único distintivo es que vienen de algún complejo hospitalario. Podría ser el 063 o el 067, ambos cuerpos carbonizados, o el desconocidos del 074. Podría ser el cuerpo no identificado del 2-012 o las vísceras que ocupan la plaza de al lado.
Para eliminar la duda, Libia dio una muestra de su sangre a la Comisión del 20 de diciembre de 1989. Establecida a finales del 2016, la Comisión ha hecho un llamado nacional para que los familiares de los desaparecidos de la invasión se acerquen a dar sus testimonios y una muestra de sangre. La esperanza es poder organizar exhumaciones en la fosa del Jardín de Paz, aunque la tarea por delante es difícil: la información recolectada por la Comisión —incluyendo reportes de exhumaciones y diversos documentos legales— junto con un reciente estudio sobre el suelo de la fosa que fue elaborado por la Universidad Tecnológica de Panamá (UTP), apuntan a que el área ha sido manipulada múltiples veces sin el debido protocolo y que los diversos croquis existentes sobre la posición de los cuerpos no identificados no serían correctos. El número de exhumaciones realizadas no es certero: la Comisión guarda entre sus archivos el papeleo de al menos ocho. Durante ese tiempo, la familia de Libia prefirió mantenerla alejada de esas gestiones, preocupados por lo manera en la que podrían afectarla. Quienes fueron en su nombre con la esperanza de encontrar a Alejandro no pudieron reconocer su cuerpo.
Por todo lo anterior, por las exhumaciones informales y las faltas de protocolo, por el tiempo transcurrido y la inevitable descomposición, hay quienes creen que debe hacerse una exhumación general que incluya a todos los cuerpos: tantos los identificados como aquellos cuya identidad es desconocida. Porque es que, si los restos en la fosa han sido manipulados tantas veces,¿cómo asegurar que se logrará desenterrar los restos adecuados? No se ha hecho una recomendación oficial sobre cómo proceder pero el terreno de la fosa será analizado nuevamente esta semana en un esfuerzo conjunto entre la Comisión, la UTP y doctores de la Universidad de Rouen y la Sorbonne. Las exhumaciones, entonces, significarán un esfuerzo más grande del previsto inicialmente, cuando personas como Libia respondieron el llamado a dar muestras de sangre a principios de 2018.
Los cadáveres de quienes fallecieron en los primeros días de la invasión fueron a dar a la fosa del Jardín de Paz el 25 de diciembre de 1989, entre identificados y desconocidos, a solicitud del entonces vicepresidente Guillermo “Billy” Ford. A fosas comunes en las que, sin mucha ceremonia, se acomodaron cuerpos en bolsas plásticas sin darle la oportunidad a las familias de reconocer a sus muertos. La razón ofrecida en aquel momento fue que las morgues del país estaban poco preparadas para lo que la invasión trajo y las fosas eran la única manera de evitar una crisis de salud.
Libia no siente sola la pena, la de cuerpos sin identificar y la de gente que no sabe dónde están sus muertos. La vive Xenia Alvarez, a quien le mataron a su hija Yesenia, de 16 años, mientras Xenia llevaba a su madre al hospital. Está Susana Salguero, cuyo hijo, Mario Ballesteros, dicen que murió con su uniforme de las Fuerzas de Defensa, en combate. La acompaña Ismael Dorci, que busca también a su hijo del mismo nombre, y Azael Barcasnegras Díaz, que perdió a su hijo, Azael, en Panamá Viejo. Barcasnegras, a diferencia de los demás, sí tiene una tumba cuya lápida reproduce el nombre de su desaparecido pero, como no vió el cuerpo entrar a la tierra con sus propios ojos, duda que quien está enterrado allí sea verdaderamente su hijo. Por el momento hay diez familias que se han acercado a la Comisión para participar del proceso. Diez posibles cuerpos que, esperan, sean identificados como los suyos entre los restos del Jardín de Paz.
Antes de dar su muestra de sangre, Libia pasó la noche en vela. Abrumada por la posibilidad de encontrar a su hijo. No paraba de llorar, dice, pensando en que podría tener a sus 77 años finalmente una respuesta. Aunque eso signifique no poder seguir imaginando que está vivo. Ahora solo le queda aferrarse a la esperanza de que las exhumaciones lleguen a realizarse.
“Significa mucho para mi. Después de tantos años esperados y no haber encontrado quien diera una resolución ni dijera nada. Ahora esperamos eso… aunque no encuentren su cuerpo, pero sus huesitos” , dice. “Que uno lo pueda recoger y le pueda dar cristiana sepultura como manda el señor. Ponerlo en un lugar seguro y poderlo visitar”.
Tal vez así, la próxima vez que Libia visite a sus muertos con un ramo de flores de plástico rojas y con su vestido lila de pintas amarillas que parece que se mueven con la brisa, exista después de 29 años una lápida que lea: Alejandro Hubbard Torrero.
La crónica de Melissa Pinel es parte del especial Duelo, memorias de una invasión, liderado por el colectivo de periodistas Concolón.
Lea la serie completa de Duelo, memorias de una invasión, aquí.