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Cimarronaje en Panamá: ilusión y realidad

Cimarronaje en Panamá: ilusión y realidad
En el país el fenómeno del cimarronaje comenzó en 1530. Cortesía

El cimarronaje estalló en América casi al comienzo de la Conquista y se convirtió en parte de ésta. El que se origina en Panamá fue de los primeros y tal vez el que más alarma produjo al imperio español, ya que amenazaba un área neurálgica de la naciente economía colonial.

La lucha por reprimirlo dio lugar a gran cantidad de fuentes escritas de carácter oficial. Fue el gran tema de nutridas crónicas y de inspirados poemas épicos. Por el asunto en sí mismo y sobre todo por la sensibilidad social que lo motiva y seguirá motivando, ha atraído y continúa atrayendo la atención de no pocos estudiosos, pero aún resta mucho por investigar. Este artículo es una nueva aproximación al tema. Para ello me beneficio de fuentes conocidas y de otras hasta ahora desconocidas o no bien aprovechadas y lo abordo con un enfoque distinto al tradicional.

Primeros brotes de cimarronaje

Era inevitable que el cimarronaje estallara en Panamá casi desde el momento en que empezaron a introducirse los primeros africanos esclavizados y estos buscaran liberarse del yugo de sus amos. Tan temprano como el año 1530 el fenómeno hizo aparición cuando un grupo de esclavos se escapó de Acla y buscó refugio en la ya abandonada Santa María la Antigua del Darién, donde se establecería un primer palenque. Otro caso ocurrió en 1535 cuando unos esclavos se amotinaron al mando de un tal Damián y pretendían incendiar la ciudad de Panamá y provocar daño en las estancias vecinas.

Al temprano y creciente éxito del cimarronaje durante el siglo XVI contribuyeron varios factores: la escasa población de colonos y sus limitadas capacidades para controlar las fugas; la concentración de la actividad económica y colonizadora en la zona de tránsito, que se convierte en atractivo blanco para los cimarrones; la proximidad a tierras de tortuosa orografía cubierta por una densa vegetación tropical donde era fácil encontrar refugio, y la gran cantidad relativa de esclavos que se introducen desde temprano para sustituir la mano de obra indígena que, como consecuencia de la Conquista, virtualmente había desaparecido.

En ánimo de esclarecer el tema cimarrón desde una perspectiva historiográfica, creo que este fenómeno puede dividirse en tres etapas. Aparte de los primeros brotes cimarrones señalados, podríamos fijar como primera fase la que se desarrolla entre 1541 y 1556, cuando eclosiona el cimarronaje abanderado, primero por Felipillo y luego por Bayano.

Felipillo

Hacia 1540 ya casi no quedaba mano de obra aborigen en el Archipiélago de las Perlas, por lo que, en su reemplazo se introducen indios buceadores de la perlífera Cubagua, hasta ser estos prohibidos por orden real, y son sustituidos por buceadores africanos esclavizados, al parecer sin experiencia previa en el buceo. Entre estos se encontraba Felipillo, que se rebela contra la peligrosidad y agotamiento físico del buceo y ocasiona la primera gran crisis del cimarronaje. A partir del Golfo de San Miguel, en Darién, hasta alcanzar la zona de tránsito, dirige ataques a convoyes de mercancías y tesoros, y roba y asesina colonos. Pero, en 1549 se inicia una agresiva campaña militar para reprimir el cimarronaje al mando del capitán Francisco Carreño y en 1551 Felipillo es apresado y su palenque desmantelado. El caudillo cimarrón es enviado a Panamá, donde es juzgado y luego descuartizado en la Plaza Mayor.

Bayano

Más importante y mejor documentado es el movimiento cimarrón encabezado por Bayano. Al frente de un grupo germinal de 300 esclavos procedentes de Cabo Verde que naufragó en las costas de San Blas en 1553, mantuvo en jaque a las autoridades locales durante tres años. En un momento llegó a sumar hasta 1,200 seguidores. Su centro de operaciones fue el palenque de Ronconcholón, a orillas del río Chepo (hoy río Bayano), donde la resistencia cimarrona fue tenaz. Las hazañas y tribulaciones de Bayano fueron cantados por poetas celebrados como Juan de Castellanos y Juan de Miramontes y Zuazola, pero la crónica más confiable y completa es la de fray Pedro de Aguado, escrita en 1581 cuando aún estaba fresca su memoria.

En 1556, encontrándose en Panamá el virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, reconociendo la gravedad del problema cimarrón, le encargó al militar, Pedro de Ursúa, la misión de reprimir a Bayano. Ursúa inició su campaña con una hueste de 200 hombres, entre jinetes e infantes. Luego de varios encuentros y treguas, y habiéndose ya ganado la confianza de Bayano, le tendió una celada, invitándole a un encuentro con sus más cercanos seguidores, supuestamente para celebrar promesas y acuerdos de paz. Se les sirvió abundante vino con tósigo, que adormecieron o emborracharon a Bayano y sus acompañantes y fueron apresados. Habiendo ya capturado a Bayano, Ursúa continuó su campaña hasta prácticamente acabar con el cimarronaje. El caudillo cimarrón fue conducido preso a Lima donde se le destierra a España, y fallece en Madrid.

Sin embargo, esto no frenó el cimarronaje y mientras más esclavos se introducían más escapaban. Esto sucedía a la vez que más esclavos adquirían su libertad, aunque por medios legales, sea por compra o mediante merced testamentaria. La mayoría permanecía en la pobreza, aunque para sorpresa de las autoridades algunos prosperaban económicamente.

En 1575 se hizo un censo en la capital que arrojó un total de 280 libertos entre mulatos, negros y negras casados y solteros. En las minas de Veraguas había 12 libertos, para un total en el país de 292. No eran antiguos esclavos ansiosos de escapar de sus amos sino libertos en pleno goce de sus derechos. En la capital representaban ya un 5% del total de esclavos, un porcentaje que iría creciendo e introducía un ingrediente novedoso en el espectro social.

Mozambique y Mandinga, aliados a corsarios

Según estimado de las autoridades, en 1575 había en los términos de la capital 5,609 esclavos, de los cuales 2,500 eran cimarrones. En Nombre de Dios había otros 1,000. Y en todo el país 8,639 esclavos. En el marco de este explosivo crecimiento se explica la segunda etapa del cimarronaje, que se extiende entre 1560 y 1582, cuando el movimiento cimarrón es estelarizado por Luis de Mozambique y Antón Mandinga, quienes forman dos bandos independientes y hostiles entre sí. Roban haciendas ganaderas causando muertes al ganado y a los peones, y asaltan recuas de mulas con los tesoros procedentes del virreinato peruano o las mercancías que llegaban para las ferias. Someten a sus víctimas a crueles torturas, roban mujeres esclavizadas que luego ellos mismos esclavizan y se apropian de mercancías y tesoros.

Desde 1571 Francis Drake realiza varias incursiones de saqueo en el Istmo y establece alianza con Mozambique, quien adopta la fe luterana. Con su apoyo, Drake llega hasta Venta Chagres, en el interior de la ruta transístmica, causando conmoción en Panamá.

A principios de 1577 desembarca en Acla una partida de corsarios al mando de John Oxenham, antiguo lugarteniente de Francis Drake. Cruzan el Istmo con ayuda de negros cimarrones capitaneados por Mozambique, y en febrero siguiente llegan al Golfo de San Miguel, donde capturan algunas embarcaciones. Pero fueron acosados, de un lado, por el general Pedro de Ortega Valencia, que en un enfrentamiento hirió a Oxenham y, de otra parte, por Diego de Frías Trejos, que llegó con más fuerzas desde Callao. Finalmente, Trejos lo aprehendió junto con 17 de los corsarios y 40 cimarrones. Trece ingleses fueron ahorcados y Oxenham fue enviado al Perú, donde fue ajusticiado junto a cuatro de sus lugartenientes el 2/X/1581. Se les sentenció no por ser piratas sino por luteranos.

Las paces con Mozambique y Mandinga

La gravedad de esta situación y los escasos frutos alcanzados luego de numerosos encuentros armados con los cimarrones convencieron a las autoridades locales de buscar una solución negociada. Y así, a partir de 1579, luego de años de escaramuzas y gracias a las ofertas de paz y garantías de que se les reconocería su libertad, finalmente aceptan entregarse, firmando capitulaciones como “leales vasallos de su majestad”, en “perpetua subjeción de obediencia con toda fidelidad a la majestad católica del rey don Filipe nuestro señor y su real corona”. Primero lo haría Luis de Mozambique, luego Mandinga, quien recordando el engaño que sufrió Bayano a manos de Ursúa, demoró receloso la decisión hasta 1582.

El arreglo es no solo original, sino que además establece un exitoso patrón que será luego replicado en ocasiones posteriores, sobre todo en las reducciones indígenas. Por una parte, se les concede plena libertad individual y colectiva, sin represalias y con la garantía de que no serían devueltos a sus antiguos amos. Se les entregaría un espacio territorial de 3 leguas “de lado” (equivalente a un área de 66 km cuadrados), con plena jurisdicción, un concepto fundamental en la mentalidad institucional y jurídica española. Fue un modelo jurídico que fue replicado también en otras colonias con problemas parecidos. El pueblo tendrá su propio régimen municipal y replicaría el modelo de centros poblados coloniales, con trazado reticular, una iglesia, casa de Ayuntamiento y del gobernador, una plaza central con su picota, cárcel, solares iguales con su corral para criar gallinas, patos y otras aves. En sus tierras se plantarían plátanos, naranjos y otros árboles frutales. Se les entregarían machetes y herramientas y ropa, un traje completo para el gobernador, que sería el propio rey del grupo cimarrón, quien tendría atribuciones para juzgar y castigar, como lo hizo Mozambique, ordenando descuartizar a un negro que había robado dos negras y trataba de impedir los acuerdos de paz, dando así “muestra de gran fidelidad”. La villa o poblado contaría con un sacerdote católico, y un capitán y justicia mayor español. Y algo fundamental: a cambio de todo esto los soldados varones se comprometen a perseguir y capturar esclavos fugitivos y a luchar contra los corsarios extranjeros. Se les dará el nombre de mogollones.

Fundación de Santiago del Príncipe y de Santa Cruz la Real

Dado que Mozambique y Mandinga eran antagonistas, se les establecería en poblados distintos. El grupo de Mozambique se establece, primero a media legua de Nombre de Dios y sobre un cerro contiguo al río Factor, en el poblado ex novo bautizado como Santiago del Príncipe. Este poblado luego se traslada con el mismo nombre, a media legua de Portobelo tras su fundación en 1597. El grupo de Mandinga, ubicado en tierras de “Bayano” o Chepo, se establece a las faldas del Cerro Ancón, donde se funda Santa Cruz la Real. Eran sólo 700 temerosos supervivientes, de los cuales 188 eran nativos de África (poco más de un cuarto del total), y otros 500 eran negros criollos, indios, zambos y mulatos. Pero una vez fundado Portobelo, sus escasos supervivientes son trasladados a Santiago del Príncipe, donde (ya olvidadas sus viejas cuitas) se refunden con los de Mozambique, que entonces sumaban unos 600.

La suma de los cimarrones pacificados contrasta visiblemente con los 2,500 estimados por las autoridades en 1575 que seguramente era exagerado. Eran sobre todo varones, de modo que la relación de masculinidad era muy alta, y de esa manera la posibilidad de reproducción y crecimiento demográfico del grupo eran muy bajas, lo que explica que en lugar de aumentar fuesen disminuyendo hasta desaparecer, como en efecto sucedió. Para no mencionar factores que contribuían a muertes frecuentes, como la carencia casi total de asistencia médica en caso de enfermedades, la mala alimentación y los escasos recursos para sobrevivir en medio de un paisaje de selva tupida.

El triunfo de la política pacificadora fue inmediato: frenó visiblemente el cimarronaje y convirtió a los ex cimarrones en fieles vasallos. Cuando en 1596 Drake pretendió atacar primero a Nombre de Dios y luego a Portobelo, entonces en construcción, confiaba que, al igual que antes, los cimarrones le apoyarían. Ignoraba que desde hacía 17 años ya eran aliados de los españoles y pagó con su error la peor derrota de su vida.

En su Descripción de Portobelo, de 1606, el alcalde mayor de la ciudad, Bernardo de Vargas Machuca, aseguraba que el cimarronaje ya había desaparecido. Menciona que en Santiago del Príncipe los propios ex cimarrones poseían esclavizados a hombres y mujeres

africanos, así como a indígenas. De los 600 que poblaron originalmente Santiago del Príncipe en Portobelo solo quedaban 152, de ellos 22 eran esclavos de los propios ex cimarrones. El mismo Luis de Mozambique y su mujer tenían seis esclavizados propios. Era ya un anciano de 110 años.

Por su parte, en 1607, los oficiales reales de Portobelo sostenían que en Santiago del Príncipe solo “habrán quedado 40″, y proponían que se mudasen al “arrabal” del pueblo, ahorrándose de esa manera los 1,233 pesos corrientes que costaba el salario del sacerdote que los doctrinaba y el gobernador, que era español. En 1620 quedaban solo 12 pobladores y se contemplaba la desaparición del poblado. Poco después los pocos que quedaban se integran a Portobelo, convirtiéndose en otros portobeleños más.

Al quedar el Darién virtualmente liberado de cimarrones, los indios cunas aprovecharon el espacio que de esa manera quedaba abandonado para hacer avances cada vez más agresivos hacia el oeste, amenazando por primera vez los términos de la capital.

En de 1611 asaltan las haciendas ganaderas de Chepo, asesinando peones, generalmente esclavizados, y roban o matan ganado. Fue la primera avanzadilla de los cunas lejos de sus tierras de origen en la frontera neogranadina y el comienzo de una larga resistencia que duraría hasta el fin del periodo colonial.

Aunque a principios del siglo XVII el cimarronaje había disminuido notablemente, hasta casi desaparecer, se tienen noticias de un palenque conocido como Pierde Vidas, a 30 leguas de Portobelo en la costa caribeña, desde donde seguían cometiendo robos y asaltos.

Las principales acciones para reprimirlos, generalmente a cargo de los mogollones, consistían en evitar que los esclavos escaparan de sus amos, así como en controlar los pasos que solían usar para sus fugas o ataques y que eran muy conocidos por los propios mogollones cuando habían sido esclavos.

El alcalde provincial de la Santa Hermandad y el presidio de Chepo Una vez pacificado el cimarronaje liderado por Mozambique y por Mandinga concluye la historia del gran cimarronaje, aquel de grandes masas de fugitivos y bravos caudillos. Hasta entonces este fenómeno representaba un serio peligro para la seguridad de la colonia. Lo que seguiría después tendría un cariz mucho menos violento y el cimarronaje solo constituye un problema marginal, relativamente fácil de controlar.

Por una parte, hacia 1571, coincidiendo con la exitosa campaña de pacificación cimarrona, se creó el cargo de alcalde provincial de la Santa Hermandad, adscrito a los Cabildos (el primero se estableció en Nombre de Dios), cuya principal función era perseguir malhechores en las zonas rurales, así como capturar esclavos fugitivos para devolverlos a sus amos. Se contaba además con el apoyo de los mogollones y tal vez lo más importante: en 1578 se creó el presidio de San Miguel de Bayano, situado muy cerca de las viejas querencias cimarronas desde donde sería más fácil perseguirlos. Contaba con 30 soldados, casi todos mogollones, y su objetivo no era otro que perseguir y castigar esclavos fugitivos. Este presidio debía servir también de apoyo a eventuales incursiones de los piratas y corsarios, pero fue clausurado a principios del siglo XVII al disminuir el peligro cimarrón, aunque poco después volvió a abrirse, esta vez para frenar un nuevo reto: los indígenas cuna, que se acercaban desafiantes a la capital.

Crecientes choques entre negros e indios dieron origen a una profunda animadversión entre ambos grupos, aunque su mutuo rechazo ya llevaba muchos años.

Fundación de Palenque y cimarronaje en el interior

La tercera etapa del cimarronaje se extiende a lo largo del siglo XVII y es más difusa y menos documentada. El cimarronaje ya no se caracteriza por la violencia de los encuentros, ni se producen movimientos masivos de cimarrones, que ya no cuentan con un liderazgo conocido, ni constituyen un reto para la seguridad colonial, como ocurría en el siglo XVI. Para refrenarlo, el gobierno colonial repite la política del siglo anterior, concediendo libertad a los que se entregan y reduciéndolos a poblado. Fue así como en 1690 se funda la población de Palenque, en la costa caribeña oriental del Istmo, donde se agrupan los cimarrones que poblaban la zona. Según el patrón ya establecido, juran lealtad al rey y sus jóvenes varones se convierten en tropas mogollonas, pero esta vez para combatir a los cunas y ya no a otros cimarrones. Como ya los cimarrones no constituyen un temible desafío, se convierten en instrumento confiable para la estabilidad colonial, como ya había sucedido con los dos Santiago del Príncipe y con Santa Cruz la Real, que para entonces ya habían dejado de existir.

Si bien en el siglo XVII el cimarronaje ya ha dejado de representar un serio peligro, la fuga de esclavos no cesa, y es posible que continúen formándose diminutos palenques o quilombos, donde se recogen los fugitivos, aunque sobre esto escasea la documentación conocida.

Todo lo hasta aquí mencionado, hasta avanzado el siglo XVII, tiene lugar sobre todo en la zona de tránsito, ya que es aquí donde se concentra la mayor parte de los esclavos y las fugas son más frecuentes. Pero a poco, el fenómeno se extiende también al interior. Hay brotes en torno a Pacora y proliferan entre la zona de Chame y el norte de la península de Azuero.

Al parecer ya no se trata de malhechores asalta caminos como en la zona de tránsito, sino de esclavos fugitivos que buscan establecerse lo más lejos posible de la autoridad, donde el largo brazo de la Justicia no les alcance. Viven dispersos por los hatos, se mestizan con indígenas o el campesinado local ya mestizado. Según una fuente oficial, allí abundan los amancebamientos, a menudo con mujeres “casadas y robadas” y tenían tal fama de facinerosos, que los alcaldes de la Santa Hermandad evitan visitar la zona.

Aunque vivan sin ley ni orden, una vez el fenómeno es identificado, ya no se les persigue o castiga. En su lugar se les recoge en poblados. Primero, el oidor de la Audiencia Sandoval y Guzmán funda Chame en 1643. Luego, en 1690, el obispo Diego Ladrón de Guevara funda Antón y Santa María. Son los primeros poblados con grupos mestizos donde predomina la presencia de negros, zambos y mulatos libres, sobre todo los dos últimos. Todo esto tiene lugar a lo largo del siglo XVII y parecía que el cimarronaje, al menos en su dimensión más intimidante, pasaría a ser cosa del pasado. Pero el año 1640 Portugal, que era el gran introductor de esclavos en América, se separa de España. Se paraliza la introducción de esclavos y al faltar estos se produce una severa crisis en la economía virreinal, que no empieza a recuperarse hasta avanzada la década de 1660, cuando la Compañía Grillo y Lomelín restablece la Trata esclavista y Panamá se convierte en el principal centro de introducción de esclavos en América. Pero, entre 1640 y 1660 sin introducción de esclavizados sería inevitable que el peligro cimarrón se redujera drásticamente, si es que no se detuvo del todo. Pero una se inicia la Trata, era de esperarse que el cimarronaje reapareciera.

Recrudecimiento del cimarronaje hacia 1710

De hecho, a principios del siglo XVIII el cimarronaje volvió a recrudecer, aunque al parecer fue un rebrote pasajero. En 1710 se contabilizaron 200 esclavos fugitivos y en las cercanías de Cruces se había formado un palenque con más de 100 cimarrones de las etnias congo y arará armados con 60 escopetas. Atacaban a los vecinos, robaban a sus esclavas y sometían a algunas de sus víctimas a crueles torturas, como “la ley de Bayona”, un humillante y doloroso suplicio de tradición bajomedieval. En la plaza del palenque se colocaba al prisionero de cuclillas, atados los codos a una vara que se pasaba por debajo de las corvas y allí quedaba expuesto a la intemperie hasta que desfallecía. A los esclavizados que capturaban y consideraban espías, los sometían a crueles y humillantes torturas.

Fue tan alarmante este brote de cimarronaje, ya que era tan cercano a la capital, que los habitantes de intramuros temían un ataque conjunto de cimarrones aliados a la plebe capitalina de color. Para hacer frente a esta situación el presidente Joseph de Larrañeta y Vera organizó partidas de vecinos y tropa para combatirlos con la ayuda del alcalde provincial de la Santa Hermandad, el todopoderoso y acaudalado Antonio de Echeverz y Subiza.

Aunque no se conocen datos sobre esta campaña al parecer fue exitosa. Pero este episodio ilustra que el problema cimarrón distaba de haber desaparecido. Como quiera que sea, en lo sucesivo son cada vez más esporádicos los datos sobre el cimarronaje y cabe conjeturar que a medida que avanza el siglo, sobre todo después de la suspensión de las ferias desde 1739, fue perdiendo importancia hasta ser casi imperceptible.

Fin del cimarronaje

Podrían destacarse tres factores que debieron ser decisivos en la desaparición del cimarronaje. Por un lado, la mano de obra esclava fue cediendo espacio a la mano de obra libre, que era cada vez mayor. (Para 1790, mientras el 66.27% de la población de la capital eran libertos, los esclavos representan solo el 21.73%). Por otro, la disminución de esclavos importados por falta de negocios, y finalmente, el fortalecimiento del aparato militar, sobre todo desde la creación del Batallón Fijo (c. 1740) y de las milicias disciplinadas en 1772-1773 compuesta por el paisanaje local que en su gran mayoría eran negros y mulatos libres.

Esta novedosa y respetable fuerza militar modernizada la componían miles de tropas entrenadas y bien armadas prestas a enfrentar cualquier amenaza interna o externa. Y en la década de 1780 más de 3,000 convirtieron el Darién en un sangriento teatro de guerra para exterminar a los cunas “a sangre y fuego”, según el implacable plan del virrey Caballero y Góngora. La campaña duró varios años y más de mil milicianos, casi todos negros y mulatos, perecieron sea en combate, por enfermedades, o “de miseria”, como afirmaba apesadumbrado un oficial español. En aquel teatro de guerra, el Darién ya no tenía espacio para cimarrones.

Por otra parte, la opción de seguir la carrera militar ―a la que podían acceder los afrodescendientes―constituía un camino seguro para ascender tanto en el escalafón militar como socialmente. Esta posibilidad estaba incluso abierta a los bozales libertos, es decir nativos de África que habían comprado su libertad, ya que como milicianos tenían mejores posibilidades de subsistir, sea por sus ingresos como tropa asalariada cuando iban a campaña o por ascenso por méritos militares. Con tales perspectivas ―la de las milicias armadas y del atractivo que ofrecía el poder formar parte en ellas―, para los pocos esclavos que restaban la opción del cimarronaje ya no tenía sentido.

Debido a la desaparición de las ferias y a la virtual parálisis de las actividades terciarias, se requerían cada vez menos esclavos, sea para el transporte ribereño, marino y mular, y eran cada vez menos las construcciones civiles y militares. Encontrándose tan estancada la economía como estaba, difícilmente podía justificarse introducir mano de obra esclava, que siempre fue cara, sobre todo cuando podía acudirse a una abundante masa laboral de mulatos o negros libertos que permanecían ociosos y necesitaban emplearse, y ciertamente a muy bajo costo, debido a la reducción de los salarios por falta de actividades económicas.

A partir de mediados del siglo XVIII se crearon varias compañías para la introducción de esclavizados, sobre todo para reembarcarlos a los mercados del Pacífico, más que para consumo interno, pero ya esta actividad deja de existir en 1777. Panamá deja de ser un centro de redistribución de esclavos por el Pacífico y cada vez serían menos los bozales que se introducen y menos los candidatos a escapar de la esclavitud.

Para finales del período hispánico y ya en vísperas de la independencia, el problema cimarrón era cosa del pasado y la documentación conocida revela que desde hacía mucho tiempo había desaparecido de la agenda de gobierno. Nadie, que se sepa, ni siquiera entre los pobladores de color, percibía con mirada romántica aquel lejano fenómeno de ardiente rebelión contra la injusticia y de desesperado anhelo de libertades. La romantización del cimarronaje vendría después, mucho después.


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