Tenía cinco años cuando comenzaron a alisarme el cabello. Lo recuerdo como si fuera ayer. Me habían elegido para ser la imagen de un producto de alisado para niñas, entonces el tratamiento me salió gratis. Fui con mi abuela porque mis padres trabajaban. El día sería tan largo que hasta llevó raviolis de los que metes al microondas para comer; yo no tenía nada más que hacer, porque no existían los celulares inteligentes, así que me tocó quedarme sentada sin nada con qué distraerme. Llegamos de día, salimos de noche.
Al verme en el espejo después del tratamiento, ahí, con mi pelo lacio por primera vez, me sentí muy bonita. No es que antes me sintiera fea, sino que esto era distinto, ¿a qué niña no le gusta jugar al cambio de look? El lacio, además, era un alivio para mí y para mi mamá, que sufría peinándome esa red de nudos que se formaba sobre mi cabeza.
“Para ser bella hay que ver estrellas”, recuerdo que me decía una tía para que soportara los jalones cuando intentaban peinarme mis rizos y yo decía que no, que para ser bella había que ver monstruos.
Pero el cabello alisado no fue una solución mágica para los nudos, los jalones y el frizz, porque se seguía enredado y la humedad de Panamá implicaba que, por más alisado que lo tuviera, me tenía que ir a hacer blower todos los fines de semana. Y detestaba hacerme blower: para mí, era sentarme en una silla a que una extraña me jalara el cabello.
Durante 12 años pasé por varios tipos de tratamientos químicos; luego del alisado vinieron las cirugías capilares y, por último, las keratinas. Además de los más de cien blowers y planchas que me hice. Toda mi infancia y gran parte de mi adolescencia estuve alisada, todos me conocían así. Mi profesor de educación física me llamaba “planchita” pero no me molestaba, me parecía gracioso.
Creía imposible volver a tener rizos. Ni siquiera lo pensaba.
Todo cambió con la pandemia. Encerrada en casa, no tenía la necesidad de hacerme nada en el cabello para nadie más; no tenía que verme “presentable”, como erróneamente pensaba que me veía solo con cabello lacio.
Los rizos aparecieron por primera vez en más de una década y decidí hacer un pequeño experimento; ver qué tanto se me podía rizar mi cabello natural.
Me puse a investigar sobre el nuevo universo de productos e información sobre rizos que existe ahora, el cual no existía cuando yo era pequeña.
Este experimento se convirtió en un viaje de autodescubrimiento capilar; una aventura con fallos y aciertos. Era estresante porque gran parte de mi cabello seguía alisado y, aunque con el cabello mojado se asomaban los rulos, cuando se secaba se volvía una bola de frizz sin forma que solo lograba desanimarme. “Cuando vuelva a la universidad me alisaré el cabello otra vez”, llegué a pensar en algunas ocasiones.
A su vez, me emocionaba cuando veía esas pequeñas onditas que comenzaban a formarse en mi cabeza.
Antes los rizos eran un estigma, “pelo malo”, llegaron a escuchar algunos. Las miles de mujeres que comenzaban a dejarse su cabello al natural, me dieron la fuerza para tomar la decisión de dejar, después de años, que los rizos dominen mi cabello.
Mi tía me llevó a un salón de belleza especial para rizos y ahí me cortaron el cabello, deshaciéndome de los retazos de pelo alisado que todavía quedaban allí.
Me gusta decir que ya no quiero alisarme el cabello porque mis rizos me dan “personalidad”. Me ha pasado que personas me dicen “Te reconocí por tu cabello”, y no puedo permitirme perder esta característica que la vida me ha dado.
Cuidar del cabello rizado no es “fácil”: toma tiempo, técnica y mucha crema de peinar. Pero dos horas peinándolos son mejores que dos horas haciéndose blower. No fueron en vano las largas jornadas de Tiktoks y videos de YouTtube buscando comprender las técnicas adecuadas; finger coil, cepillo denman, cast de gel.
Es un mundo, sí, pero con el tiempo me he adecuado para que se convierta en mí mundo.