De la prisión al destierro

La inmensa mayoría de los prisioneros políticos que purgaba en las cárceles de la dictadura delitos que nunca cometieron, inventados en leyes represivas dictadas exprofeso, han sido liberados, puestos en un avión chárter, y enviados de madrugada al destierro, de la misma manera arbitraria en que fueron capturados y sometidos a procesos que nunca tuvieron ningún valor jurídico, y mantenidos en condiciones inicuas en celdas de aislamiento, unos pocos de ellos confinados en sus casas.

Un magistrado togado, presidente del Tribunal de Apelaciones de Managua, leyó con voz cavernaria la sentencia donde se cambia a los prisioneros ahora desterrados, las largas penas a que habían sido sentenciados por la pena de destierro, y se les despoja, además, a perpetuidad, de todos sus derechos políticos y ciudadanos por traición a la patria, otra arbitrariedad sin asidero alguno.

Poco después, la Asamblea Nacional, reunida de emergencia, ha aprobado por obediente unanimidad un decreto para despojar de la nacionalidad nicaragüense a los traidores a la patria, es decir, a los desterrados en vuelo, en contra de la Constitución. Más arbitrariedad todavía. Y olvidan que las leyes no son retroactivas por principio universal, aunque se tratara de una ley constitucional, pero en Nicaragua han dejado de valer los principios universales.

Desterrados, apátridas, pero libres. Dios escribe torcido los renglones de la libertad, pero con letra derecha. Y este es apenas el primer folio. Las mejores páginas están por venir.

Les quitan la nacionalidad para buscar como contentar los oídos de los fanáticos, comprometidos con sangre en la represión, acostumbrados al rabioso discurso, martillado cada día, de que esos traidores a la patria no verían jamás la luz del sol. Y la vieron. Vieron la libertad. Como la verá un día el país entero.

Hicieron de la cárcel su trinchera de lucha, la cárcel donde nunca debieron haber estado. Dirigentes políticos, sindicales y campesinos, abanderados de los derechos humanos, directivos empresariales, líderes estudiantiles, juristas, académicos, sacerdotes católicos. Y hasta un obispo, monseñor Rolando José Álvarez, quien se negó a ser expatriado, y prefirió la cárcel: “que sean libres, yo pago la condena de ellos”, ha dicho.

Todos ellos, reos de un delito sacado de la manga leguleya, “menoscabo a la soberanía nacional”; la soberanía apropiada por una pareja, una familia en el poder, un viejo partido revolucionario convertido en remedo de un sueño hace tanto tiempo fracasado.

Nunca fueron doblegados. Nunca bajaron la cabeza frente a los jueces mequetrefes en las audiencias orwellianas. Vistieron los uniformes de prisioneros sin detrimento de su dignidad, y dieron un ejemplo de decoro a un país acallado a la fuerza, que mientras tanto veía salir a miles por puntos ciegos a través de sus fronteras, huyendo de la represión, del silencio, del miedo. Un país que todavía no despierta de su larga pesadilla, tras una dictadura otra, aún más feroz, pero que al despegar el avión que se lleva a los prisioneros desterrados, lo celebra en lo íntimo, como una pequeña alegría, aun sabiéndose lejos aún de la meta final de la libertad y de la democracia.

Siempre estuvo claro que esos prisioneros políticos eran rehenes. La dictadura, frente a su creciente aislamiento político internacional, quería guardarse esta carta de negociación, la única posible a mano, los presos a El vuelo especial en que viajaron tuvo como destino el aeropuerto Dulles de Washington, pero el departamento de estado se ha apresurado en aclarar, en una comunicación destinada a los congresistas, que se ha tratado de una decisión unilateral de Ortega.

De cualquier manera, la dictadura se ha quedado con las manos vacías. Su mejor estrategia habría sido negociar a los rehenes por lotes, para conservar cartas en la mano.

Mala señal, en lo que les concierne. Y liberarlos no es una muestra de fortaleza, sino de debilidad. Lo demuestra al declararlos apátridas, una venganza final, ya lejos del alcance de sus garras, como si sus decretos, y las sentencias y leyes de sus comparsas, jueces y diputados, tuviera valor a perpetuidad, y Nicaragua fuera a continuar bajo su férula para siempre.

Esos desterrados son más nicaragüenses que nunca.

El autor es escritor y fue declarado apátrida por el gobierno de Daniel Ortega...


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