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De la vida cotidiana en el Panamá colonial; estrados y oratorios

De la vida cotidiana en el Panamá colonial; estrados y oratorios
Estrado en la casa de Cervantes, en Valladolid. Cortesía del autor

El estrado, ámbito femenino

En las últimas décadas del siglo XVI, coincidiendo con la aparición de nuestra primera oligarquía (gracias a la venalidad de los cargos públicos y a la prosperidad de las ferias opulentas), ya se encontraba definido el modelo arquitectónico de la vivienda de la élite, así como la correspondiente especialización de funciones en la distribución de los interiores. Dos de esos espacios eran el estrado y el oratorio, ambos diáfanamente definidos, cada uno con su característico menaje y decorado.

El estrado era un espacio privativo y característico del sexo femenino, donde las mujeres españolas, lusitanas y americanas de las élites pasaban gran parte del día sentadas sobre alfombras, tapetes, petates y cojines. En los inventarios y embargos del Panamá colonial se encuentran detalladas descripciones de estos estrados, como el de la casa del contador Juan Pérez de Lezcano en 1615, del oidor de la Real Audiencia Juan de Alvarado Bracamente en 1628, del vecino Juan de León Escobar en 1637, y 70 años más tarde, en 1710, de las casas de Joseph Gómez de los Elgueros y del archirrico Antonio de Echeverz y Subiza.

El estrado de la mujer de Pérez de Lezcano tenía seis cojines de terciopelo carmesí y una arquimesa (pequeño escritorio y papelera). El de la esposa del oidor Bracamonte, tenía cuatro cojines de tafetán, una alfombra grande, varias sillas y unos taburetillos con clavazón dorada, una alfombrilla y una esterilla de junco. El de la mujer de Antonio de Echeverz, doña Rufina de Artunduaga, tenía “una alfombra y cuatro cojines”. El de doña Isabel Delgado, la mujer de Gómez de los Elgueros, tenía “seis cojines”. Eran menajes típicos en los estrados de la época.

La continuidad del uso del estrado, que se extendió hasta el siglo XIX, es una prueba sólida del acendrado tradicionalismo hispánico. Las nuevas modas renacentistas en materia de mobiliario que invadían Europa fueron resistidas en España, que se aferra a sus tradiciones. El mejor ejemplo lo dan las mujeres, que siguen utilizando los cojines sobre el piso, en lugar de sillas, según la tradición heredada de la larga presencia musulmana, aunque la esposa del embajador francés, marquesa de Villars, escribe entre 1679 y 1681 en las cartas a su amiga madame de Coulanges, que en lugar de utilizar las almohadas y cojines, en España muchas preferían “sentarse sobre las piernas”.

El primer diccionario castellano, escrito por Sebastián de Covarrubias Orozco a principios del siglo XVII, describe el estrado como “el conjunto de alhajas que sirve para cubrir y adornar el lugar o pieza en que se sientan las señoras para recibir las visitas, que se compone de alfombra o tapete, almohadas, taburetes o sillas bajas”. El Diccionario de Autoridades de la Lengua Castellana, publicado por la Real Academia de la Lengua en 1726 repite la descripción de Covarrubias y agrega: “lugar o sala cubierta con la alfombra y demás alhajas del estrado, donde se sientan las mugeres y reciben las visitas”.

Se han definido tres tipos de estrado en las casas españolas, de respeto, de cumplimiento y de cariño. El de respeto “con tapices, alfombras y algún sillón no pasaría de ser una pieza de mero recibidor”. El de cumplimiento estaba “ataviado con damascos y terciopelos, cuadros, bufetes de ébano y marfil, sillones de vaqueta, alfombras moriscas, escritorios de preciosa materia de labor preciosa y escaparates donde se aprisionaban infinidad de menudencias costosas”. Y el de cariño quedaba “situado en el aposento de dormir de la dama donde ésta se reúne con sus amigas sentadas sobre almohadas en torno a un braserillo de plata”. No sabemos si esta jerarquización se practicaba en Panamá.

En las Casas Museos de Lope de Vega en Madrid y del Greco, en Toledo, se exhiben buenos ejemplos de estrados de su tiempo.

Los cojines o almohadones de los estrados solían ser de guadamecíes, es decir forrados de cordobanes repujados y con pinturas a menudo doradas, y en Panamá, probablemente confeccionados por el gremio de guadamecieros locales. Cojines de guadamecíes y alfombras eran verdaderos lujos. En la nao Santa Catalina de la flota para la feria de 1586 llegan alfombras importadas de “Levante” (Cercano Oriente) de 4 varas (3.3 m.) con precio de 42 ducados (unos 58 pesos de 8 reales). Un tapete “turqueso” (o alfombra) costaba 9.5 pesos de 8, una alfombra turquesa de 5 varas (4.2 m.) valía 52 ducados; otro tapete de Levante costaba 77 pesos; una alfombra de Alcaraz (Albacete) de 15 palmos (3.2 m.) valía 9.5 pesos de ocho. Siendo que en Panamá el salario de un maestro de obras era entonces de unos 4.5 pesos cualquiera de estos lujos representaba varias semanas de trabajo, salvo las alfombras de Alcaraz, que eran también muy finas y cotizadas pero que tal vez eran más baratas por ser producidas en la propia Península.

Las “alfombras o tapetes turquesos” son también mencionados por Judío Portugués a principios del siglo XVII entre “los géneros de mercadurías que son necesarios para el Perú y sin ellas no pueden pasar”, lo que evidencia su popularidad en los estrados.

La afición al estrado está documentada en Hispanoamérica por lo menos desde 1570. Desde Lima, el 4.I.1570 Alonso Hernández le escribía a su hermano Sebastián, residente en Santa Olalla, que “por acá las mujeres [españolas] no hilan ni labran ni entienden en guisar ni en otras haciendas ningunas, sino sentadas en los estrados, sino holgándose con visitas de amigas que tienen concertado de ir a chácaras y otras holguras. Y esto es el ejercicio de ellas”. Era un rincón perfecto para el ocio y no hacer nada.

En Panamá también se popularizó desde temprano el estrado, como lo evidencia el hecho de que ya para fines del siglo XVI las mujeres de los oidores de la Real Audiencia habían adquirido la costumbre de instalarse con ellos en la propia catedral, concitando así la envidia e irritación de las demás damas capitalinas. Como resultado de las quejas y protestas, la Corona les prohibió mediante Real Cédula del 4.III.1592 colocar estrados en la catedral y que se les diese “la paz en la patena como a sus maridos”, lo que indica que hasta la ostia la recibían en sus estrados. La afición y apego al estrado estaba tan arraigada que ni a la iglesia iban sin ellos.

El marino francés Amadeo Frezier, que recorre las costas de Perú y Chile a principios el siglo XVIII, describía así el estrado: “La actitud que ellas [las mujeres] tienen en su casa es la de estar sentadas sobre almohadones, a lo largo de la pared, con las piernas cruzadas sobre un estrado cubierto con una alfombra a la turca. Pasan así jornadas enteras casi sin cambiar de postura, ni siquiera para comer, porque se les sirve aparte sobre unos cofrecillos que ellas siempre tienen delante de sí para guardar las labores en las que se ocupan [seguramente bordados]; de allí que tengan un andar pesado, carente de la gracia del de nuestras francesas”. Siglo y medio después del texto de Alonso Hernández, nada había cambiado.

La de Frezier era una manera delicada de decir que por causa del estrado las mujeres eran gordas y caminaban con pesada lentitud sin la gracia de las flacas francesas. Como la gastronomía heredada de España era a base de frituras, y las mujeres de la élite apenas se levantaban de los estrados o las camas, donde se hacían llevar hasta los oratorios portátiles, y cuando salían a la calle eran transportadas en sus sillas de mano o sus calesas, solo resta concluir que la estética rubeniana debía ser el canon.

Frezier continúa: “Lo que se llama estrado es, como en España, una grada de seis a siete pulgadas de alto y cinco o seis pies de ancho, que corre generalmente a todo un costado de la sala de recibo; los hombres, por el contrario, se sientan en sillones, y sólo una gran familiaridad les permite hacerlo en el estrado”.

Lo mismo habría podido decirse de Panamá. De hecho, tal vez no existe mejor ejemplo que el estrado para evidenciar el conservadurismo de las costumbres coloniales. El estrado de Panamá la Vieja no era muy distinto del estrado usado en el siglo XVIII y aún muy avanzado el siglo XIX. Como única adición, tal vez, tendría la pequeña grada o tarima que menciona Frezier, con lo cual el estrado estaría a un nivel más alto del suelo y definiría mejor su espacio. Su mobiliario básico (alfombras, petates y cojines) así como su función y concepto, permanecieron fieles a su origen.

Con el tiempo, sin embargo, el estrado diversifica su mobiliario. Ya en el siglo XVIII en España es un conjunto de muebles que servía para adornar el lugar donde las señoras recibían visitas y se componía ya no sólo de alfombra, tapete, almohadas o petates, sino también de taburetes o sillas.

En algunos lugares de América se introdujeron biombos, como consta para Bogotá. En los estrados a veces se encontraban bufetillos, que servían como tocadores de mujeres o de simple adorno. En la casa vivienda del gobernador Ramón de Carvajal en 1782 el borde del cielorraso del estrado estaba adornado con cenefas con figuras de conchas talladas.

Ya en el siglo XVIII se producían alfombras y petates en Guayaquil y los valles peruanos. En 1776, 7 alfombras de Guayaquil se evaluaron en Panamá a 5 pesos. En 1787 llegaron de Guayaquil 4 “alfombritas” de una vara tasadas a 7 pesos, y 28 alfombras de Callao, de las cuales 12 de a once varas se tasaron a 6 pesos y 16 a 8 pesos cada una. Para los estrados también llegaban petates. De Paita llegaban en 1787, 34 petates de una vara a 8 reales, 2 de a 6 varas a 5 pesos y 3 de a 5 varas a 4 pesos.

Según la costumbre española, cuando los caballeros visitaban a las damas en los estrados se sentaban en sillas mientras ellas permanecían sentadas sobre la alfombra o recostadas en sus cojines o almohadones. Probablemente cuando eran sólo damas las que ocupaban el estrado, se sentaban con las piernas cruzadas y mientras departían hacían sus labores de bordado, típico de las señoras de la élite.

A fines del siglo XVIII se introdujo la moda del canapé, cuyo esqueleto era de madera fina y estaban tapizados con tela de calidad. En Panamá ya había canapés en 1788, y en residencias como las del gobernador Carvajal en 1782 coexistían el estrado y el canapé. El canapé no tardó en popularizarse entre las élites y ya estaba muy extendido a principios del siglo XIX, de manera que las mujeres empezaron a preferirlo el estrado (aunque esto tomó su tiempo) y acabaron sustituyéndole del todo por aquel, si bien en Hispanoamérica el estrado aún seguía usándose a principios del siglo XIX.

Siendo el canapé un mueble que permite la cercanía de los cuerpos y por tanto la intimidad del diálogo, constituía un buen sustituto del estrado, una de cuyas funciones era precisamente el intercambio de confidencias. Una pintura del viajero inglés Joseph Brown a la Nueva Granada en 1834 muestra dos damas sentadas en uno de estos canapés conversando con los pies cruzados y no como ahora se acostumbra, es decir, con los pies apoyados en el suelo. Esta escena sugiere que las posturas acostumbradas en los estrados se resistían al cambio y que el peso de la tradición seguía vigente. Pero la moda del canapé se impuso y con el tiempo, también la mujer adoptó una nueva postura al sentarse para los diálogos intimistas.

Oratorios

En las casas de la élite el oratorio tenía su propia habitación. Era el ámbito reservado para al retiro espiritual y la oración. Uno típico tenía un pequeño retablo en el que destacaba la imagen de bulto del santo patrono familiar. Contaría con ornamentos litúrgicos para la celebración, candelabros, salvillas e incensarios de plata, uno o dos reclinatorios tachonados de oro y tapizados en fieltro o en raso y brocado, un crucifijo de marfil sobre cruz de ébano o de cocobolo guarnecido de plata sobredorada, bajo un pequeño dosel carmesí, y colgadas en las paredes, pinturas quiteñas de san Francisco, la Purísima Concepción, la virgen del Carmen, o Santa Bárbara, acaso las principales devociones familiares. Una alfombra “turca” cubriría el suelo de este espacio de retiro y oración. Al lado derecho de la puerta del oratorio, se encontraría un diminuto benditero de mayólica, porcelana o plata con agua bendecida para santiguarse antes de entrar a él.

De la vida cotidiana en el Panamá colonial; estrados y oratorios
Oratorio en Casa Museo Lope de Vega, Madrid. Cortesía del autor

En 1615, en la casa del contador Juan Pérez de Lezcano el oratorio tenía “un tabernáculo dorado con tres imágenes de alabastro y encima un Cristo de hasta tres palmos”; “siete cuadros grandes y doce pequeños, todos al óleo que todos estaban en el oratorio”; “otro Cristo pequeño y un Niño Jesús”, y “dos sillas de mujer, la una con la cubierta de fieltro y tachuelas de oro y otra con cubierta de cañamazo”. Como se ve, era un oratorio ricamente aderezado. El tabernáculo, sobre su mesa, estaría dorado con pan de oro, coronado por un gran crucifijo y acompañado por tres imágenes de bulto de alabastro. La silla de mujer, tapizada en fieltro y tachonada en oro, era francamente pretensiosa. La otra, más modesta, debía ser la que usaba el propio Lezcano. Para rezar en el oratorio, los Lezcano tenían “dos rosarios labrados, el uno de azabache”.

En una casa de la élite colonial, además de las imágenes propias del oratorio, podría encontrarse en otro rincón destacado “un Cristo mediano en su cruz de ébano y una cruz grande, guarnecido en plata sobredorada”, y “una lámina con una imagen de Nuestra Señora”.

Ya desde principios del siglo XVII abundaban los oratorios en Panamá, incluso numerosos oratorios portátiles, pues se sabe que los feligreses llegaban al extremo de llevarlos a sus mismas camas, donde rezaban sin levantarse. Eran pequeños muebles en forma de retablillos, en cuyas puertas solían ir pintadas al óleo o al temple imágenes devocionales, y en su interior, otras figuras religiosas pintadas o relieves y tallas exentas generalmente de madera policromadas.

El obispo Francisco de la Cámara objetó este mal hábito, que además de evidenciar la infinita molicie de los perezosos vecinos, les retenía en casa cuando debían atender misa en las iglesias. Juntamente con las autoridades civiles, trató de prohibir estos oratorios de bolsillo, pero aparentemente no consiguió nada porque esta mala costumbre se encontraba muy arraigada y no dejaba de tener sus ventajas, no solo por la comodidad de tener un pequeño altar en la propia casa, sino también porque ahorraba a los vecinos el tener que salir a la intemperie bajo el tórrido sol o en días de lluvia.

La tradición de los oratorios continuaba después de la colonia. En la década de 1860 la neoyorkina católica Jenny White del Bal describe el de la familia Sosa, donde se hospedó antes de viajar a su residencia en Santiago, y recuerdo el de la casa donde residía el historiador Rodrigo Miró Grimaldo, frente a la iglesia de Santo Domingo, que evocaba claras reminiscencias coloniales.

Un modelo típico de oratorio del siglo XVII lo encontramos en varias Casas Museos en España, como la de Lope de Vega, en Madrid, y la de El Greco, en Toledo.


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