Del carnaval a ‘carneval’

Del carnaval a ‘carneval’
Aunque existen diversas hipótesis del origen de los carnavales, la más difundida se relaciona con el Imperio Romano. LP Alexander Arosemena


¿Alguna vez ha escuchado la palabra “carnelevarium”? Es una palabra que en latín significa quitar la carne, pero más cercano a la definición es no comer carne. De ahí se deriva la palabra carnaval, que, curiosamente ahora se conoce –al menos en Panamá– con un doble sentido: la fiesta de la carne. Y por razones obvias.

Pero en realidad el carnaval, según la Enciclopedia Británica, provenía de unas fiestas que celebraban los romanos católicos, previo a la Cuaresma, aunque otras versiones datan esta festividad siglos más atrás. Aunque la Iglesia católica la reconoce como festividad religiosa, mucho antes parece que Baco, una deidad (pagana) romana del vino y la fertilidad, ya celebraba el carnaval.

Obviamente, Baco era el dios de las santas borracheras, de esas que vemos mucho en Las Tablas o en cada rincón donde esta fiesta se celebra con fervorosa pasión. Los carnavales han tenido mayor acogida en Brasil, Colombia y hasta en Venecia, y también en Penonomé, donde no hay reinas, sino princesas, y cuyas cortes bailan al son de las murgas, sin la intervención de grillos ni de las grandes ni ostentosas carrozas y con el uso discretísimo de fuegos artificiales de dos o tres golpes, para luego salir huyendo antes de que los restos del cohete caigan sobre nuestras cabezas.

Es por eso que detesto los voladores… y las correas que hacen estallan sobre las calles, muy populares en Las Tablas, donde he ido una sola vez en mi vida en época de carnaval. Vi el desfiles de las carrozas, antecedidas por un ejército de locos que competían por ser los que más quemaban de esas correas. La competencia fue encarnizada y yo, al borde de la calle, escuchaba y veía ese estruendo. Por fin, terminaron y me fui al baile, a celebrar con Baco. Miré a mi alrededor y saqué a una hermosa tableña que me hizo notar que mi camisa de seda –sí pues, de seda– no era suave al tacto, sino más bien parecía brillo de cocina usado.

Orígenes de los carnavales

Aunque existen diversas hipótesis del origen de los carnavales, la más difundida se relaciona con el Imperio Romano. Esta sociedad creía en distintos dioses, entre ellos Saturno o Baco, y organizaban en honor a ellos fiestas desenfrenadas, usando disfraces o máscaras. La fiesta se hacía en honor al fin de la siembra de invierno, el equinoccio de primavera y la fertilidad de un nuevo ciclo.

Pasé mis manos sobre la camisa y era cierto. Fui rápidamente al baño y me quité la camisa; la puse contra la débil luz de un foco que me permitió ver que tenía cientos y cientos de diminutos huecos. Los malditos fuegos artificiales arrojaron pólvora ardiente sobre mi camisa y, sin darme cuenta, fue totalmente perforada, la única de seda que tenía. Casi lloro. Nunca más volví. Al año siguiente me fui a Penonomé. Las historias en estos carnavales son innumerables y necesitaría mucho más que este espacio para narrar lo que pasaba en solo cuatro días de un año equis.

Habrían muchas razones para elegir Penonomé, pero, sabiendo que soy de ese pueblo, mejor relato por qué un herrerano, amigo muy querido, decidió pasar carnavales en Penonomé. Él estuvo en el extranjero durante cinco años, periodo que, se suponía, culminaría recibiéndose de sacerdote católico. Se fue joven, convencido de que el Señor le hizo un llamado. Pero, faltando un par de meses para ser el cura que soñó, descubrió que su vocación no era la fe, sino la lujuria.

Francamente, no se cómo lo descubrió, pero abandonó el seminario y regresó a Panamá, donde su familia –pensando que siendo padre, se salvarían diez– no le agradó ni un gramo su decisión y las relaciones se enfriaron notablemente.

Él encontró consuelo en la lascivia… ¿y qué mejor lugar que en la fiesta del carnaval? Momo, Cupido y un poco de Baco se le metieron en el cuerpo y la cacería empezó. No una, sino dos, cayeron a sus encantos. Nos dimos cuenta de que hubo acción cuando lo vimos llegar al parque tras perderse por una hora con sus nuevas amigas, de las que recuerdo sus uñas, pintadas con esmalte negro, un color innovador para esa época.

Mi amigo mostraba rasguños, unos más profundos que otros, en brazos, cuello y cara, incluso en las piernas. Pero lo que me llamó la atención fueron los chupetes, recién hechos en el cuello y en lo que se asoma de su torso. Era como un letrero luminoso que anunciaba su desapego a moral y buenas costumbres.

Debido a que todos sabíamos de su lujuria incontenible (parece que quería recuperar el tiempo que estuvo recibiendo clases de teología), fue acogido en casa de un amigo con una severa condición: que no metería a nadie en la casa, y mucho menos liberar su lujuria. Así que la curiosidad me hizo preguntarle que le había pasado. Él sonrió mientras masticaba hielo. Nada, me dijo. Creo que no era consciente de que sus dos vampiresas casi lo dejan sin sangre. Se lo hice notar y me confesó, tras mucha insistencia de mi parte, que el deseo de los tres fue incontenible y, buscando un lugar discreto que no fuera el hogar donde fue aceptado por esas cuatro noches, se internaron en el cementerio municipal de Penonomé, donde después de innumerables besos impregnados de impudicia, alcohol y “no me importa”, terminaron en un hueco hecho un día antes.

Se supone que allí enterrarían a alguien, pero esa tarde, a plena luz del día, el foso fue el furtivo escenario de una fogosa pasión y de prohibidas explosiones de placer.

Creo que fue ese día que entendimos el alcance de sus deseos, de los que hizo gala no solo ese carnaval, sino en algunos más. Sus días de visitas al carnaval de Penonomé terminaron cuando se quedó sin casa donde dormir. Su insaciable apetito por la carne lo hicieron cometer su último error en la residencia de un amigo que le hizo la misma advertencia: nada de acción en su casa. Pero un lunes de carnaval, sin cementerio ni algún otro lugar que le diera algo de privacidad, se metió subrepticiamente a la casa de su anfitrión, justo cuando el resto de la familia (abuela, hijos y nietos), almorzaba.

Mientras aquellos sorbían la sopa, la casa fue invadida de gemidos y gritos de placer, con intermitentes expresiones que hicieron que la abuela se sonrojara como un tomate y que los pequeños nietos preguntaran encantados sobre esos gritos sin sentido para ellos. Minutos después de haber empezado el concierto erótico en si mayor, el anfitrión, ajeno a todo el escándalo, fue convocado de inmediato para que arrojara de la casa a ese impúdico, incapaz de respetar la santidad del almuerzo, las reglas más elementales del decoro y las canas de una decente y sensible abuela.

Así terminaron los días de carnaval de mi amigo. Intuyo que luego se arrepentiría de sus excesos, como cuando alguien se toma unos tragos y al día siguiente –con gomas etílica y moral– promete no volver a probar alcohol el resto de vida… hasta que llega la próxima vez. Curiosamente, 30 años después, la actitud desvergonzada de mi amigo es promovida en el reguetón que escuchan los jóvenes y no tan jóvenes… o en en cualquier “parking” o en el Club Unión. Y, aunque puede que moleste un poco o mucho, nada parará el “carneval”, al menos en Panamá, ese que mi amigo el lujurioso empezó en un no tan lejano día de carnaval.


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