Dictadores con cara de palo

Dictadores con cara de palo
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua. Archivo


En El otoño del patriarca, el dictador de García Márquez, que no tiene nombre ni edad, asiste, oculto en el palco presidencial, a un recital de gala ofrecido por Rubén Darío; y, embelesado ante la cascada sonora de los versos de La marcha triunfal, exclama: “¿cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con la que se limpia el culo?”

Esta escena imaginaria es una ocurrencia dentro de la novela, porque los tiranos de que padecemos en América Latina ni leen libros ni pierden el tiempo en recitales de poesía.

O, corrijamos: el dictador de García Márquez, al ser arcaico, pertenece a esa especie ya extinta de los tiranos ilustrados que habían leído La nueva Eloísa, y El espíritu de las leyes, para volverse luego señores de horca y cuchillo, fieles creyentes de que el poder se conserva a cualquier precio. Y para siempre.

Stalin, aún hoy con muchos devotos en el trópico, mantenía el ojo fijo sobre los escritores y artistas porque los consideraba peligrosos por naturaleza, y vigilaba que se atuvieran a la obligación de contribuir a la construcción del nuevo hombre soviético, como si se tratara de albañiles.

Y como tenía ínfulas de juez de las artes y las letras, asistía a los estrenos teatrales y musicales, oculto en un palco, como el patriarca de García Márquez, y él mismo escribía en Pravda las críticas, bajo seudónimo. Fue así como se largó un furibundo artículo contra la ópera de Shostakovich, Lady Macbeth de Mtsensk, que puso al compositor en la lista negra de enemigos del proletariado.

Nunca imaginaría a Pinochet, a Videla o a Stroessner, en su tiempo, o ahora a Maduro, a Diaz Canel, o a Ortega, cerrando un libro con un golpe airado, para levantar entonces el teléfono y ordenar la captura del escritor díscolo que le ha quitado el sueño, el que al día siguiente será encerrado en una celda de castigo, acusado de traición a la patria.

En cambio, no hay duda de que leen con fruición los partes de la policía secreta, que enlistan las actividades subversivas, donde da igual el informe de un infiltrado en un grupo opositor, que delata conspiraciones falsas o reales, o el dictamen de un párrafo donde se llama la atención sobre un libro, no por su contenido de denuncia política, sino por su irreverencia contra el poderoso.

Un tuit, lo saben bien, es mil veces más peligroso que un libro. Las ideas políticas se quedan en el encierro de la página y de las exiguas tiradas que cogen polvo en los estantes de las pocas librerías.

Otra cosa es si el burócrata anota en el parte que el autor se burla del tirano, o de su familia, o se hace mofa de su poder. Porque el dictador carece de todo sentido del humor, y entonces se trata ya de un agravio personal que reclama venganza. Cárcel, o exilio.

El silencio que una tiranía impone no permite los ecos de la risa en la caverna. El dictador no aceptará nunca que es un personaje risible. El poder absoluto tiene cara de palo. Sólo sonríe, apenas, ante la adulación.

Somoza, que no pretendía más que enriquecerse mandando, se preciaba de su sentido del humor, buen contador de chistes procaces que era; pero humor no tenía ninguno, y a los graciosos los mandaba a secuestrar a medianoche para ponerlos, en calzoncillos, al otro lado de la frontera.

Cuando no se le toma en serio, el tirano pierde el equilibrio. Se merece la posteridad, y vive en ella, y si alguien juzga sus glorias como una bufonada, comete delito de lesa majestad.

Ese es el escritor peligroso, no el que incluye en una novela una parrafada retórica contra las satrapías del tirano, sino el que exhibe sus extravagancias y sus manías, ridiculiza las falsedades de su discurso redentor en contraste con la opulencia de la corte, y desentraña la corrupción que crea el estamento de los nuevos ricos a la sombra de su poder.


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