¿Cómo se percibe a Panamá en el extranjero? A menudo me enfrentaba a esta interrogante cuando fui embajador en Bruselas entre 2018 y 2019 y, aunque no se puede responder de manera categórica y definitiva, vale la pena planteárnosla.
Cuando los panameños viajamos o vivimos en otros países, más allá de nuestro vecindario inmediato latinoamericano, experimentamos una sutil realidad. Ante la mención del nombre “Panamá”, nos encontramos con miradas vacías o perplejas. Nuestros interlocutores, o no tienen idea, o asocian el nombre con una de estas tres cosas: el sempiterno Canal, un sombrero ecuatoriano o, con especial énfasis en la última década, con la idea que somos un “paraíso fiscal”. Esta última, inmerecida o no, es una percepción que indica una realidad subyacente: existe un vacío imaginario en torno a Panamá que nos tiende trampas, incluyendo que prefieran no invertir aquí por el riesgo a la reputación que eso conlleva. Y lo cierto es que no hacemos mayor cosa por cambiar esa situación.
Imagínense que esta misma dinámica ocurriera con otros países: el escenario improbable de una persona cuyo conocimiento de Brasil se limite al escándalo Odebrecht, que reduzca Nueva York a ser la ciudad de Bernie Madoff, o identifique Francia con ser el país del fraude cometido por un empleado de la Société Générale. Por el contrario, estos lugares evocan ciertos valores en el imaginario colectivo que los resguardan del efecto de los titulares más controvertidos. La gente no visita París o Río de Janeiro o Oaxaca por la calidad de su desempeño logístico, sino por lo que estos lugares les aportan culturalmente. No es el caso nuestro.
En presentación tras presentación promoviendo a Panamá, generalmente acostumbramos a caer en una fórmula que consiste en mencionar la ubicación geográfica, nuestra relativa competitividad logística y nuestra estabilidad política y monetaria. Como gran faltante en este tríptico hay algo probablemente más difícil de captar con indicadores y clasificaciones económicas, pero aún más fundamental: la gente o, lo que es lo mismo, la cultura. Nunca olvidaré lo que me dijo una colega de la embajada cuando asumí el cargo: frecuentemente nos ven como un “país ficticio”, un lugar de cosas y de dinero más que de personas y de cultura. Por cultura me refiero a todo aquello que emana de un pueblo y lo hace ser referente o lo marca distintivamente fuera de sus fronteras: incluye la pintura, la escultura, las letras, la fotografía, la música, la danza, el teatro, el cine, la arquitectura, la cocina, la moda y el diseño.
De ahí el inmenso valor que representa nuestra primera participación como país en la Bienal de Arte de Venecia. Entre abril y noviembre de este año, las obras de cuatro artistas plásticos –Giana De Dier, Isabel de Obaldía, Brooke Alfaro y Cisco Merel–, bajo la curaduría de Ana Elizabeth González, Mónica Kupfer y Luz Bonadies, estarán expuestas en el primer pabellón panameño en la historia de esa exposición, organizada cada dos años desde 1895.
Es cierto que en ediciones anteriores ha habido artistas panameños invitados a participar en la Bienal de Arte de Venecia o en alguna de sus exposiciones asociadas, pero ésta es la primera vez que el país tendrá su propio espacio oficial. Durante siete meses, los más de 800 mil visitantes que recorren la Bienal podrán ver el trabajo de personas con formas y métodos de arte marcadamente distintos, desde el collage hasta la pintura y escultura, pero con el hilo conductor de estar inspirados en la historia, la biodiversidad, el folclor y la actualidad istmeña.
De hecho, el tema de esta Bienal, Stranieri ovunque –”extranjeros por todas partes”– apunta a un aspecto intrínseco de la identidad panameña: su papel como punto de encuentro. Las obras de los artistas seleccionados reflejan esta identidad y la Bienal las sitúa como parte del patrimonio universal.
Oportunidades como ésta ayudan a expandir la narrativa sobre Panamá a través de la cultura y sirven de guía para inspirar la creación artística nacional.
Vivimos en un entorno local donde el arte se percibe como algo bonito pero superfluo, exigiendo mejorar los sistemas de apoyo al amplio talento existente. Ojalá en pocos años nos hayamos dado cuenta de que lejos de ser un adorno, es un elemento constructor de país.

