Dos reales valía el bacalao cuando doña Yadira era joven. En su casa, como en otras de una barriada incipiente de San Miguelito, lo preparaban a puertas cerradas para evitar que el olor del guiso los delatara y que los vecinos se enteraran de cómo estaban realmente las cosas donde los Timaná.
“Ya sé, ahí están cocinando bacalao”, recuerda Yadira que afirmaban los vecinos, quizás con algo de envidia. Mientras, los envolvían los aromas de alguna receta del pescado con ingredientes modestos pero sazonados a la panameña, recitados por la doña con la pasión de un poema: “sopa, desmenuzado con papas, a la costeña en leche de coco, camarones, trozos al vapor…”.

Doña Yadira Timaná vende frutas, verduras y especias en el puesto número 5 del mercado San Felipe Neri, y se asombra con el precio actual del bacalao: cinco dólares la libra.
Igual suerte corren otros alimentos. Despreciados hasta hace unos años, reciben ahora un trato gourmet y se llevan la medalla de lo fit. El pixbae –o pifá, o chontaduro en otros países como Colombia– que según doña Yadira viene de Costa Rica y ya no de otras partes del istmo como antes, porque una plaga diezmó las cosechas el año pasado.
Y la guayaba, que en temporada deja entapetados los patios del interior, goza en la capital el estatus de una fruta exótica.
El pixbae saltó a la fama tras una serie de noticias sobre sus virtudes contra el estreñimiento o para cuidar la salud de los ojos, controlar el azúcar en la sangre, evitar las enfermedades cardiovasculares, potenciar el apetito sexual, orientarlo… y una serie de promesas orgánicas contenidas en una pócima, como sucede en una botica de barrio.
El problema del pixbae es que escasea, y lo que no se consigue fácilmente sube de precio. Dice esta doña que “por un racimo bonito” pagaba ella en otros tiempos unos $20 y de ahí salían de 23 a 25 ramos que vendía “por ahí” a $1.50. “Pero ahora que no hay, cada uno puede valer más de dos con cincuenta”.
La guayaba también tiene su rollo: “La del interior se pierde: el panameño mismo no consume la de aquí, sino que se come la de exportación, que es la que se siembra en este momento en Taiwán”.
Del anonimato a la fama
El periplo del bacalao hasta su arribo al país explica la transición de los alimentos que saltan del olvido a los medios y las redes sociales. Y en ocasiones se enlistan en lo delicatessen.
“Las langostas fueron una vez tan despreciadas, que eran la proteína para reclusos y sirvientes y hambreados de Massachusetts y otras colonias británicas”, recuerda el empresario y consultor de catering y vinos Jon Ander Urrutia, dueño de los restaurantes Casa Urrutia y Arró Bistró hasta su cierre en Panamá.

“La langosta se volvió una exquisitez con la expansión ferroviaria de los Estados Unidos. Los viajeros al probarla, y desconociendo su valoración local, la hallaban deliciosa”, dice el empresario, que recuerda el itinerario del bacalao hasta llegar a Casa Urrutia.
Su relato justifica el precio alegado por doña Liliana, otra vendedora del Juan Felipe Neri con quien coincide en el inicio de la travesía del bacalao: Noruega. “Allá solo es meter el balde en el agua, y sale listo”, dice esta doña, quien omite su apellido pero resalta el eslogan de su puesto de venta de “50 años de sabor”.
A la Casa Urrutia llegaba todos los meses una caja de madera del Mar de Noruega donde los productores locales lo empacan y suben a contenedores que van a dar puertos del mundo. Al restaurante llegaban cincuenta libras-piezas del alimento seco, que luego se cortaba en lomos seleccionables por su tamaño.
Empezaba ahí el proceso artesanal de cambio de agua en los recipientes donde se colocaban las piezas, cada tres días, para desalarlas e hidratarlas y evitar así su alto nivel de sal y se volvieran incomibles, o perdieran sabor tras aguarse.
“Nada se perdía, todo se vendía”, recuerda Jon Urrutia. En la carta aparecía el anuncio del proceso de desale de los bacalaos para advertir de cambios leves en el sabor de las recetas del alimento. De estos lomos presentados en sus formatos míticos al pilpil, a la vizcaína, al horno o en salsa verde.
Las partes menos presentables se desmigaban y se usaban en croquetas y salsa bechamel para rellenar los pimientos de piquillo. Lo único desechado eran las espinas sueltas, salvo el espinazo que era el insumo principal para hacer un caldo de colágeno con el que se preparaban sustancias formidables en Casa Urrutia.
Doña Liliana, la vendedora de los 50 años de sabor, sostiene que a diferencia de su vecina, el bacalao siempre ha sido caro. “La cajita valía antes 190 dólares; en estos días un poco menos”.
El que llegó a costar unos cuantos reales “lleva unos tonos más grises y otra consistencia”, valora Urrutia, y por ende otra calidad, aunque “es sabroso también”.
Buscado primero en el Mercado del Marisco, donde dijeron que nunca había bacalao y que de pronto “lo consigue en el Neri”, costó trabajo pescarlo en esta otra plaza durante un paciente recorrido por cada uno de sus toldos. Enigmáticos y resguardados en una caja plástica, como no lo estaban sus otros compañeros de vitrina, apareció por fin el bacalao.
Doña Doris Dennis, la dueña del puesto donde se exhiben casi como una gema, los vende a $4.75 la libra sin deshuesar y a $5 el lomo. “Lo buscan los extranjeros, pero más los panameños”, asegura esta otra doña alegre mientras se saborea los labios mencionando alternativas: torrejitas, empanadas y ensaladas.
Tras el bacalao, el pixbae y la guayaba, se asoma otro alimento del olvido con el potencial para ingresar en el club de los alimentos V.I.P. Es de color verde esmeralda y comerlo exige una destreza equiparable a la que se requiere cuando se trincha una langosta.
Sabe a miel y a placer. En Oriente y en Europa lo catalogan ya como toda una experiencia. Y en temporada, después de las lluvias de abril, inunda los parques y por ahora se lo compra en los semáforos. ¡Cuál otro será sino el mamón!