Yo tenía 56 primos hermanos, y el empeño constante de mi padre, Pedro Ramírez, era que me convirtiera en el primer abogado entre aquella multitud familiar; porque como solía martillar a la hora de las comidas, él sólo había logrado llegar hasta el cuarto grado de primaria, y eso era bastante en una familia de músicos pobres. Mi abuelo Lisandro, maestro de capilla del templo parroquial de Masatepe, compositor de misas de gloria y de himnos religiosos, y también de valses y otros aires profanos, había formado su orquesta, la orquesta Ramírez, repartiendo los instrumentos entre sus hijos al no más hacerse adolescentes, y sólo mi padre se había negado a aceptar el suyo, el contrabajo, por tequioso de transportar, y abrió una tienda de comercio frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial.
De modo que crecí convencido de que ser abogado era mi destino, y cuando me bachilleré, a los diecisiete años, mi padre mismo me llevó hasta León a matricularme en la Facultad de Derecho, y me instaló en la pieza de estudiantes donde debía vivir, con un catre de campaña, un baúl, una mesa de pino y una silla playera como únicas pertenencias.
Tiempos de agitación aquellos, el derrocamiento de Batista en Cuba alentaba al derrocamiento de los Somoza, y el foco de resistencia y de protesta era la universidad. A las pocas semanas de empezados los cursos sobreviví a una masacre perpetrada por el ejército de la dictadura contra una manifestación en la que yo participaba, un 23 de julio de 1959; y eso de ver la muerte de cerca a los diecisiete años, porque mataron a cuatro universitarios, dos de ellos mis compañeros de banca en el aula, forjó de un golpe mis convicciones.
Y ocurrió también que me hice escritor. En 1963, un año antes de graduarme, publiqué mis primeros cuentos en un pequeño libro, y me presenté en Masatepe para entregárselo a mi padre, antes que el título de abogado, temeroso de su reacción; porque si quería para mí una profesión rentable, y de prestigio, de la que sentirse orgulloso, la de escritor no lo era en la Nicaragua de entonces. En la de ahora es, además, un oficio peligroso, que te puede llevar a la cárcel, o al exilio, o a convertirte en apátrida, ya está visto.
Es la tarde de un sábado. Está sentado en su silla mecedora en una esquina de la tienda. Repasa las páginas de mi libro. Luego alza la vista, y me dice: “bueno, ahora tenés que escribir una novela”. Lejos de cualquier reproche, había orgullo en sus palabras. Fue la entrañable complicidad de un tendero iletrado con un muchacho que antes que abogado quiere ser escritor a toda costa.
Al año siguiente presente mi examen público para obtener el título de abogado en la universidad, y mi padre estuvo presente en la ceremonia de graduación, cuando recibí también la medalla de oro como mejor estudiante de la carrera, la que conservó hasta su muerte. Y en Masatepe hizo cantar el tedeum de Eslava en la iglesia parroquial, mis tíos frente sus atriles con sus instrumentos, y sacó de la tienda estantes y vitrinas para convertirla en el salón de la fiesta a la que invitó a medio pueblo.
Mi padre murió en 1981, a una edad que ahora yo he sobrepasado, y lo he recordado cuando la fiel y servicial Corte Suprema de Justicia de Nicaragua me ha despojado de algo que sólo a él debo, mi título de abogado y notario. Es como si en esa resolución llena de galimatías, en la que, tras ordenar la anulación de mi título, me ordenan devolver en el término de la distancia bajo apercibimiento de ley, mis sellos de abogado, de los que nunca dispuse, y mi protocolo de notario, que nunca llegué a abrir, intentaran borrar los sueños del tendero que quiso ver a su hijo abogado, el primero con un título universitario entre sus 56 primos.
Pero entre él y yo, todo está a salvo.
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