El traslado de Panamá la Vieja a la Nueva en 1673

El traslado de Panamá la Vieja a la Nueva en 1673
Plano de la ciudad de Panamá por Fernando Saavedra, 1688.


Ayer, 21 de enero, se cumplieron 350 años del traslado de Panamá la Vieja a la Nueva Panamá. Una efeméride que no puede olvidarse. Dos años antes, el 28/I/1671, tras el ataque de Henry Morgan, la ciudad quedó reducida a cenizas. Solo en los combates murieron más de 500 defensores, sin contar los heridos y prisioneros. Aquel episodio y la consecuente destrucción de la ciudad constituye uno de los traumas más tristes y sangrientos de nuestra historia.

Hasta que, en enero de 1673, luego de dos largos años de agobiante espera, se pudo repoblar y trasladar a su nuevo emplazamiento, los vecinos soportaron condiciones miserables, víctimas de epidemias e incontables sufrimientos: después del ataque más de 4,000 murieron de penurias, hambre y enfermedades. La población de la ciudad quedó reducida a la mitad. Hubo muertes por inanición. Las pérdidas materiales se calcularon entre 11 y 18 millones de pesos, en joyas, plata en moneda y barras y propiedades inmobiliarias.

Muy pocas viviendas quedaban en pie. Solo se habían salvado unas caballerizas donde se cobijaron los sobrevivientes. Varias familias habían abandonado la ciudad, unas escapando al extranjero, otras mudándose al campo donde vivían en bohíos. Muchos vecinos solo habían salvado la ropa que llevaban puesta. Los conventos quedaron reducidos a tres o cuatro frailes y sus iglesias consistían en precarias chozas de paja. Durante esa cuaresma se predicó en la calle.

Al conmemorar los 350 años del traslado de Panamá la Vieja a la Nueva, nada ayudaría más a la comprensión de este tortuoso proceso –porque lo fue–, que evocar aquel drama y las pulsiones que acompañaron la decisión de mudarla a otro sitio y porqué fue éste el que se escogió y no otro.

Presta reacción del Imperio

Cuando las noticias de la caída de Panamá llegaron, primero a Cartagena, luego a Lima, y finalmente de Madrid, el imperio estremeció de pánico. Acababa de firmarse un Tratado de Paz entre España e Inglaterra y el sorpresivo ataque era el colmo de la perfidia. Se dice que la reina lloró desconsoladamente. También lloró de frustración el conde de Peñaranda y probablemente toda la Corte madrileña.

Panamá era demasiado importante para dejarla abandonada al azar, de modo que la reacción fue inmediata. El virrey de Perú, conde de Lemos, envió 200 hombres de guerra, 100,000 pesos del situado y cien botijas de pólvora. Temerosos de que Morgan se afincara en Panamá, la Corona preparó una gran expedición al mando del conde de Medinaceli. Nunca el imperio español había sentido tanto temor de perder sus dominios americanos, lo que explica no solo el pánico que produjo la ocupación de Panamá, sino también los enormes recursos que se movilizaron.

Una vez se supo que Morgan se había retirado, se suspendió la marcha del conde y en su lugar se envió como nuevo presidente, capitán general y gobernador de Panamá a uno de sus militares de mayor prestigio, Antonio Fernández de Córdoba y Mendoza. Viajó en tres galeones con un tercio compuesto por 550 soldados llamados “de la chamberga”, y abundantes pertrechos militares. La expedición partió hacia Panamá el 12/VIII/1671.

Un proyecto largamente diferido

El virrey había enviado a Panamá al oidor M. F. Marichalar para encargarse del gobierno mientras llegaba Fernández de Córdoba. Marichalar tomaría posesión el 9/X/1671. Su principal objetivo consistía en mudar la ciudad “antigua” al sitio del ancón y pidió al gobernador de Cartagena que enviara a Panamá al ingeniero militar Juan Betín para que trabajara en la delineación de la nueva ciudad y sus fortificaciones.

La idea de la mudanza era un tema viejo que se había venido discutiendo, tanto en Panamá como en Lima. Para la ocasión el sabio de la Universidad de Lima, Francisco Ruiz Lozano, presentó un informe donde contrastaba las ventajas del puerto o sitio del ancón con la vieja Panamá. Como antecedentes mencionaba los proyectos para mudar la ciudad al “ancón”, del presidente Iñigo de la Mota y Sarmiento en 1640, y de su sucesor Pedro Carrillo de Guzmán, en 1657. Pero Carrillo fue nombrado presidente de la Audiencia de Chile, y su proyecto quedó pospuesto.

Si bien la idea de la mudanza era casi tan vieja como la misma ciudad, fue a partir de Mota y de Carrillo, cuando se señaló el ancón como posible sitio para su nuevo emplazamiento. Desde entonces no se mencionó otro lugar, ni después del ataque de Morgan se habló de otro sitio posible.

A estos planes de mudanza se oponían sistemáticamente los vecinos, por temor a la pérdida de sus propiedades inmuebles y los costos para hacer sus casas de nuevo. Pero una vez destruida la ciudad, sus alegaciones perdían sustento. Por otra parte, el panorama internacional había cambiado radicalmente: dejaba de ser una cuestión de lucha entre voluntades (los vecinos frente a los gobernadores) y se convertía en razón de Estado.

Una vez llegó Fernández de Córdoba instaló el gobierno en lo quedaba de las viejas Casas Reales. Allí acomodó su vivienda, la Audiencia y al Cabildo, y empezó a trabajar. Su mayor objetivo era la mudanza y construir la muralla de la nueva ciudad para evitar que el enemigo volviera a ocupar por asalto a Panamá, ni amenazara desde el Istmo al virreinato. Se entregó a la tarea con frenesí hasta que del esfuerzo perdió la vida.

Lo primero era, pues, la mudanza. Ahora bien ¿por qué mudar la ciudad? Cuando una ciudad es destruida por el fuego o por una calamidad natural no necesariamente debe trasladarse a otro sitio. Londres no se mudó a otro lugar luego del Great Fire de 1666, y tampoco lo hizo la nueva Panamá al incendiarse toda en 1737. Lo usual era reconstruir la ciudad en su sitio original. Pero el caso de Panamá la Vieja era distinto.

Pedrarias Dávila había fundado la ciudad bajo presiones de la Corona, que necesitaba una terminal en el Pacífico, de modo que escogió mal y a la carrera. Escogió primero El Coco, luego la mudó a la ensenada de San Judas, a la salida del río Gallinero (hoy Río Abajo) para que sirviera como puerto marítimo y allí quedó. Pero su emplazamiento resultó problemático. A sus espaldas quedaba una ciénega palúdica y solo podía extenderse hacia el oeste, orillando la playa, de modo que fue adquiriendo una orientación alongada. Esta orientación impedía cercar la ciudad con una muralla protectora, ya que resultaría muy costosa por su forma de ceja extendida y los militares la consideraban poco útil para la defensa. Carecía de adecuadas fuentes de agua potable, que solía obtenerse de los pozos, ríos y quebradas, siempre de mala calidad, y en verano debía traerse desde el río Chagres, a 35 km de distancia, o de Taboga. Finalmente, la ensenada se fue azolvando, haciendo imposible el arribo de embarcaciones y el frente marino se fue cubriendo de lama.

La solución fue el islote de Perico. Su fondeadero podía acomodar barcos de 80 a 250 toneladas. Se calculaba su fondo entre 6½, 8 y 10 brazas y tenía un manantial de agua que era gran alivio para viajeros que llegaban desde Perú o Ecuador.

Hacia fines del siglo XVI y principios del XVII, Perico ya había reemplazado a La Tasca, convirtiéndose en el puerto de Panamá. Desde Perico era más práctico transportar la carga y los pasajeros en bergantinillos hasta las playas de Panamá la Vieja. De esa manera, cuando se plantea el traslado de Panamá la Vieja al ancón, Perico venía sirviendo desde hacía más de un siglo como puerto de la ciudad y a nadie debió sorprender que este hecho y su mayor cercanía al ancón fuesen decisivos en la elección del ancón para mudar la ciudad. Las ventajas eran obvias. Hasta Panamá la Vieja la distancia era de dos leguas y media, y la mitad a la nueva Panamá.

Basándose en todo lo anterior (insalubridad, mala calidad del agua, dificultad para la defensa, falta de puerto) los vecinos solicitaron a la Corona que se les mudara de sitio, pero la decisión regia demoró. En la década de 1580, llegó a América el célebre ingeniero militar toscano Bautista Antonelli, con el propósito de establecer un complejo sistema de defensas militares en el Caribe y se trasladó al istmo de Panamá, donde construyó los fuertes de Portobelo y el San Lorenzo del Chagres.

Proyecto de mudanza de Bautista Antonelli

En 1591, ya en la capital, Antonelli propuso trasladarla a La Rinconada, en la orilla oriental por donde sale el Río Grande, hoy La Boca. La ciudad quedaría a las faldas del cerro Ancón, desde donde fluía el manantial de El Chorrillo. Lo más importante era su cercanía a las islas de la bahía. Proponía construir un relleno que comunicase tierra firme con el islote de Perico.

Se facilitaría el desembarco de mercancías desde Perico a Panamá, con economías en el transporte y disminuyendo riesgos de pérdidas, y en caso de ataque, se haría más expedito el envío de auxilio por tierra desde la ciudad. Pero el proyecto fue desechado, aunque lo retomaron los franceses durante las obras del Canal y luego los norteamericanos. Fue el antecedente de la Calzada Amador.

Pero la idea de la mudanza siguió planteándose, una y otra vez para la pequeña península o “ancón”, y desde entonces esta fue la propuesta preferida y de hecho la única.

La “profecía” del falso hermano Gonzalo

El historiador Juan A. Susto, dio a conocer en un corto artículo la supuesta “profecía” de un tal hermano Gonzalo de la Madre de Dios, que anticipaba el asalto de Morgan, la destrucción de la ciudad y la mudanza al “ancón”. Lo tituló “El precursor de la fundación de la nueva ciudad de Panamá fue un portugués”. Como es corto, ha sido publicado y reeditado varias veces hasta convertirse en una perla de corona de la historiografía panameña. Susto se basó en un expediente del Archivo de Indias (Panamá 226) de cuyos cientos de folios consultó solo la introducción, de tersa y legible letra cortesana, dejando de leer el resto de confusa letra procesal usada para juicios y donde está lo mejor. Confiado en el descubrimiento de esta insólita joya documental, le habría parecido ocioso seguir con el texto. En esas primeras páginas, solo aparecían resúmenes de declaraciones de mercaderes y viajeros que conocían superficialmente al personaje y depusieron a favor suyo basándose en lo que les contaba (o acaso comprados por este). Y así Susto nos dejó una visión romantizada del sujeto, considerándolo un profético visionario lleno de virtudes.

El tal hermano Gonzalo recorría las calles mendigando, descalzo y vestido de raído hábito gris de eremita trinitario. Decía que se le aparecían Niños Jesús, que la Virgen “le había hablado”, que “veía patitas de un alma sobre un plato” y anunciaba desastres por venir. Pero nuestro Gonzalo era un sacrílego impostor y un descarado embustero, que ocultaba tras sus aspavientos eremitas una burda mascarada para quitarle plata a los crédulos vecinos, hasta llegar a acumular una fortuna. Presumía de ser hijo del inquisidor general de Portugal (siendo que a un tío suyo lo había quemado la Santa Inquisición por tener “la sangre infecta de judío”, como él mismo).

Lo sorprendente es que se le creía todo con patético candor, considerándolo un santo varón y hasta el presidente interino de Panamá se tragaba sus embustes, y escribía maravillado que el hermano Gonzalo había profetizado la muerte de Fernández de Córdoba. Así eran aquellos tiempos, nublados por la superstición, la creencia en milagros y la fe ciega en falsos profetas.

El obispo-presidente de Panamá, Antonio de León, le seguía causa criminal por tratar cruelmente a sus esclavos (a uno le untó brea hirviendo) y por haberse apropiado de los ornamentos litúrgicos y otros bienes de las monjas concepcionistas. Con lo que había acumulado con engaños compró esclavos y 145 mulas, hasta que el obispo trató de ponerle preso, pero se le escapó y viajó a España, donde fue apresado. Le encontraron un cofre con miles de pesos envueltos en el humilde sayo de color gris con el que se disfrazaba de eremita. Se le siguió juicio y fue encerrado en las mazmorras de la Inquisición de Sevilla por estafador e impío.

El falso hermano Gonzalo no era ni el primero ni el único precursor de la mudanza ya que, como hemos visto, otros más calificados la habían sustentado y con mayor fundamento. No había ninguna originalidad en “profetizar” el incendio de una ciudad que era casi toda de madera, que además se había incendiado varias veces y en 1644 se habían quemado “más de 90 casas”. Tampoco había originalidad en “profetizar” el ataque de Morgan. En 1668 ocupó Portobelo y amenazó con invadir la capital, lo que todos sabían. Pero por culpa de Susto, al tal Gonzalo, se le ha tenido hasta ahora, ingenuamente, como “El precursor de la fundación de la nueva ciudad de Panamá”, hasta convertirse en verdad sacralizada. Y como nos descuidemos se seguirá creyendo en eso.

Fernández de Córdoba y el trazado urbano

Una vez Fernández de Córdoba reconoció las ventajas del “ancón”, y contando ya con la anuencia de los vecinos, no vaciló más y procedió a la mudanza. Hizo primero el diseño de las fortificaciones y luego el de la ciudad. Contaba para ello con ingenieros militares de primera, Betín, Bernardo de Ceballos y Arce, y además el teniente de ingenieros Fernando de Mohedas Saavedra, formado en Panamá y buen delineante.

El plano de la ciudad no ofrece sorpresas. Luego de siglos de experiencia urbana, España había acumulado una sólida tradición en la fundación de ciudades. Esta tradición se remonta a la lejana Edad Clásica, desde Olinto, Esmirna y Mileto, pasando por los castros romanos, las ciudades campamentos para combatir a los moros, hasta su inmenso legado urbanístico en América, que pobló sin pausa de cientos de villas y ciudades. Era un legado urbanístico único en el mundo. Ningún otro país, ni de Oriente ni Occidente podía comparársele. Esta vasta experiencia urbanística es recogida en un cuerpo de Ordenanzas desde 1573, y luego en la Recopilación de Leyes de Indias de 1683.

Cuando se funda la nueva Panamá esta rica normativa llevaba un siglo de existencia. No era novedad que esté orientada hacia los cuatro puntos cardinales y su trazado sea reticular parecido a un damero, con su gran cruz axial de donde parta su sistema callejero, con su plaza mayor en el medio. Modesta en sus dimensiones –unas 20 hectáreas intramuros–, hacía homenaje en su misma sencillez diagramática al urbanismo clásico. Y una vez asignados los lugares para el callejero, los edificios cívicos y religiosos, allí no quedaba espacio para más de 300 solares, justo el número de familias blancas existentes, que de inmediato se los repartieron, convirtiendo a Panamá en una ciudad elitista, cerrada en sí misma y protegida por las murallas, donde el pueblo llano quedaría relegado al arrabal de Santa Ana. Fue un caso único en América.

Ceremonia formal del traslado

Las tareas se realizaron con presteza y a poco estaban hechas las fundaciones. El 21/I/1673 a dos años justos de la destrucción y como queriendo reafirmar con esa fecha la voluntad de renacer, se celebró la ceremonia del traslado recogida en un Acta.

La firmó el escribano real y notario, Juan de Aranda Grimaldo, y para dar fe de ello, firmaron, como escribanos y notarios Juan Martínez de Leguízamo y Juan López de Matos. Ambos eran cuarterones de mulato, y entre los primeros de su “casta” que adquirían la titularidad de notarías y escribanías.

Primeras construcciones y el plano de Fernando de Saavedra

La construcción de las murallas y viviendas se inició frenéticamente. Ya en abril de 1674 se habían construido 113 casas dentro de las murallas, y 293 bohíos de paja en Santa Ana. También se levantaban los primeros conventos e iglesias. Pero el 8/IV/1673 fallece Fernández de Córdoba de agotamiento y malaria. Había ejercido el cargo 16 meses. Sin embargo, el proceso constructivo continuó.

El rápido crecimiento de la ciudad es visible en el plano del teniente de ingeniero Fernando de Saavedra de 1688, hoy en el Museo de Historia. Es una auténtica pieza cartográfica y la mejor muestra del extraordinario renacer urbano de la capital. Habían transcurrido solo 15 años desde que se colocaron los primeros cimientos de la ciudad, y el plano la muestra totalmente construida. Las calles ya tienen nombres, los espacios reservados para los conventos e iglesias ya muestran edificaciones, el perímetro amurallado ya luce acabado, la plaza mayor se encuentra rodeada de casas ya construidas. En el plano se observan cientos de viviendas en pie, la gran mayoría de un alto y con su característico patio interior, y donde se repite redundantemente el arquetipo de la vivienda urbana heredado de Panamá la Vieja.

Si es cierto que este hermoso plano refleja la realidad, como parece serlo, nos encontramos ante un fenómeno extraordinario de recuperación urbana. De la nada, luego de una devastadora calamidad, sobre una diminuta península deshabitada, poblada solo por árboles, y donde solo había un pozo y una fuente, nacía una nueva ciudad apenas transcurridos quince años. Pocos casos hay que puedan comparársele.

Pero ¿cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo después de la destrucción total de la vieja ciudad, de la pérdida catastrófica de vidas humanas y de recursos de capital, que dejó a los pocos vecinos que sobrevivieron apenas sin fuerzas ni recursos, pudo levantarse la nueva Panamá?

Aunque aún queda por conocer cuánto destinó la Corona para construir la nueva Panamá y su costosa muralla, se sabe que la suma fue ingente, lo que debió impulsar numerosas actividades económicas, ocupando abundante mano de obra para la construcción. Pero hay otros factores decisivos. Uno de ellos fue la decisión de celebrar una feria, como se hizo en 1672 y cuyo propósito era precisamente revitalizar la economía.

Otro factor fue la llegada del situado. Fue creado en 1664 debido la decadencia de los ingresos fiscales a causa de las decadentes ferias y no alcanzaban para cubrir los gastos de defensa, pero sobre todo por la creciente amenaza británica en el Caribe. La suma original, asignada a la Caja de Lima, era de 105,050 pesos, pero la reina la aumentó a 275,315 anuales a partir de 1672. Se trata de cantidades enormes en dinero líquido que circulaban por todo el país vivificando su economía.

Otro factor fue el Asiento Genovés de los Grillo y Lomelín para introducir esclavos en tres factorías, Portobelo, Veracruz y Cartagena. Desde 1663 el Istmo se convierte en el mayor centro de distribución de esclavos de las colonias españolas en América. El 65.74% de los esclavos introducidos por el Asiento en todo el Continente durante la década siguiente salían por Panamá (el resto, y a mucha distancia, se lo repartían Veracruz y Cartagena).

La invasión de Morgan en 1671 interrumpió momentáneamente la Trata, pero ya en 1673 volvía a reactivarse. Sumas ingentes destinadas por la Corona para el traslado de la ciudad y la construcción de sus murallas; 40,000 pesos que envió el comercio de Perú como donativo para las fortificaciones; feria de 1672, donde usualmente el 10% de las ganancias se quedaban en Panamá; 275,315 pesos anuales de situado a partir de 1674, y la Trata negrera, todas ellas anudadas a la vez, debieron producir un poderoso impacto en la economía panameña, salvándola del difícil trance en que se encontraba, y explican su sorprendente y rápido renacer urbano. El nacimiento de la nueva Panamá fue una verdadera proeza y un alarde admirable de voluntad para erguirse airosa sobre las cenizas.


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