La escritora y docente argentina Selva Almada comenzó a publicar cuando se mudó a Buenos Aires en 2000. Su primera novela, El viento que arrasa, obtuvo el First Book Award de Edimburgo.
Su crónica Chicas muertas fue finalista del premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón (España). Otras obras suyas son Ladrilleros, El desapego es una manera de querernos y El mono en el remolino.
La violencia de la naturaleza y del ser humano están presentes en sus libros. Los paisajes desolados, los destinos trágicos y el mundo tosco de ciertos hombres rodean No es un río (Random House), su novela más reciente, finalista del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa.
¿Quiénes han recorrido con usted el camino de ser lectora?
Provengo de una familia de clase baja. Mi padre es obrero. Mamá mucama, de grande estudió para ser maestra. En esa época, en Argentina, había una idea de que la lectura y estudiar te podía sacar de pobre. Mamá leía a Corín Tellado. Mi viejo leía libros de una editorial de historietas llamada Columba que publicaba lo que hoy serían novelas gráficas sobre aventuras. Recuerdo leer Papillón (de Henri Charriére) en viñetas. Mi abuelo materno fue lector. No lo conocí porque murió cuando era muy chica, pero había en mi casa su colección de libros de Julio Verne. De chica me regalaban libros. Como no sabía leer, mi hermano o mis padres me leían.
Todo cambió cuando aprendió a leer en la escuela en Villa Elisa.
Ya no necesitaba de nadie (ríe). En la escuela pública había una biblioteca de literatura juvenil. Dos amigas de infancia también eran muy lectoras y nos juntábamos en la biblioteca. Era como un club de lectura. A los 12 años saqué el carné de la biblioteca. Siempre fue una literatura muy popular. No había un canon, había muchos best sellers (sonríe).
Marchó a Paraná, capital de Entre Ríos, para estudiar literatura. ¿Le impactó?
Fue un shock. Yo creía que había leído y que era súper lectora. Me encontré con gente de otros lugares y de otro nivel educativo: ‘¿Cómo? ¿No leíste a tal?’ Aparentemente había leído un montón de cosas que no servían para nada. Allí entré en lo canónico.
De músicas y recuerdos
Rubén Darío, Alejo Carpentier, Mario Benedetti, tantos escritores que nos han enseñado que la literatura también es música. ¿Cómo logra extraer música de lo rural?
Cuando comencé a escribir me di cuenta de que había algo en la oralidad que era parte de la memoria de mi infancia. Me atraía mucho esa música que se armaba en el habla. Eso aparece en forma desbordada en Ladrilleros y en El viento que arrasa. En No es un río hay un cauce, un acercamiento a la poesía, aunque sus personajes sean burdos, son contados con poesía.
Su primer libro son los cuentos de Niños (2005).
Es un relato de mi propia memoria de la infancia. Fue cuando comencé a explorar los lugares y la gente que había conocido. Eran cosas que me estaban dando vueltas en la cabeza, en los recuerdos.
Chica de provincia (2007) también transcurre entre la niñez y la adolescencia.
Tiene como disparador el suicidio de un tío mío. Son relatos autobiográficos. Encontré que había una zona, una jerarquía, un lenguaje, unos personajes que formaban parte del universo de mi pasado. Fui más consciente del peso de la ficción.
El viento que arrasa (2012) gira en torno a un pastor evangélico, su hijo y un mecánico, y Ladrilleros, sobre las relaciones entre los padres y sus hijos varones. ¿Cuál es el peso de las familias en sus historias?
La familia lo es todo. Lo de las familias disfuncionales, a la manera provincial, se repite libro tras libro. No son los padres de ciudad que se divorcian, los chicos que viven un rato en una casa y luego en otra. Las mías son familias medio rotas, pero juntas bajo el mismo techo.

¿Cómo recuerda a su familia?
Cuando fui creciendo me di cuenta de que mi familia era distinta al resto: mis padres siguen casados. Mi mamá trabajaba de maestra hasta jubilarse, las otras mamás no lo hacían. Mi viejo trabajaba, pero era medio vago porque le gustaban los bares, por la noche. La que llevaba la casa y los hijos era mamá. Cuando iba a casa de mis amigas, y ellas hacían algo malo, las mamás les advertían: ‘cuando venga tu padre vas a ver’. Mi madre era la que decía lo que se debía hacer porque era la que estaba. Tengo un primo de mi edad de madre soltera. Eso en un pueblo era muy mal visto. Pasamos juntos la infancia. Sobre él recae ese supuesto estigma de no tener padre y ella de no tener marido. Mi propia madre se casó adolescente embarazada. Las relaciones familiares son un gran tema. Todo eso aparecería luego en mis novelas.
Eso de familias que no están tan claras queda en evidencia en No es un río, un grupo de amigos adultos se vuelven los padres del hijo de un amigo que falleció.
Sí. Arman una familia paralela. Las madres no están. Solo los padres. En Ladrilleros eso ya aparecía. Fabián Casas (poeta argentino) tiene un verso que me encanta: ‘Todo lo que se pudre forma una familia’. Allí hay mucha verdad. Esa cosa de estar obligado de estar con gente con quienes en otras circunstancias no serías amiga, pero, bueno, son tu familia (ríe). En Argentina hay esa cosa italiana de que la familia es lo primero y lo más importante. Eso siempre me hizo bastante ruido.
La idea de No es un río le llega en 2013. La trabaja de forma intermitente. La retoma en 2015. Le pone de lleno con ella en 2019, pero en el medio aparece Chicas muertas (2014), El desapego es una manera de querernos (2015) y El mono en el remolino (2017). ¿Cómo escribió esta novela entre estos paréntesis?
La comencé con mucho ímpetu luego de Ladrilleros (2013). Después apareció la oportunidad de escribir Chicas muertas. La retomé, leí lo que había y no me gustó porque se parecía a Ladrilleros. Busqué otro tono y otra voz. Cuando los encontré apareció la propuesta de El mono y volví a dejar la novela. Cada vez que volvía le sacaba palabras y oraciones, pero había algo que me seguía interesando en la escena inicial de la pesca y el amigo muerto.
Volvió a releer esas primeras 10 páginas. Fue cuando se activó un resorte en 2019.
Sí, en un año caótico porque mi marido se enfermó. No tenía la mente ni la energía para escribir, pero siempre lo pensaba. En el verano de 2020 se me reveló la novela. Fui a escribir sola No es un río a un área semi rural a 50 kilómetros de Buenos Aires que tengo junto con unos amigos. Revisé las galeras cuando comenzó la cuarentena. Después se demoró la salida del libro por la pandemia. Fue un alivio terminarla antes de todo eso.
Lo masculino
Sus novelas exploran el universo masculino con todos sus dobleces.
Claro. Por eso No es un río tenía eso que no me dejaba soltarla. Nace de una anécdota de una pesca de una raya. Todo tenía que ver con mi padre que siempre ha pescado con sus amigos que nunca visitaban la casa. Siempre me intrigó que saliera por tres o cuatro días. Tenía otra vida. Venía con resaca y sin pescados (con suspicacia). La pesca donde yo me crié es un ritual masculino. También funciona como un rito iniciático para los hijos varones adolescentes que ingresan a ese grupo de hombres que se van solos.
¿Qué pregunta se respondió con No es un río?
De chica me preguntaba: ‘¿qué hacen los hombres cuando se van de pesca y están lejos de casa?’. No es un río es la intención de responderme eso. Ese mundo masculino siempre me ha dado bastante curiosidad. Es más sencillo pensar que los hombres son todos predecibles, básicos y bestias. En la masculinidad también hay una complejidad. Mis personajes tienen un mundo interior raro, inaccesible, hermético, contradictorio.


