Hace 30 años, cuando Julio Chuquimarca (Quito, 1958) era técnico electricista de la Empresa Eléctrica Quito S.A., salió con su familia a hacer unos mandados fuera de su barrio, ubicado en la capital de Ecuador.
Cuando regresaron a su vivienda, la encontraron vandalizada por los dueños de lo ajeno. “Vinieron en un camión y se lo llevaron todo. No quedó nada”, suspira con dolor mientras recuerda hoy aquel incidente que fue un parteaguas en su vida.
“No importa cuál sea nuestro problema, Dios es la solución”, dijo una vez la escritora Pauline Creeden. Don Julio fue testigo y fiel creyente del poder de esas palabras.
Entre la incertidumbre, la desesperación y el nerviosismo de qué hacer para volver a comenzar desde cero, escuchó una voz interna que le recomendó que podía expresarse a través de las formas y los colores como cuando era un niño inquieto y hacía maravillosas manualidades en el colegio.
“Cada cuadro es una sublime y espiritual bendición. Es un alimento para el alma. La inspiración me viene del Señor”, resalta Chuquimarca, cuyo apellido se traduce como tierra caliente en la lengua de los quitucara, comunidad indígena que está en Ecuador desde los años 500 d.C.
Superando una desventura. Así comenzó en el oficio de la pintura, y más adelante, en la escultura. Primero vendió sus obras entre sus allegados. Luego las puso a la venta en ferias comunales de su región. Más tarde su talento lo ha llevado a exponer en Miami, Nueva York, Ciudad de Panamá y México D.F., entre otros destinos del continente americano.
De maestros y avances
Su debut en las lides artísticas en Panamá se registró hace 25 años, cuando trajo consigo algunas decenas de cuadros para vender entre nosotros.
Desde entonces ha compartido su labor plástica con el público nacional en exposiciones individuales y colectivas ocurridas en Weil Art Gallery, Galería Berheim, Edu Art Gallery, Galería de Arte Balboa, la Casa Góngora y la Alianza Francesa, entre otros sitios.
Hace poco regresó a la que considera su segundo hogar. Un Panamá que de inmediato asocia con maestros a los que admira profundamente y que conoció de cerca como Alfredo Sinclair y Carlos González Palomino.
“La cultura y la música panameña me encantan mucho. Cuando vine la primera vez con dos de mis hijos nos hospedamos en Llano Bonito. Recuerdo que por entonces paseamos por el Casco Antiguo. La Avenida Central no era peatonal y la Vía España era de dos vías. El avance del país en los últimos años ha sido impresionante con sus edificios altos, sus autopistas y el Metro”, indicó don Julio tras hacer un recorrido por el nuevo espacio cultural CasArte, ubicado en Cerro Viento.
Una convivencia permanente
Su trabajo es una declaración de amor a su tierra, una lección que aprendió de la mano de sus abuelos, quienes de paso trabajaban con el caucho natural y de sus manos brotaban hermosas artesanías.
“Los años dan experiencia. Siempre sale algo bonito cuando uno pinta con cariño y respeto. Vivir el arte es un acto hermoso. Poner colores a un cuadro y que a alguien les guste es algo increíble”, comenta quien se ha vuelto un experto en fusionar el realismo mágico con el primitivismo y con la herencia originaria de sus ancestros desde una mirada nostálgica y romántica de la naturaleza.
Está convencido de que los cuadros están vivos porque en todo momento transmiten alegrías y brindan paz a quienes los aprecian. “Si estás triste o enojado y observas una pintura enseguida te cambia el humor. Hay tanto que observar. No es una tarea fácil pintar. Es la esencia de la vida. Hay que pintar con la emoción de un niño como nos enseñó Pablo Picasso”.
Resalta orgulloso que dos de sus retoños están dedicados por completo a la pintura: David y Felipe. “El arte de plasmar sentimientos con un pincel es el legado que le brinda nuestra familia al mundo. Tenemos tesoros que en ocasiones no valoramos: cada hijo es un tesoro. Seguimos viviendo a través de los hijos y de los nietos”, manifiesta con voz apacible quien se siente heredero de su colega, amigo y coterráneo Oswaldo Guayasamín.
En tono afable afirma: “La pintura me lo ha dado todo: el sustento para mi familia, una tierra donde vivir con mis cuatro hijos y la oportunidad de hacer amigos en todas partes. Los cuadros son otros hijos que yo tengo. Les hablo y me despido de ellos cuando se van para dar alegría a otra casa”.
Trenes y frutos
En sus cuadros hay trenes que recorren los cielos y que siempre están en marcha sobre rieles invisibles e interminables. Sus vehículos ferroviarios tienen una permanente luz encendida que alumbra su paso hacia el futuro y esa luminosidad sale presurosa de la tela.
En su infancia veía cómo los trenes subían y bajaban por las montañas y los cerros, en medio de una espesa neblina, y bajo esas circunstancias daban la impresión de que en verdad volaban. “El tren representa el corazón del hombre que puede elevarse y que bajo una buena guía puede ir más allá de sus límites”.
En sus obras las casas son de adobe y de ladrillos, de dos, tres y cuatro plantas, con tejas de múltiples tonalidades: amarillas, rojas, verdes, azules… “Uso principalmente los colores de los pueblos indígenas ecuatorianos. Sus vestidos y sus creaciones son tan coloridas como las molas de los gunas de Panamá. Por mucho tiempo a los indígenas nos han marginado y nos han oprimido, pero nosotros no nacimos para ser esclavos. Somos los protectores de la Pachamama, de la Madre Tierra”.
Los campos y sus cosechas se muestran esplendorosas y fértiles en sus cuadros. Hay árboles inmensos que cobijan y dan alimentos a todos los seres vivos mientras una enorme luna lo vigila todo. Los ríos y mares conviven en armonía y hermandad con las mariposas, los peces, los colibríes, los caballos y las abejas. Sus telas desprenden un aroma a café, naranjas, guineos, cacao y papayas. Es como una dulce y serena primavera que nunca acaba.


