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Enfermedades, epidemias y pandemias

Enfermedades, epidemias y pandemias
30/XI/1803. Despedida en La Coruña, de la corbeta María Pita con 22 “niños vacunarios”. Archivo

Al igual que ocurrió en otras partes de América durante la Conquista, además de la destrucción causada por la rapiña y la violencia, fueron las enfermedades la mayor causa de muertes entre los indígenas. Ya existían enfermedades como la sífilis, la tuberculosis o la disentería, pero la Conquista introdujo nuevos agentes patógenos, como la influenza, la viruela, la gripe, el sarampión, la varicela o la peste bubónica para las que el sistema inmune de los aborígenes carecía de defensa. La viruela fue el primer gran azote. Siglos atrás había sido introducida a España por los árabes.

Cuando se pidió cuentas a Pedrarias en el Juicio de Residencia por el gran número de indígenas muertos durante sus campañas lo atribuyó cínicamente solo a las viruelas: “Digo que niego lo contenido en el dicho cargo porque la verdad es que el principal cuidado que siempre ha tenido el dicho mi parte ha sido mandar que los dichos caciques e indios sean muy bien tratados… y si asolamientos de indios en la tierra ha habido, que niego, causólo la grande enfermedad en las viruelas que hubo en toda esta tierra de que murió mucha cantidad de indios… y así acaeció en la isla Española e islas de San Juan y Cuba y Jamaica que de la dicha enfermedad de las viruelas murió la mayor parte de los indios lo cual es público y cosa muy sabida por la total destrucción de indios que de las dichas viruelas hubo en todas las dichas islas y en toda esta dicha Tierra Firme”.

En 1531, cinco años después de que abandonara Panamá, sobrevino otra terrible pandemia que asoló a toda la población. A mediados de ese año un navío de Nicaragua introdujo un morbo que arrasó con gran cantidad de indios, esclavos negros y europeos: “Se han muerto las dos partes de toda la gente –dice un testigo– así de indios naturales como de esclavos, y algunos cristianos… es la cosa más espantosa que se ha visto, porque el que más no dura sino día e medio, y algunos dos o tres horas, y agora anda tan recia como al en principio”. Para septiembre la peste había cesado, pero los estragos que hizo fueron irreparables. El Cabildo de Panamá le escribía al emperador Carlos V en septiembre de ese año: “ya quedan aquí muy pocos indios, y agora muchos menos después de la pestilencia… ya no nos queda quien nos dé de comer…”. A la crisis demográfica seguiría, pues, la crisis de alimentos y el hambre.

Tan grave había sido la sangría demográfica por la violencia de la Conquista, la viruela y la epidemia de 1531, que para reponer la pérdida de brazos fue necesario introducir a Panamá indios de otras partes de América. Según un padrón de 1550 solo el 27.3% de los indios registrados eran nativos del Istmo. Los demás eran todos extranjeros. Para fines del siglo XVI ya quedaban muy pocos indios en la zona colonizada, tal vez no más de 15,000. Para algunos grupos y regiones la situación llegó al límite: pueblos enteros, como los cueva del Darién, habían sido barridos del mapa.

La siguiente epidemia documentada es de 1569: “Este reyno ha estado este año muy enfermo, tanto que son muertos muchos vecinos antiguos y ricos y de los otros tantos que me dicen los curas que el día que enterraban catorce eran pocos, y al presente cinco y seis y dicen estar la tierra sana”. Los médicos afirmaban que “el haberse señalado esta tierra más enferma ha sido por un baluarte de tierra y fajina que se hizo que impida el aire, ha sido ocasión de inmundicias e muladares del pueblo que las aguas allí recogen, impidiendo la contractación de calle de mar, de esto hay grandes quejas del pueblo”.

En 1584 irrumpió otra epidemia o “enfermedad con dolor de costado (¿viruela?), algo nunca visto. En poco tiempo mueren muchos blancos y negros”. Según los testigos, procedía del “vino cocido que de poco tiempo acá se ha venido bebiendo y del tabaco, afectando a negros y blancos”. Creyendo el Cabildo que podía frenar la peste, expidió ordenanzas para “que no se venda vino cocido y el que se venda en las tabernas sea puro y líquido so pena de 50 pesos cada vez que se vendiere; por segunda vez la pena doblada y destierro del reino”, y que “ningún pulpero u otra persona venda tabaco ni vino y que públicamente sea quemado como yerba prohibida”. Y “si fuere negro o negra, la pena sea doblada más 200 azotes por calles públicas, sea horro o cautivo; téngase el tabaco en boticas sólo dos libras con licencia del Cabildo”. La culpa era del vino y el tabaco y como si fuese medicina, este sólo podía venderse en botica.

Como se ve, las pestes y enfermedades no se entendían y se desconocía su origen. Se atribuían a emanaciones infectas de la tierra, al vino descompuesto o al tabaco. O eran descritas como “dolor de costado, con cámaras de sangre y romadizo”, o “tos y pechuguera”. Como las fuentes son de origen oficial, generalmente dirigidas por un funcionario al Consejo de Indias y no por un médico o cirujano local (aunque raras veces faltaban), los textos carecen de descripciones específicas sobre la naturaleza del mal, de modo que no se sabe si se trataba de viruela, alfombrilla, peste negra u otro morbo. Lo cierto es que la misma ignorancia era compartida por toda Europa, donde el origen de la peste seguía siendo un oscuro misterio que no llegaría a develarse hasta siglos más tarde. Tan ciegos estaban como en nuestros tiempos al comienzo de covid-19.

En las grandes plagas de peste bubónica, o peste negra, que devastaron Sevilla en 1649 y Londres en 1665 (sobre la que escribió una fascinante novela el célebre Daniel Defoe), los crédulos culpaban el mal a emanaciones de la tierra o “efluvios pestilentes”, al clima inusual, a enfermedades del ganado, a la proliferación de ranas y moscas, a la suciedad ambiente, o al contagio por la ropa, las monedas o las joyas (por lo que a veces eran abandonadas). Pero para la inmensa mayoría eran el merecido castigo divino por una vida pecaminosa. En Sevilla, para agravar la plaga, cayeron enormes lluvias que ocasionaron la inundación del Guadalquivir, la cosecha de granos se perdió y se produjo una gran hambruna. Pero igual, nadie atinaba a acertar con el origen del mal.

No fue hasta 1894 cuando Alexander Yersin identificó su agente causal en la bacteria Yersenia pestis, transmitida a través de la picadura de una pulga de rata infectada. Y así sucedió con enfermedades como la fiebre amarilla o la malaria, que tantas muertes causaron en Panamá durante la construcción del ferrocarril, el Canal francés y el Canal norteamericano, y cuya etiología es identificada también para esas mismas fechas, por Finlay, Laveran, Reed y Ross.

Crisis global y pestilencias del siglo XVII

Los mayores estragos causados por las epidemias se producían cuando, además, coincidían con periodos de hambrunas por falta de alimentos, como sucedió en Sevilla en la peste de 1649 y repetidas veces en Panamá en los siglos XVII y XVIII. En cada caso causando terribles devastaciones demográficas. En Sevilla, durante los meses de la peste, gracias al hambre y la peste murió casi la mitad de su población, incluyendo algunos de sus grandes artistas, como el escultor Martínez Montañés y el pintor Zurbarán. El gran pintor Murillo sobrevivió, pero perdió a casi toda su familia y su arte derivó al tenebrismo. De contar con 120,000 habitantes cuando era la tercera ciudad más poblada de Europa, quedó reducida a unos 60,000. Dejaría de ser el gran puerto peninsular del comercio con las provincias ultramarinas, cediendo ese puesto a Cádiz, y demoraría muchos años en volver a ser la de antes.

En Panamá la primera peste documentada del siglo XVII es la de 1645, cuando el morbo llega en los galeones que llegaron de Sevilla para la feria de Portobelo. Tan mortal fue esta epidemia que, según las fuentes, aniquiló a la mayor parte de los esclavos. De acuerdo al Cabildo de Panamá, “han perecido la mayor parte en la peste... con cuya ocasión no hay quien labre las tierras ni cultive las huertas para su sustento ordinario ni quien guarde los hatos y estancias del ganado ni quien pesque ni abastezca la ciudad de pescado pues más de 40 barcos que había no han quedado 16, no siendo el menor inconveniente la falta que hacen para las fortificaciones y reparos forzosos de los castillos que tiene en particular cuidado aquel reino que tan de ordinario es acometido de enemigos de la real corona por el uno y otro mar”. Prácticamente todas las actividades productivas quedaron paralizadas.

Sus efectos se extendieron hasta el año siguiente cuando, según una fuente, murieron los pocos esclavos que habían sobrevivido. En 1651 nuevamente ataca la peste: “era año de peste donde todo eran clamores y llantos por la multitud de muertos... gran temor con que todos andaban huyendo unos de otros [obviamente por temor al contagio] con que terriblemente se afligían... unos morían y enfermaban”. Se afirma que “murieron 1,200 personas”, una cantidad alucinante teniendo en cuanto la escasa población del país. Pero nuevamente otra peste llegó en marzo de 1652, aunque fue menos violenta que la del año anterior. En ambos casos ¿fue peste bubónica? Si llegó con los galeones, ¿sería remanente de la gran peste negra que azotó Sevilla en 1649?

Como quiera que sea el problema fue muy grave para Panamá, ya que desde 1640, es decir antes de la peste, empezó a escasear severamente la mano de obra esclavizada, la que llevaba el mayor peso de la fuerza de trabajo del país, sea en el transporte, la construcción, las minas, la servidumbre doméstica y las actividades agrícolas y ganaderas.

Desde 1580 hasta 1640 España y Portugal estuvieron unidas bajo una misma Corona y a Portugal se le concedió el control de la trata de esclavos. Pero en 1640 Portugal se separa de España, y durante dos décadas la introducción de esclavos quedó virtualmente suspendida, causando gravísimos problemas en las provincias ultramarinas, sobre todo por la necesidad de reponer con frecuencia la fuerza de trabajo esclavizada debido a su alta mortalidad.

Panamá se abastecía de alimentos e insumos sobre todo de los valles peruanos, pero a falta de brazos la producción agrícola se estanca, los embarques con alimentos se detienen y el Istmo padeció largos periodos de hambre y escasez. Para empeorar las cosas, ya en 1644 un tercio de la ciudad de Panamá había sido devorada por el fuego, perdiéndose mercancías valiosas y gran parte de los granos depositados en su alhóndiga y en varios almacenes de vecinos. Las pérdidas se calcularon en más de dos millones de pesos, algo nunca visto en la ciudad, y la población se encontró privada durante meses de los alimentos más indispensables. Era el escenario perfecto para que, en medio de un largo período de escasez, sobre la desafortunada capital cayeran como rayos las pestes de 1645, 1651 y 1652.

Pero aún no llegaba lo peor. En 1671 Morgan ataca Panamá, la ciudad es totalmente destruida por el fuego y los vecinos quedaron sin lugar donde cobijarse durante un largo y terrible calvario que no acaba hasta la mudanza a la Nueva Panamá en 1673. Escasos de alimentos, desprovistos de casi cualquier cosa para sobrevivir y castigados en octubre de ese año por una nueva peste, no sorprende que murieran, según una fuente oficial, hasta 4,000 personas, la mitad de la población. Parecía una ciudad maldita.

Peste en las misiones

Desde el comienzo del siglo, al iniciarse la campaña de evangelización entre los indios “gentiles”, es decir, aquellos que habían vivido apartados de la vida colonial e ignorantes de la Fe, sea en Darién o las sierras occidentales del Istmo, fue política de los misioneros trasladarlos en masa a lugares cercanos a zonas ya hispanizadas. En el caso de Veraguas y Chiriquí los mudaron a las sabanas del Pacífico, es decir a un hábitat distinto al de su origen. El cambio de hábitat y el hacerles vivir en comunidades donde la concentración humana era mayor, dio origen a la proliferación de enfermedades infecciosas como la alfombrilla y la viruela.

Un ejemplo bien documentado es el de indios gorgona, procedentes de la isla Gorgona, en el Pacífico neogranadino, entre Tumaco y Buenaventura. En 1678 fueron trasladados a orillas del Chagres para fundar Gorgona (famosa en tiempos del Gold Rush) y sirvieran como fuerza de choque para un eventual ataque pirático como el de Morgan. Eran originalmente 418 y pocos meses después habían muerto “más de cien” víctimas de una plaga con “dolor de costado, con cámaras de sangre y romadizo”, tal vez viruela.

En Veraguas y Chiriquí no escapó a los “gentiles” la relación de causalidad, y echándole la culpa a los misioneros por sus muertes, muchas optaron por abandonar las misiones y regresar a sus tierras. Fue una de las causas del fracaso de las misiones. En Darién, el jesuita Walburger describe en 1747 numerosas muertes por alfombrilla y viruela. Su misión también resultó un rotundo fracaso.

El siglo XVIII y fines de la época hispana

La enfermedad más frecuente del siglo siguió siendo la viruela, causando estragos en 1766 y 1782. Esta última fue terrible sobre todo en el Interior. Otras enfermedades frecuentes eran la disentería, debido probablemente a que el agua de beber se obtenía sin tratamiento de pozos y aljibes dentro de la propia capital o de la que llevaban los aguateros, en barricas e igualmente cruda, del manantial de El Chorrillo. También eran comunes los “catarros perniciosos que degeneran fácilmente en dolores de costado”, “fiebres intermitentes” (o malaria) y la lepra. Y no faltaban los casos de cáncer. En el Interior era frecuente el bocio, sobre todo entre las mujeres. También entre las mujeres, las enfermedades más comunes eran la tuberculosis, los cólicos, la leucorrea, la amenorrea y las enfermedades cutáneas o “de granos”. Entre los niños, era común la hidrocefalia y las lombrices. Cuando estuvo en Panamá en 1819 el doctor Weatherhead, médico de la fracasada expedición MacGregor, hubo un brote de fiebre amarilla del que murieron tres de sus compatriotas; pocos días antes, el propio gobernador Alejandro Hore había muerto de lo mismo, aunque la opinión común atribuía su muerte al disgusto que le produjo la orden real que lo obligaba restablecer en Panamá la Constitución Política de la Monarquía Española promulgada en Cádiz en 1812 y que él tanto aborrecía.

Desde la perspectiva de nuestros tiempos nos sorprende lo rudimentario de la medicina y de lo poco eficaces de los remedios aplicados. Todavía muy avanzado el siglo XVIII, las enseñanzas del médico y filósofo griego Galeno, nacido hace casi dos milenios, constituían el fundamento doctrinal de los textos utilizados en las aulas universitarias españolas. Su tesis de que la salud del individuo se basaba en el equilibrio entre la sangre y una serie de humores, como la bilis amarilla, bilis negra y la flema, seguía siendo fomentada además por reimpresiones de obras médicas del siglo XVII.

Todavía para esas fechas no había cura confiable para casi ninguna dolencia, ni siquiera para enfermedades comunes como las hemorroides, las diarreas o los catarros. Una intervención quirúrgica o una herida de guerra era camino seguro a la gangrena y la muerte. Muy a menudo las mujeres morían de fiebres puerperales y era demasiado frecuente la muerte de infantes. Tan común que los recién nacidos o niños muertos de cortos meses, eran colocados en los ataúdes sentados y bellamente maquillados de colores, y el féretro cubierto de flores, para pasearlos por las calles con fanfarria de orquesta, cantos y alegría, queriendo denotar con ello la felicidad colectiva por una muerte ocurrida en plena inocencia. El arraigo de estas manifestaciones y de tales representaciones mentales revela la frecuencia de estas muertes prematuras. Todavía muy avanzado el siglo XIX se seguía practicando esta rara costumbre funeraria. También era común que un padre doliente se hiciera fotografiar con su infante recién muerto acunado en sus brazos, para de esa manera retener la imagen del “angelito”.

Los limitados conocimientos de los médicos se hacen evidentes en el cúmulo de certificados de muerte que conservan los archivos históricos. Sorprenden por la vaguedad, o parquedad del diagnóstico de muerte, limitándose a decir, “muerto por cancro” (cáncer), o de “ataque al corazón”, o “de dolores de costado”, o “de fiebres intermitentes”, o “de tos crónica”, y así por el estilo. El enfermo quedaba a menudo a merced de las propias defensas de su cuerpo, o de la suerte. Entrar a un hospital era casi seguro un pasaje a la muerte.

La primera vacunación contra la viruela

Pero en medio de aquel sombrío panorama, entre 1803 y 1806, ocurrió un extraordinario acontecimiento sanitario, cuando el rey Carlos IV, luego de perder a su hija la infanta María Teresa enferma de viruela, promovió la difusión, a escalas antes desconocidas, de la vacuna contra esta enfermedad, hacía poco descubierta por el inglés Edward Jenner. En una operación altruista que carecía de precedentes en la historia médica, se encargó al médico militar Francisco Xavier Balmis, como jefe de la expedición, y al médico Josep Salvany como subdirector, la improbable tarea de llevar 22 niños huérfanos con el virus vivo de la viruela inoculados en sus bracitos para que la vacuna pudiera llegar a América. Ha sido considerada la primera misión humanitaria de la historia.

Enfermedades, epidemias y pandemias
Médico español Francisco Javier Balmis, jefe de expedición filantrópica contra la viruela. Archivo

Una vez en su destino, se instruiría a los médicos y sanitarios locales para dar continuidad a la práctica de la vacunación. Cuando llega a Panamá en 1804, la tarea recae mayormente en el protomédico del Istmo, médico y cirujano militar del Batallón Fijo, Miguel Calvo, lejano antepasado mío. (Era de Castilla la Vieja, llegó a Panamá hacia 1778, se casó con Manuela (o Minucia) Delgado y falleció en 1811; varios de sus hijos fueron próceres del 28/XI/1821). En los virreinatos se crearían “Juntas de Vacunación” como centros para conservar, producir y abastecer de vacunas activas de manera que la campaña tuviera efectos permanentes.

Un grupo siguió con Balmis hacia México y Filipinas, realizó inoculaciones en Macao y dio la vuelta al mundo haciendo otras escalas. El grupo a cargo de Salvany hizo su trabajo en Sudamérica. Desde Nueva Granada un grupo de niños viajó a Portobelo y en todo el país fueron inoculadas unas 50,000 personas. Así participaba Panamá de la primera vacunación global de la historia.

El siglo XIX

La vacunación contra la viruela fue un gran salto adelante, pero no acabaría con el morbo, que siguió enfermando a millones hasta muy avanzado el siglo XX, al igual que otras terribles epidemias. En 1840 la viruela volvió a atacar Panamá, y según un dato que me facilitó mi buen amigo Oscar Vargas Velarde, basado en la memoria del gobernador de Panamá presentado a la Legislatura provincial ese año, desde Jamaica se llevó la vacuna, esta vez en brazos de dos adultos. Un brote de fiebre amarilla procedente de México y Centro América asoló Veraguas en 1842. En 1849 la viruela volvió a castigar Panamá con efectos devastadores, tal vez ocasionado por la riada migratoria de La California. Salvador Camacho Roldán recuerda que en 1852 y 1853, en medio de la riada de californians que cruzaban el Istmo, “hacían repentinamente su aparición el cólera, la fiebre amarilla y la disentería epidémica en medio de esas multitudes”.

En 1851, llega de Jamaica la médica y enfermera Mary Seacole (1805-1881), para seguir a su hermano, que tenía un hotelucho en Cruces, donde estalla un brote de cólera. Según su autobiografía, que conozco gracias a la pista que me dio mi hijo Alfredo, y que contiene seis capítulos dedicados a sus varios meses de estancia en Panamá, trató a muchos enfermos y ella misma enfermó. Era criolla de padre escocés, y luego se haría famosa curando soldados en los campos de batalla de la Guerra de Crimea (fue llamada “the real angel of the Crimea”) mientras la estirada y moralista victoriana Florence Nightingale, que la menospreciaba, permanecía muy lejos de los tiros en el hospital de Scutari, situado al otro lado del Mar Negro, en un distrito de Estambul, Turquía.

En 1863, el vicecónsul británico Charles T. Bidwell fue testigo de la peste de viruela que asoló Panamá y su Interior. Dedica varias páginas a la pésima situación sanitaria del país y destaca que aun en 1863 no había ley alguna que obligara a la vacunación y que ante las enfermedades prevalecían la superstición y la ignorancia. En 1867 muere de fiebre amarilla Jenny White del Bal en Santiago de Veraguas, y probablemente muchas tropas que peleaban en Las Brujas y San Francisco ese año; los heridos y enfermos eran conducidos a Santiago para que ella, y varias damas de su familia política, con la ayuda de un médico norteamericano los atendiesen en un hospital improvisado.

La fiebre amarilla y la malaria se enseñoreaban durante la construcción del ferrocarril y sobre todo del canal. Solo durante la construcción del canal francés se han calculado (tal vez exageradamente) hasta 20,000 muertes, algo nunca visto desde los tiempos de la Conquista. Y más de 5,000 muertes por enfermedad y accidentes durante el canal por los norteamericanos. Pero gracias a la eficaz aplicación, bajo las órdenes de William Gorgas, de los nuevos conocimientos médicos, la fiebre amarilla y la malaria fueron vencidas antes de concluir las obras. Para 1980, la viruela era finalmente erradicada del Planeta.


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