Está bien, no estar bien, mientras viajas

Está bien, no estar bien, mientras viajas
Vista de la la torre Eiffel. en Paris, Francia. Foto: Roy Espinosa


Pasas meses organizando un viaje. Pensando en el destino, el itinerario, la temporada en la que vas, porque de eso depende la ropa a llevar. Trataste de convencer a tu familia, amigos, hasta a compañeros del trabajo, pero, nadie te acompañó. Ya qué más da, Francia te espera y no nacemos, ni morimos acompañados. Total, para las fotos tienes tu selfie-stick.

La noche anterior casi no puedes dormir. Pasas el tiempo viendo a youtubers que dan recomendaciones de viajes, lugares por visitar, platillos que pedir, “la vida es una y se vive viajando” y tú estás a un par de horas de comenzar a vivirla. No te das cuenta cuando llega el sol. Revisas las reservas, la maleta y el camino al aeropuerto se te hace interminable. Finalmente, estás en el counter, pasan tu maleta de bodega y te dan tu ticket. Cruzas migración y te recibe ese olor a desinfectante, líquido detector de drogas y objetos perdidos, tan característico de los aeropuertos. Sonríes, es inevitable.

Mientras esperas tu vuelo, subes un storie a redes sociales de tus piernas sobre las maletas diciendo: Au revoiur!. Pasas el resto de los minutos respondiendo mensajes de tus contactos. Sí, se siente bien ser quien se va y no quien se queda. El avión despega, la ciudad se ve mínima desde el cielo y pides vino para celebrar el viaje. Pero, la botella no entra dentro del boleto que compraste, así que celebrar con gaseosa no se escucha tan mal. Total, si estás en una aerolínea francesa en aguas internacionales, debe contar como bebida francesa.

Bienvenue!, dice el letrero cuando bajas del avión, y de forma inconsciente y adaptándote a tu alrededor comienzas a responder ouais a todo lo que te pregunten, sepas o no lo que te están diciendo. Es tu momento, ya te preparaste para llegar, ahora la ciudad es la que se debe preparar para tu estancia.

Y así comienza el viaje que habías planeado por meses. Tienes localizados los lugares, hiciste las reservas de las entradas, incluso separaste uno que otro outfit indicado para determinados puntos de interés. Tus redes sociales se llenan de tu nueva sonrisa parisina. Te llueven los likes y los mensajes. El vino, inclusive la gaseosa, sabe mejor que antes. Te sientas a faldas del Montmartre y aprecias la maravillosa vista de la ciudad, mientras disfrutas de un kouign amann que compraste en alguno de las docenas de locales que bordean la entrada a la colina. Pero, no tienes tiempo que perder, todavía te quedan lugares por visitar, fotos por tomar, una vida por vivir. Regresas al hotel casi sin fuerzas para mover un músculo, pero al día siguiente debes levantarte temprano porque la agenda es pesada.

Está bien, no estar bien, mientras viajas
El kouign-amann es una tarta típica de la ciudad de Douarnenez. Foto: Roy Espinosa

Entonces, sin haberlo notado antes, las cosas empiezan a cambiar. La comida pierde sabor, incluso los macarons de Pierre Hermé que tanto te gustan, ya no saben igual. Subes menos contenido, las llamadas con tus amigos y familiares son más cortas y la torre Eiffel ya no se ve tan alta. Es ahí cuando te das cuenta de que los miedos, los problemas, las nubes negras que creías habías dejado en tu país te alcanzaron.

Y estás en medio de La place de la République, viendo a Marianne de frente, sintiéndote más una planta marchita que un visitante. Quieres sonreír, quieres volver a perderte por el metro y descubrir nuevos lugares, pero no puedes moverte. Te sientes un fraude. Tal vez por eso nadie quiso ir contigo. Porque todos saben que eres un fraude. De pronto, las luces a tu alrededor se apagan, la ciudad enmudece y por primera vez eres realmente consciente que estás solo en un lugar extraño. Ves pasar a las personas y ninguno se te hace familiar. Te sientas en una banca y deseas que los días pasen rápido para volver a casa.

Como puedes, regresas al hotel. Te tiras en la cama y te acurrucas para consolarte. No se supone que esas cosas nos deban pasar en París. Así no es como Emily en París (2020 - ) lo vivió. Aquel sentimiento de derrota no es lo que los influenciadores muestran en sus videos. Eres tú quien está mal y debes solucionarlo. Así que encuentras las últimas fuerzas que tenías, te bañas, te cambias, le tomas una fotografía a la ciudad y la subes en tu perfil de Instagram diciendo: “¡Dando siempre lo mejor de mí!”. Te llenas de vibras positivas, porque una buena actitud es lo único que necesitas y sales con energías recargadas a comerte la ciudad.

Mucho antes de llegar media noche, te das cuenta de que salir fue un error. Regresas a rastras y te metes en la cama sin siquiera pensar en bañarte. Apagas la luz y te llega un mensaje de un amigo diciendo: “¡Qué envidia! ¡Disfruta!”. Y en ese momento, finalmente no puedes evitar llorar.

Y mientras el resto de la ciudad parece estar de fiesta, conociendo, comiendo, amando, tú pagaste un boleto de avión para encerrarte a llorar.

Eso, te hace sentir aún más miserable. Así no es cómo nos muestran que deben ser las vacaciones. Esta no es la realidad que se supone, debemos experimentar cuando viajamos.

O tal vez sí lo sea. Quizás no eres la única persona cuyos problemas la alcanzan en cualquier lugar del mundo. Tal vez no está mal sentirse mal. Así que el día siguiente decides quedarte en la habitación del hotel. A veces en la cama, otras veces en un sillón mirando a la ciudad o simplemente escuchando la calle. Tomando un té o comiendo galletas que encontraste en tu maleta. Pasas largas horas platicando contigo mismo. Reflexionas sobre quién eres y lo que quieres. Necesitas y comienzas a disfrutar ese tiempo a solas en un lugar desconocido, distante de tu zona de confort.

Te vuelves a sentir triste y te preparas otra taza de té. No subes contenido a redes, apenas respondes mensajes con: “Estoy saliendo, me voy a quedar sin señal”. Cuando te logras sentir un poco mejor, sales de tu habitación y te aventuras a las instalaciones del hotel. Sin darte cuenta, ya tienes ánimos suficientes para regresar a las calles. Y las recorres, pero esta vez sin buscar un sitio turístico, sino con el único objetivo de ser uno más y perderte. Ya no vas a una panadería lujosa a probar postres, sino que buscas fruta en un negocio que encontraste en una esquina. Te sientas a comer y beber en un parque cuyo nombre no te interesa saber. Y miras a la ciudad con ojos distintos, la vives y la sientes de otra forma, porque te diste el tiempo de estar contigo mismo. Sin prisas, sin fotos, sin necesidad de mirar Google map, sin sentirte culpable por no sonreír en París.

Está bien, no estar bien, mientras viajas
El río Sena (La Seine) atraviesa la ciudad de Paris y sus aguas arrastran gran parte de la historia de la ciudad . Foto: Roy Espinosa

Porque es normal sentirse triste cuando se viaja. Es normal ser alcanzado por los problemas que tanto intentamos dejar atrás. Pero, sobre todo, está bien tomarnos el tiempo para sufrirlos, aceptarlos, afrontarlos o hacer las paces con ellos mientras comemos en un parque cuyo nombre no sabemos pronunciar.

Y así recorres la ciudad, simplemente caminando, mirando, nutriéndote de ella. Prestando más atención a las personas que a los edificios. No entiendes lo que dicen, pero, sientes que no son tan diferentes a ti. Te sientas a orillas del río Sena como tantos otros y ves el atardecer sin querer sacar tu teléfono para tomar una foto. Guardas la imagen en tu cabeza y es lo único que te quieres llevar de París.

Ya en el aeropuerto, de regreso a casa, te llegan mensajes de tus amigos deseándote buen viaje y preguntándote si conociste docenas de lugares que ellos matarían por visitar. Tú solo sonríes, porque seguro el tiempo que pasaste a solas en el hotel o caminando sin querer encontrar nada, te hubiesen bastado para conocer la mitad de esos lugares que te mencionan. Pero, ahora entiendes que fuiste a Francia no solo para conocer París, sino para conocerte un poco más a ti mismo. Y descubres que en la ciudad del amor, lo mejor es empezar por amarte a ti.


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