Las ferias del libro son siempre ambiguas. Basculan, como no puede ser de otra manera, entre la mera venta de libros y la oportunidad de discutir la literatura. Debe ser un espacio donde de manera intencional se exponga al lector a la buena literatura, y ha de ser prescriptivo para que no se pierda en la siempre frondosa maraña de novedades de diversa y muchas veces dudosa procedencia.
Quizás esta no sea una perspectiva que parezca atractiva ni popular, sobre todo cuando la necesidad apremia más que cualquier idea cultural profunda, lo que nos lleva siempre a un frenesí de actividades más o menos “culturales” o “literarias”, pero que solo buscan el rédito en metálico, obviando (“no se puede hacer todo”, se argumenta) lo más importante: que la literatura sea el centro del evento.
Ante la avalancha de escritores presentando un montón de obras, el lector atento debe perseguir la excelencia, que no puede hacerse nada más que por la vía de la lectura constante de buena literatura. Hemos experimentado en Panamá una interesante evolución en materia de lectores (eso dicen las redes sociales a falta de números actualizados), pero estamos sufriendo un acusado déficit de calidad de la lectura, que se demuestra generalmente por el tipo de obras que se están escribiendo.
Hemos ganado en interés por la palabra, por el oficio de escribir, pero en ese frenesí hemos cambiado, precisamente por ese déficit de la calidad de lo leído, el trabajo por los sueños, el conocimiento literario por el derecho a la autorrealización, y la calidad por la buena voluntad puesta
en lo que hemos escrito, como si las buenas intenciones fuesen un ingrediente que mejore o empeore una obra literaria. Hay mucho que caminar por esos aspectos de nuestra literatura.
La ambigüedad de las Ferias, su naturaleza anfibia de mercado y cultura, es un reto organizacional, una búsqueda constante de equilibrio que, sin la asistencia de muchos actores interesados por lo mejor para el país, corre el riesgo de caerse por el lado del mercado, dejando el contenido cultural como mero adorno, como un mal necesario que tiene que darse para que se pueda vender sin tener remordimientos. Aquí es donde nos jugamos eso que nos gusta llamar en general “cultura nacional” o de forma particular, “literatura nacional”.
En el equilibrio se encuentra el éxito, claro, pero, como bien mayor, si la balanza cae del lado de la cultura literaria, produciendo un repunte de la calidad literaria, expresada en calidad de lo leído y de lo escrito, bien vale el déficit económico. Y sé que hay quienes no quieren asumir este riesgo, que no quieren ni oír hablar de cumplir una misión de país a nivel cultural, pero la verdad es que no hay muchas más alternativas para un país como el nuestro: o apostamos y gana la cultura, ganan las letras, o solo ganará el mercado. El dinero se recupera, el déficit de calidad literaria es muy complicado de revertir.
La literatura “fácil”, la literatura que solo aspira a desconectarnos, la literatura que solo pretende mantenernos anclados a una visión normativa de lo que fuimos o falsamente “histórica”, terminará por condenar cualquier obra literaria que se salga de lo “establecido” al desdén lector. Hemos criado en los últimos 20 años una mirada lectora con criterio literario muy malo, lo que ha llevado a muchos a creer que cualquiera escribe, y que lo que se escribe es literatura por el hecho de haber sido escrito por el interesado. A pesar de ello, tenemos una buena cantidad de excelentes escritores, no tantos como se pretende, que están llevando la literatura nacional al nivel en el que siempre debió estar.
Ya tenemos que ir poniendo las bases para la siguiente cita con las letras, hay que empezar a elegir marcos más amplios y de mejor calidad para asentar el equilibrio de las ferias, donde la única protagonista sea la literatura y que eso no traicione el mercado.
Tenemos a las personas y las herramientas y los caminos para hacerlo.
Toca ponerse manos a la obra, y hay que empezar
por la lectura, por la buena lectura, el único camino hacia el equilibrio entre feria y libro.