En ocasiones, se crean comarcas para aislar a los indígenas de la contaminación con nuestra cultura (o quizás al revés), considerándolos como grupos humanos marginados y, por tanto, susceptibles de ser preservados. La idea es que no pierdan sus tradiciones o que vivan como vivieron más marginados. Sin embargo, es justo decir que ni sus tradiciones ni sus costumbres ancestrales han logrado hacer que vivan mejor, mucho menos que se trepen al tren del progreso.
Occidente aplastó a las culturas indígenas. Solo basta comparar cualquier poblado con la ciudad más cercana y comprobaremos que en los barrios marginales más pobres de cualquier núcleo urbano se vive mejor que en la más lujosa de las viviendas comarcales. La simple posibilidad de disponer de luz eléctrica, agua corriente, teléfono (¡con imágenes!), calles de cemento, edificios protegidos de las inclemencias del tiempo y transporte rápido hace que los veamos pobres, desnudos, ignorantes y enfermos. Y no solo nosotros: los mismos indígenas se sienten abrumados ante el poder de una civilización capaz de controlar los elementos, producir luz en la noche, frío a mediodía y hacer desaparecer el tiempo y la distancia. Y esto ocasiona la migración hacia los centros urbanos, en especial de los jóvenes.
Los viejos permanecen anclados a sus costumbres y rechazan la intromisión de la modernidad en sus vidas. Y si antes era eficaz la tradicional educación de boca a oído o de las experiencias de los ancianos, ahora, en el nuevo entorno, con tecnología de punta en los bolsillos, la ignorancia de estas formas culturales brilla más. Con ese bagaje docente por debajo del promedio de la población, el futuro de estos indígenas es oscuro. Sus hijos, en cambio, se adaptan desde el nacimiento a la cultura occidental y se resisten a volver a las áreas indígenas, donde no tienen la posibilidad de crecer como en la ciudad.
Al crear las comarcas, aislando del todo a los habitantes, lejos de mantener las tradiciones se crean inmensos espacios sin producir, con una densidad de población paulatinamente más baja. Al menos, el abandono de las tierras impide la deforestación o los daños ecológicos tan publicitados en la actualidad. Los usos y costumbres ancestrales sirven, como mucho, de atracción turística, y los gobiernos se ven luego forzados a crear leyes especiales para proteger a los originarios del progreso que los agobia. La vida en común se hace más difícil cuando quienes habitan la comarca van envejeciendo y los caseríos se van despoblando. Las costumbres se van perdiendo inexorablemente. Los hijos de aquellos que quedan en la comarca no recuerdan esos usos porque son inútiles en el entorno occidental, y los nietos, por tanto, no llegan siquiera a conocerlos.
Todos los esfuerzos que se hacen para mejorar la condición de vida de los aborígenes están condenados al fracaso porque no cuentan con los indios para llevarlos a cabo. Los indigenistas no suelen ser indígenas sino universitarios de otras etnias que avalan como propia la lucha (es curioso el empleo de esta palabra) por los derechos de la población originaria. Este interés es simplemente racional, como desde una posición de supremacía, no es visceral, no tiene nada que ver con las vivencias de los individuos de tierra adentro: es una traspolación ideológica del concepto del buen salvaje. Y, claro, si la conclusión es que las cosas no mejoran porque la conspiración exterior lo impide, no hay forma humana de intentar siquiera resolver lo que los ideólogos, no los indígenas, consideren un problema.
Y uno se pregunta: ¿Qué interés puede tener el Imperio o los neoliberales, sea esto lo que sea, para evitar el surgimiento de consumidores? La marginación impide que los bienes y productos se vendan e impide que se solucione la pobreza. De manera que suena extraño, por decir lo menos, que los grandes capitalistas prefieran perder dinero en lugar de ganarlo.
Y con esto se llega al mismo punto de partida. Si la sociedad de consumo no ha penetrado en las áreas comarcales con la fuerza que ha utilizado en otros lugares, se debe a otros factores, más culturales que económicos y que se escapan del mercadeo y de la publicidad.
Los indios viejos se resisten a ser asimilados y los jóvenes no precisan que los busquen para redimirlos porque ellos mismos, por su santa voluntad, migran de la selva a la ciudad. Tan sencillo como eso.
Es de esperar que, a pesar de los esfuerzos de todos los que viven a costillas de la marginalidad (ONG, Naciones Unidas, funcionarios de ministerios), Occidente termine engullendo las áreas indígenas. Y tal vez, entonces, se podrá hablar de la disminución de la pobreza en el campo. En la ciudad es otra cosa y servirá para comentarios en otro momento.
(Segunda y última entrega)
El autor es novelista y médico