Cuando se elabora un mapa de la pobreza en un país cualquiera de América Latina, las zonas indígenas aparecen marcadas como de pobreza extrema, motivo por el cual saltan como con resorte los defensores oficiosos del indigenismo, los que saben más que los indios los que los indios necesitan, y se rasgan las vestiduras, desesperados. Los políticos anuncian su enésima cruzada contra la pobreza, proponiendo para ayer la adecuada redistribución de la riqueza, e incluso nos abruman triunfantes con la concesión de un subsidio directo a los pobres. Los precandidatos, los candidatos e incluso los post-candidatos emergen de su pantano habitual con una especie de intento de lucha frontal en pro de los más necesitados como un asunto de prioridad moral. Como una especie de dispensación.
¿Las causas? Inmediatamente, la culpa recae sobre la marginación étnica, la conquista, el neoliberalismo, el Imperio y, a veces, Israel (es curioso cómo cada vez que un problema se coloca en primera fila la culpa es de otros, y aún más si el problema es crónico).
¿Las consecuencias? La enfermedad, la ignorancia y la muerte.
¿La solución? Votar por cualquiera de los candidatos, que en estos temas no hay diferencia. Todos ofrecen la respuesta desde el Estado, amparando a los indios (pueblos originarios, les dicen), como si se tratara de minusválidos mentales incapaces de vivir por su cuenta o incapaces de decidir qué es lo que realmente desean hacer.
Miremos un instante la situación y tratemos de acercarnos al fondo del problema. Veremos que nos vamos a encontrar ante el hecho consumado de la asimilación de una cultura por otra. Y es que, para comunicarse, los indígenas deben hablar en un idioma de referencia, inglés o español, deben vestirse a la usanza occidental, dejando los taparrabos para el folclor, porque los símbolos subliminales de esta comunicación parten de lo que antes se daba en llamar cultura hegemónica. Incluso se les exige que, para estar sanos, deben abandonar su herbolaria milenaria, así como su brujería ancestral, por inútil, y adoptar los conceptos occidentales de control de salud e ingerir los medicamentos que se les impone desde la cultura occidental. Llegan sujetos de otras latitudes cubiertos por ONG o por las mismísimas Naciones Unidas con el fin de enseñarle a la población indígena a vivir como ellos suponen que deben vivir los pueblos originarios.
Todas estas iniciativas chocan con el rechazo, más o menos explícito, de los aborígenes, quienes, a la postre, se convierten en dependientes de los programas e iniciativas gubernamentales. Este fracaso, evidente y altamente previsible, sirve de excusa para los grupos opositores que cada cinco años se disputan el poder político. Y a veces uno piensa que, en este tópico, los políticos están todos de acuerdo: no van a hacer nada por disminuir la pobreza en las zonas indígenas, pero siempre suena bonito hablar de ello y prometer el puente y el rio para solucionar este problema.
(Continuará).