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Historia Invasión 1989 / El fallido golpe del 16 de marzo

La hora de los desertores

‘La Prensa’ publicará una serie de escritos en el transcurso del año con ocasión de los 35 años de la invasión militar estadounidense de 1989.

La hora de los desertores
Manuel Antonio Noriega (Izq.) fue comandante en jefe de las Fuerzas de Defensa. Archivo

El control férreo que Manuel Antonio Noriega ejercía sobre las Fuerzas de Defensa sufriría un día como hoy su primer remezón. Corría el mes de marzo de 1988. Los antimotines golpeaban a diario a civiles mientras se lanzaban gases lacrimógenos y se disparaban perdigones. Cientos de hombres y mujeres terminaban heridos, golpeados o detenidos.

“Eran jornadas en las que las unidades, con sus respectivos oficiales, salían a reprimir a la población que tan solo protestaba con pañuelos blancos”, recordaría el excapitán Milton Castillo, quien vivió de primera mano aquellos días tumultuosos.

‘Indictments’

Cuatro semanas antes, el 5 de febrero de 1988, había tenido lugar un acontecimiento estremecedor: en Estados Unidos se había anunciado la doble acusación criminal (en inglés indictment) contra Manuel Antonio Noriega por narcotráfico y lavado de dinero.

En el estado de Florida, dos fiscales, uno en Miami y el otro en Tampa, que luchaban hacía tres años contra el crimen organizado le seguían la pista a los carteles colombianos que inundaban de droga el mercado estadounidense. Ambos, por separado, habían llegado a la misma conclusión: Noriega era una pieza clave en el negocio.

La economía panameña, mientras tanto, continuaba transitando hacia lo que se convertiría en la peor crisis financiera de su historia republicana. “Panamá está al borde del colapso económico” tituló The New York Times el 22 de febrero de 1988, tomando como referencia la caída estrepitosa tanto del Producto Interno Bruto como de la liquidez del Banco Nacional, y señalando que tanto la crisis político social como la inminente imposibilidad del gobierno de pagar los servicios de la deuda externa el siguiente mes presentaban un futuro incierto.

Destituciones cruzadas

El 25 de febrero, los canales de televisión transmitieron un discurso a la Nación pregrabado por el presidente de la República, Erick Arturo Delvalle, en el cual anunciaba la separación del general Noriega como comandante.

La hora de los desertores
Eric Arturo del Valle fue destituido como presidente de la República por la entonces Asamblea Legislativa en febrero de 1988. Archivo

Esa misma noche, los militares se pronunciaron, desafiantes. En el Cuartel Central las cámaras mostraron al coronel Leonidas Macías y otros oficiales respaldando incondicionalmente al general. Macías pronunció la frase que lo haría pasar a la historia, y de la que quedaría arrepentido para el resto de su vida: “El general se queda, el que se va es él (Delvalle)”.

La edición de La Prensa de ese día, 25 de febrero de 1988, sería la última que circularía bajo el régimen militar. Los diarios Ya, El Siglo y La Prensa, así como el semanario Quiubo, fueron clausurados y sus instalaciones tomadas por las Fuerzas de Defensa.

Descontento en los cuarteles

“Se fue armando una bomba social terrible. Los oficiales no éramos ajenos a esta realidad. Teníamos claro que las actuaciones del comandante jefe no estaban en sintonía con los mejores intereses del país”, rememora Castillo.

El descontento dentro de los cuarteles, sin embargo, era imposible airearlo abiertamente. La desconfianza era enorme, amén de las represalias que sufrirían quienes estuvieran fuera de la línea trazada por el comandante.

La hora de los desertores
Los coroneles Marcos Justine y Leonidas Macías llegan al Palacio de las Garzas. Archivo

Sigilo

Daniel Alonso, un periodista que hizo carrera dentro de las fuerzas armadas y que terminaría siendo vocero de la institución (una posición que lo llevó a estar muy cerca de la cúpula militar), describe los códigos de silencio.

“A diferencia de los civiles, en los cuarteles se habla de otra manera. Nosotros no podíamos reunirnos, usted y yo, y decir ‘el comandante se equivocó en esto’ porque las paredes tenían oídos. Allí existía una comunicación casi como la del lenguaje de señas, se hablaba con la mirada”.

Por aquellos días de temor, solo algunos oficiales, los compañeros más cercanos, se atrevían a comentar entre ellos su inconformidad.

Milton Castillo, por ejemplo, recuerda el comentario que en 1985 le haría su compañero de promoción Moisés Giroldi, siendo ambos capitanes. “Yo estoy con él en su privado tomando café el día que entra una llamada. Él era el jefe de la compañía Urracá que estaba ubicada en el Cuartel Central, justo detrás del edificio principal donde yo trabajaba, en el G-5. Él estaba sentado y suena el teléfono, lo toma y dice: ‘¿Qué?’. Sigue hablando, molesto, muy irritado, pega un manotazo en la mesa y dice ‘este es el trabajo más sucio que hemos hecho’. Cuando cierra la llamada yo le pregunto ¿qué pasó?. Me contesta: ‘encontraron allá en la frontera el cuerpo decapitado de Hugo Spadafora’. Cuando me dijo eso yo guardé silencio porque sabía que se había encrestado el mar y estábamos ante una situación terrible. Después vendría la destitución de Arditto Barletta, a quien trajeron aquí a la comandancia y lo retuvieron hasta que renunció. Recuerdo la tensión. De allí siguió todo, todo lo que se fue dando, se fueron agitando las aguas y creció ese sentimiento del pueblo contra el uniforme”.

Otro día, en 1987, recuerda Castillo, el mayor Fernando Quesada le hizo un comentario, muy privado, pues habían trabajado juntos en varias ocasiones y tenían una relación especial.

“Pensar que se nos va a poner más difícil la cosa −dijo refiriéndose a Noriega luego del arresto del coronel Díaz Herrera−. Este señor se nos va a poner más fuera de control, más bruto. De aquí en adelante hay que estar muy atentos”.

Giroldi, a quien los eventos que se aproximaban le reservarían un rol vital, le comentaría a Castillo repetidas veces sobre su enorme frustración cuando volvía al cuartel luego de reprimir a los civilistas. “Estoy cabreado, decía, y luego continuaba: ‘¿Sabes qué es lo peor? Lo peor es que no estamos resolviendo nada y se nos está viniendo el pueblo encima’, me repetía con preocupación”.

Entre aquellos mayores y capitanes que no pertenecían al círculo íntimo de Noriega, la insatisfacción puertas adentro parece haber sido más extensa de lo que se sospechaba afuera.

Capitán Castillo:

“¿Por qué era preocupante la situación? —se pregunta retóricamente el excapitán—. Porque yo desde que llegué a la Guardia Nacional nunca me había puesto una máscara anti lacrimógena, nunca. Esa para mí fue la tónica. Yo no me había puesto jamás una máscara desde que ingresé como subteniente hasta llegar a capitán, ¿y ahora andar así? Eso definitivamente no andaba bien. Mire como eran las cosas por ese tiempo que, por ejemplo, veíamos todos los días salir a una patrulla desde el cuartel con seis hombres. Salían con latas de pintura y extensiones de rodillo para cubrir todo lo escrito en las paredes de la ciudad en las protestas del día anterior, de lo que escribían contra nosotros, nos decían de todo: ‘abajo gorilas’, ‘fuera la dictadura’ y todas esas cosas”.

El complot

“La verdad es hija de Dios: no había ningún tema de patriotismo ni antiimperialismo como se hacía ver a la población –recuerda el ex capitán–. Nada que no fueran los intereses personales de quien estaba atrincherado en la posición de comandante porque se sentía seguro en el puesto, y salir de allí era un marco de inseguridad producto de las declaraciones de Carlos Lehder y de otros narcotraficantes”.

En principio, se había elaborado una especie de preacuerdo para sacar a Noriega entre un grupo de oficiales superiores y mandos medios. Sería la primera clarinada de la deserción dentro de las fuerzas armadas o, desde el lado norieguista, esa primera traición que siempre se temió que pudiera cuajar.

La víspera del golpe, el 15 de marzo de 1988, hubo una reunión en la Presidencia de la República, con Solís Palma y la alta oficialidad de las Fuerzas de Defensa. En ella se presentó un informe de la situación que reflejaba un escenario tétrico. La presentación tenía como contexto el llamado a una huelga general que había hecho la Cruzada Civilista para el día siguiente, un miércoles. Tan mal estaban las finanzas del Estado que, por primera vez, las tropas no habían podido cobrar su salario.

Los conjurados acordaron dar el golpe la mañana siguiente aprovechando el contexto de la huelga. La mayoría de los oficiales durmieron en el cuartel esa noche. Noriega, que estaba supuesto a pasar la noche también en el cuartel central, decide a última hora irse a Fuerte Amador, pero envió el convoy de carros en el que normalmente se transportaba a la comandancia para hacer ver que estaba allí.

Iniciado el movimiento, quedó al frente el coronel Macías, el mismo que semanas antes había respaldado públicamente a Noriega desafiando la orden del presidente Delvalle. Años después Macías confesaría que para entonces Noriega desconfiaba de él y que su agresividad aquella noche era para atenuar las dudas, para despistar al general.

Antes de las seis de la mañana, mientras Noriega estaba en Amador, Macías se toma la armería del cuartel. El plan de los alzados pasaba por hacerse con el control de la comandancia, apresar a Noriega y forzar su renuncia.

Dentro del complejo militar, el coronel Macías actuaba junto a varios oficiales como los mayores Fernando Quesada y Cristóbal Fundora, así como los capitanes Humberto Macea, Francisco Álvarez y Milton Castillo. Llaman al capitán Moisés Giroldi para que suba al salón de mando. Él dirigía la compañía Urracá. Era un hombre clave, pues la Urracá era la compañía encargada de la seguridad del comandante y del cuartel central. Giroldi llega y los alzados le hablan.

La compañía Urracá, que sabe que su jefe no está, pues extrañamente ha sido llamado a esa hora al edificio principal y no regresa, observa cómo, a esas primeras horas, el coronel Macías reúne en el patio que separa ambos edificios a unos 100 policías uniformados y les anuncia, tipo arenga, que en ese momento se está dando un cambio dentro de la institución.

La hora de los desertores
Luego de un año de permanecer detenido, el capitán Milton Castillo fue fichado por el DENI. Los alzados permanecerían arrestados hasta el 20 de diciembre de 1989.

Arriba, en la comandancia, Giroldi escucha a los oficiales golpistas, pero no ve entre los alzados al coronel Elías Castillo, su jefe inmediato, a pesar de que sabe que el coronel está en el edificio.

En eso, el oficial de guardia de la compañía Urracá oprime el botón de alarma de su cuartel. Cuando esto ocurre, existe un protocolo que establece que, cuando el portón de alerta suena, se activa todo un procedimiento de emergencia. La tropa sale de inmediato, toma sus armas y ocupa las posiciones de defensa mientras se cierran las puertas del cuartel.

Giroldi no está convencido de sumarse al golpe. Además, es un hombre muy cercano a Noriega, al punto de que eran compadres.

Mientras el mayor Quesada y el capitán Giroldi hablan se escucha la alarma. Giroldi sale acompañado del capitán Benítez, otro de los alzados, a ver si logra controlar a su tropa. Al entrar al recinto, sin embargo, ordena a sus hombres el arresto de Benítez. Son ya las 7:00 a.m. Afuera del complejo militar se escuchan disparos. El tiroteo dura unos quince minutos.

Pronto todos los que están dentro entienden lo que significa la superioridad de la Urracá frente al resto de los uniformados. El golpe ha fracasado.

Los traidores

Macías es detenido. Después lo serán el resto de los oficiales del complot. Giroldi llama a Noriega y le comunica que el complot ha sido desactivado y los traidores desarmados y arrestados. Sin imaginárselo, su actuación del capitán esa mañana le costaría la vida meses después.

Todos los oficiales fueron interrogados y torturados. Cuando se hicieron las purgas, se supo que estaban involucrados, además del coronel Macías y del teniente coronel Lorenzo Purcell, una docena de mayores, media docena de capitanes, dos tenientes y una veintena de subtenientes, sargentos y cabos.

El complot había fracasado, pero dejaría en evidencia la fractura existente dentro de la institución. La purga dentro de las fuerzas armadas fue profunda y violenta. Fue tan grande que el mismo Noriega le dijo al mayor Pipe Camargo, encargado de los interrogatorios y de la violencia que los acompañaba: “Para, que, si sigues, nos vamos a quedar sin oficiales”.

“El 16 de marzo hubo una situación que estremeció la institución por la magnitud de las bajas que se dieron —recuerda Alonso—. No tanto por el daño humano, pues no hubo muertos, sino porque salió a flote el descontento. Todos esos oficiales sufrieron cruelmente las consecuencias. No lo quiero ni relatar porque ofende la dignidad la forma como fueron ultrajados, golpeados, la manera como fueron torturados”. En adelante vivirían minuto a minuto sin saber si seguirían con vida. Estuvieron encarcelados hasta el día de la invasión.

Noriega, sospechando ahora hasta de su sombra, modificó la cadena de mando. En contra de la tradición y estructura de las fuerzas armadas panameñas, esta se centraría alrededor suyo, ateniéndose a la lealtad incondicional de unos cuantos.

“Se da la situación de que el Estado Mayor se convierte en subalterno de sus subalternos”, relata el general Rubén Darío Paredes. Desconfiando del orden normal en el que los oficiales de mayor antigüedad y jerarquía van ocupando las posiciones más poderosas en el Estado Mayor, Noriega comienza a manejarse con los segundos. Digamos, por ejemplo, que el jefe de adiestramiento no era ya el G-3 nominal, un coronel, sino que empieza a ser manejado realmente por quien estaba abajo, un mayor o un capitán, oficiales incondicionales de Noriega, que eran quienes tomaban las decisiones de verdad, saltándose la cadena de mando.”

“O sea, Noriega comenzó a manejarse con dos estados mayores, el verdadero y el aparente. Este último, el aparente, estaba integrado por los oficiales a los que por rango y antigüedad les tocaba. Pero era el primero, el que de verdad mandaba, el formado por los más cercanos a él. Esos eran Papo Córdoba, Del Cid, Delgado Diamante, etc.”, —recuerda el exgeneral.

Su desconfianza en la institución que creía controlar con puño cerrado lo hará recurrir a una estrategia adicional, aún más peligrosa. Crea una fuerza paramilitar, que respondería solo a él, unas temibles milicias urbanas. Las llamaría “Batallones de la dignidad”.

Dirigiéndose a los oficiales y tropa luego de fracasado el golpe, Noriega anunció: “Hoy las madres, padres, esposas e hijos de los alzados podrán llevarles comida. La próxima vez, serán flores al cementerio”.

(El contenido de este escrito es un extracto del libro que sobre la historia de la invasión y del fin de la dictadura prepara el autor y que será publicado por Penguin Random House con ocasión del 35 aniversario de dichos acontecimientos).





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