Ladronazos contagian descendencia

El Génesis presagia el destino de Gomorra, y alerta sobre la impunidad rampante en esta ciudad de hoy. Los poderes fácticos se encariñan con los corruptos, y las masas, en buena parte, atienden el santo y seña, en calles y ‘moles’.

Yahvé “hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego, destruyó estas ciudades y cuantos hombres había en ellas”, anuncia el texto bíblico.

Huele a azufre en esta Gomorra pegada a un canal acuático y donde se subasta la playa oficial a dólar el metro. La adquiere un espécimen de esta manada que la operación la habilita para llevar el estandarte. Cromañón.

Esos son, quienes son, los que venden la nación… Se comportan, y sí puede verificarse, como si no tuvieran madre ni hijos ni descendencia. Y a sus vástagos los han embadurnado de estiércol. Corruptos de genes, y legan ese estercolero a no nacidos, hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y hasta a choznos.

Ante la sordidez de Gomorra, la vida se reinventa y atiza su palo. Jueces piensan que es un crucifijo ese polígrafo y ese coimómetro.

Cromañones contemporáneos ya fueron señores feudales. Desgraciados. Se convierten en caraduras, cara-de-palo, y no se avergüenzan de nada. Y sonríen en el ‘selfie’ que mandan a publicar en Facebook. Están dispuestos a ofrecerlo todo, incluso sus descendencias, frente a Don Dinero, al que atienden más que al Dios de la Vida, y no les importan las consecuencias contra la libertad y dignidad humanas.

Anteponen su codicia y su avaricia. Qué importan la corrupción, el desenfreno, el asalto al erario, el canto a la impunidad, con la certeza de que, ante sus andanzas, no habrá castigo.

No es un enigma el futuro ponderado de que esta Gomorra, si triunfan la impunidad y el latrocinio, se desintegrará. Un Barú estallará en nuestras narices, y nos estallará por igual a los defensores y contrarios de este reino de la corrupción, de esta Gomorra sonriente.

Nada detiene a estos predadores. Juran que ofrecen un servicio a la humanidad estos hombres de rapiña. Expoliación, saqueo, pillaje, depredación.

En un descuido, que asemeja la eternidad, emerge la rapiña. Cual enjambre destructor, convierte el hábitat en tierra arrasada. Se toma el campo y la ciudad. Arrebatar y hurtar: esa es la ley. No mencionen a los bebés desnutridos, ni las escuelas rancho, ni el mendrugo que genera la enfermedad, ni el piso de tierra ni la tala de la vida. La codicia es de primero.

Un perro cruza un río sobre el tronco de un árbol. Lleva preso en su hocico un abundante trozo de carne. Contento por la hazaña, mira hacia el cauce y se ve reflejado en el agua.

La envidia lo mata: cree que su propio reflejo es otro perro que flota y que el pedazo de carne que lleva es más grande y jugoso que el de él. Se lanza ladrando contra el perro reflejado en el agua, que es él, y pierde su manjar en la maniobra.

“La única evidencia que veo del Diablo es el deseo de todos de que esté aquí”. Le afirma a su ayudante Adso el sacerdote investigador Guillermo de Baskeville. En El nombre de la rosa, del novelista y semiólogo italiano Umberto Eco.



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