Antes de El desafío, cuento que lo llevó a París por primera vez, estaban todas las lecturas que en él habían producido asombro y admiración por la literatura francesa, esa que en el invierno de 1950, “húmedo y ceniza”, en el Leoncio Prado, “borraba la hostilidad del mundo y mudaba la depresión en entusiasmo”: leía Los Miserables de Víctor Hugo, según cuenta en La tentación de lo imposible. Madame Bovary no llegaría hasta 1959, en París y en francés, y con una lectura que le tuvo en vela, tal era “el poder de persuasión” de la prosa de Gustave Flaubert, según confiesa en La orgía perpetua.
Lo que significó y cómo fue aquella primera vez en la capital de Francia, El viaje a París, lo pueden leer de su puño memorioso en El pez en el agua, que cumple ya treinta años de haberse publicado.
Desde la pregunta siempre actual para toda América, “¿cuándo se jodió el Perú?”, de Conversación en La Catedral, y volviendo hacia el diálogo que abre La ciudad y los perros, o la escena con la que arranca el universo de La casa verde, hasta sus últimos ensayos literarios, artículos y su próxima novela que ya tiene lista, asistimos a la construcción intencional y apasionada de un legado estético e intelectual que sigue activo, que genera allí donde es leído y considerado, superado el cuché ideológico de siempre, más literatura y más reflexión.
“Cuando llegué a Francia... la cultura era omnipresente, ¡hasta en la televisión!, y sabía que aquí vivían Albert Camus, Jean-Paul Sartre y Jean Vilar, que se representaba a Ionesco, que se leía a Beckett... El debate político era muy intenso, además. Por eso yo, que venía a un país tan diferente a este, me sentí como un bárbaro entre civilizados”, palabras a las que el ensayista colombiano Carlos Granés alude en el prólogo de Un bárbaro en París: “su formación intelectual y cultural le dio la certeza de que cualquier escritor latinoamericano, incluso uno nacido en la provincia peruana (un bárbaro), podía participar en todos los asuntos políticos, culturales y sociales de su época si se nutría de sólidas tradiciones literarias y filosóficas”, afirmación esta demostrada a base de dedicación apasionada al oficio de escritor, creando para sí un apartado personalísimo en la historia de la Literatura, no solo por la obra, sino también por su construcción como personaje de su universo creativo.
El bárbaro inmortal, Mario Vargas Llosa, ha franqueado las puertas de la Academia Francesa, pisa el Parnaso de los grandes en París, la ciudad que le vio tomar la decisión de convertirse en escritor de la mano de uno de sus hijos más universales, Gustave Flaubert. Ha querido la vida que entre en ese recinto antiguo de cuarenta sillas, llevando consigo en su alma literaria a muchos de sus admirados escritores franceses que no lo consiguieron, como Balzac, Proust, Dumas o Camus, a los que verá “sentados” en esa famosa “silla 41″ desde la suya, la 18, que ocupará hasta su muerte.
Este es un buen momento para volver a su obra. He sostenido que Vargas Llosa es un padre al que matar y García Márquez un hermano al que imitar, pero siempre se puede volver al padre y dejar descansar al hermano, total, cada familia es un mundo, y si la obra es buena nunca es tarde, y la del bárbaro en París, merece de nosotros ciertos olvidos (las tres o cuatro últimas novelas), muchos rescates (sus novelas breves) y una fuerte discusión (sus artículos y ensayos literarios).
“Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica”, decía con 31 años, recibiendo el Rómulo Gallegos. A los 86, parece que ese discurso ha enmarcado todo su trajín intelectual, fiel en alma y cuerpo a su espíritu de la contradicción. Su obra no es otra cosa que el reflejo, como toda obra, del alma del escritor. Vargas Llosa solo ha sido fiel así mismo, a ese fuego que para él ha sido la literatura. De acuerdo o no con él, su obra le sobrevivirá, se salvará a sí misma. Esa, es la inmortalidad.