El escarnio de un cornudo y el delito de amancebamiento
En 1647 en medio de un sustancioso expediente sobre un asesinato ocurrido en la cárcel de Portobelo nos enteramos de que el acusado, Pedro Gómez de Torres, un joven hidalgo soltero natural de Córdoba estaba amancebado con una mujer española casada con un soldado también español, destacado en el castillo de San Felipe, con quien tenía dos hijos.
Torres instaló a su amante con sus hijos en un cuarto alquilado en el pueblo y se apropió de la pulpería que tenía su marido, al que trataba “con muchas palabras afrentosas, diciéndole que era un cornudo y como pobre hombre y miserable que era”. De esa manera, hacía resaltar la diferencia social que lo separaba a él, como hidalgo que era, del simple soldado. Su postura era muy acorde con los valores socioculturales de la época, donde los privilegios estaban reservados a los nobles y los hidalgos, que como en este caso aprovechaba para abusar de un inferior social.
Corrió el rumor de que el escarnecido soldado trataba de matar a los amantes, y para evitarlo y a la vez seguirle causa a Torres por amancebamiento, se le encerró en la cárcel del pueblo. Estando él allí, siendo de noche y encontrándose el interior de la prisión muy oscura, el carcelero fue apuñalado y se culpó a Torres de su muerte. El muerto era un portugués de pie descalzo y calzón de crudo, malhablado y maltratador de esclavos y de soldados de rango inferior al suyo. Era odiado en el pueblo y España y Portugal estaban en guerra, de modo que cualquiera pudo haberle asesinado, de modo que nunca se supo quién lo hizo.
El delito de amancebamiento se definía como unión libre entre hombre y mujer sin pasar por el requisito del matrimonio y estaba claramente tipificado por la ley civil y el derecho canónico. Debido al relajamiento de las costumbres sexuales en América, desde temprano fue un delito muy extendido, y se penalizaba con penas más rigurosas que las establecidas por las leyes en Castilla. Se castigaba con penas pecuniarias que podían variar bastante, o con destierro, aunque estos normalmente a pocas leguas de distancia del lugar del delito. Si era español, al amante a veces se le castigaba con simple casa por cárcel, o se le desterraba a alguna fortificación donde trabajaría en su construcción sin paga, o se le hacía trabajar en obras públicas, o condenaba a mantenerse a una distancia de dos o cuatro leguas de su amante sin poder verla.
En el caso de Gómez de Torres se le encerró en la cárcel del pueblo al parecer para evitar que fuera víctima del marido celoso. A las mujeres también se les aplicaban penas pecuniarias y a veces se las colocaba “en depósito” en alguna casa honorable hasta que se refrenara. Pero a menudo nada de esto se cumplía y los amancebados volvían a reincidir.
Honor y honra
¿Y qué ocurría cuando estaba en juego la honra de una doncella de “conocidas circunstancias” y sus aristocráticos padres temían que el nombre de la familia quedase públicamente expuesto? La respuesta la encontramos en un grueso legajo salpicado de nutridos ingredientes propios de una novela romántica y de reveladores testimonios sobre las costumbres y valores socioculturales dominantes entre fines del siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII y aún más allá.
Esta historia se inicia con el primero de los Aizpuru, el capitán Juan de Aizpuru, natural de Vizcaya, que llega al Istmo entre fines de la década de 1680 y primeros años de la siguiente, continúa con su hijo ilegítimo, Juan Ignacio de Aizpuru, sospechoso de tener “mancha” de mulato, y concluye con el hijo de este, Francisco Nicolás de Aizpuru.
Juan se establece primero en Portobelo y luego se muda a Panamá, donde hace fortuna y goza de predicamento social, siendo elegido repetidas veces alcalde ordinario del Ayuntamiento. Juan Ignacio hace su carrera como funcionario gracias al considerable apoyo económico e influencia de su padre, ocupando varias escribanías, como la de Provincia y finalmente la principal de todas, la Escribanía Mayor de la Audiencia y Cancillería de Panamá, que luego traspasa a su hijo Francisco Nicolás, ya a mediados del siglo XVIII. Gracias a sus bienes de fortuna y altas posiciones en el Gobierno, los Aizpuru se convierten en figuras señeras de la élite local.
Todo empezó en Cartagena entre 1692 y 1694 con el romance del primer Aizpuru y doña Francisca de Herazo y Chávez, hija de don Pedro de Herazo y doña Ana de Chávez, “españoles de notoria calidad y distinción”. (Uno de los hermanos de doña Francisca, el Dr. Pedro de Herazo, era comisario del Santo Oficio y vicario del monasterio de Santa Clara). Frecuentando la casa de los Herazo, Aizpuru enamora a Francisca, y “bajo promesa de matrimonio él la consigue”, o “la echó a perder”; queda encinta y da a luz a un niño que recibe el nombre de Juan Ignacio.
Fue un golpe mortal para los desconsolados padres de Francisca, que se oponían al matrimonio y anhelaban que fuera religiosa. Y un lacerante zarpazo para la imagen de su hermano inquisidor. Para evitar el escándalo y “reparar esta nota y mancha”, a los quince días de nacido el niño, sabiendo que don Juan de Aizpuru estaba por viajar a Portobelo en una balandra, deciden que se lo llevara acompañado de una esclava parda o mulata “de la casa y de confianza”, propiedad de doña Ana de Chávez, llamada Francisca o Anica, o Pancha Chávez, a la que ofrece libertad a cambio de que cuide al niño y fuese su ama de leche.
Hay buenos indicios de que el arreglo para proteger la honra de doña Francisca de Herazo y Chávez lo asumió don Juan de Aizpuru bajo juramento y con la promesa inquebrantable de que nunca se supiera del hecho, pues cuando se mudó de Portobelo para establecerse en Panamá cerca de 1703 y se lleva a su primogénito, siempre le dejó creer que su madre era la esclava liberta Pancha Chávez, incluso hasta siendo adolescente.
Para entonces don Juan ya era considerado “uno de los vecinos principales así de respeto como de capital”, y sería conocido por la generosidad con que favorecía a la Iglesia con numerosas capellanías y obras pías. Nunca volvió a Cartagena para encontrar a su amada Francisca ni ella volvió a ver al niño y así trató de guardar el secreto. (El que sí viajó a Cartagena fue su nieto Francisco Nicolás de Aizpuru, quien lo hizo en 1755 para recabar pruebas testimoniales sobre sus abuelos). Nada impidió, sin embargo, que el escándalo fuese conocido.
Más tarde don Juan Aizpuru se casa con doña Agustina de Flores, vecina de Panamá, con quien tiene varios hijos, uno de ellos jesuita radicado en Lima, otro “de muy buena reputación”, otro presbítero, una mujer casada con un influyente gallego de Santiago y una doncella. Doña Agustina enviuda en 1732 y contrae segundas nupcias.
Era público que don Juan mostraba gran afecto a su primogénito Juan Ignacio a quien hizo ingresar en la escuela de la Compañía de Jesús confiando en que más adelante fuera religioso de la Orden, como lo sería uno de sus hermanos menores, hijo de doña Agustina de Flores. Su marcado apego a la Orden jesuita era muy conocido, lo que no sorprende, ya que era nativo de Vizcaya, un gran bastión de los jesuitas y donde había nacido el fundador de la Orden, Ignacio de Loyola. Cabe incluso especular sí se habría educado con ellos.
Un testigo afirma que enviaba a Juan Ignacio a las clases en su calesa, como prueba de su cariño o de lo consentido que le tenía. Porque de su casa, en el Casco Viejo, a la escuela de los jesuitas probablemente no habría más de tres a cuatro cuadras. O tal vez era una manera de hacer ostentación de sus bienes de fortuna. Acostumbrado a estos privilegios, el joven Juan Ignacio, debía sentirse y comportarse como cualquier chico blanco y rico de la ciudad.
Pero Juan Ignacio le causó gran decepción a su padre cuando a sus espaldas y contra sus aspiraciones, se casó con doña Francisca Montero de Espinosa y Palacios, “de distinguida familia, hija del secretario don Juan Montero de Espinosa y de doña Magdalena Palacios y hermana del doctor don Patricio Joseph Montero de Espinosa, cura y vicario de Alanje y de Santiago de Veraguas”. Aunque era una familia conocida y “de notoria calidad”, para su padre este matrimonio “lo había malogrado”. Luego de días o semanas “sin atreverse a ponerse en su presencia” y a fin de reconciliarse, el hijo rebelde, acompañado de un padre jesuita se “hincó de rodillas a la salida de misa para pedirle perdón y así volvió a la gracia de su padre”.
Salvado el conflicto familiar, don Juan le compra a Juan Ignacio una casa de dos plantas en la calle de Santa Bárbara (al sur de la Plaza Mayor, a un costado del Ayuntamiento y una cuadra de La Compañía) y en 1713 adquiere para su hijo una escribanía pública y de provincia. Entonces tendría unos 20 años y su formación escolar estaba aún muy incompleta ya que la educación jesuítica suele demorar catorce y él no habría cursado más de seis o siete. Así empezaba su carrera como funcionario público, que culmina en 1730, cuando adquiere la Escribanía Mayor de Gobierno y Cámara, hasta que la traspasa a su hijo Francisco Nicolás, hijo de su segunda esposa, Petra Montero de Espinosa, hermana de su primera mujer, Francisca Montero de Espinosa.
Al advertir don Juan las resistencias que surgieron cuando gestionaba la compra de la escribanía pública y de provincia, ya que circulaba el inquietante rumor de que Juan Ignacio era mulato, corrió a “vestir su casaca y dirigirse a la Compañía para tratar y consultar”. Porque si se sostenía que era mulato habría enfrentado insuperables impedimentos para ocupar ese y cualquier puesto público.
El consejo jesuita fue que “en el fuero de conciencia” ya no estaba obligado a guardar el secreto del nacimiento de Juan Ignacio, máxime cuando don Juan ya estaba casado y con hijos, de manera que procedió a hacerlo público para dejar bien establecido quién era su madre natural, y desmentir que era mulato e hijo de Petra Chávez. Enardecido por las circunstancias proclamó airado para que todos lo supieran “que ninguno en Panamá podría ser mejor de calidad que el dicho su hijo y que el secreto que había guardado como hombre honrado veía si lo podía romper y de inmediato”. Para don Juan debió ser un enorme alivio descargar de su conciencia aquel arcano agobiante.
Para ocupar las escribanías, sobre todo la de provincia, era requisito demostrar con pruebas la “limpieza” de su linaje, el cual debía estar libre de toda “mancha de raza de indos y mulatos”. Y como nunca faltaban émulos, sobre todo uno que competía por el puesto, éste sacó a relucir su supuesto origen africano.
Juan Ignacio tuvo entonces que presentar pruebas testimoniales y comparecieron numerosos testigos y declarantes. Así se reveló que su padre don Juan de Aizpuru había estado amancebado con dos mujeres mientras residió en Portobelo, primero, con Melchora de la Cueva, apodada La Chambergo (tal vez por el nombre del sombrero de ala ancha de moda entonces) que no le dio hijos, y cuando esta fallece, con una samba casada, Petra Vásquez, con quien tuvo a Gerónimo y a Beatriz Aizpuru.
Algunos insinuaron que también tuvo relaciones con Francisca Chávez, la que amamantó a su hijo, pero esto fue desmentido. Y aunque otros resaltaban el color “trigueño” de Juan Ignacio, insinuando con ello que era mulato, otros sostenían que si bien tenía ese color “no demostraba ser mulato”. De hecho, desde su infancia y adolescencia corrían rumores muy contradictorios sobre sus orígenes, como lo sugiere el testimonio de su compañero de clases en la escuela de los jesuitas, Manuel Ignacio de Sosa, quien recordaba que ya entonces unos decían que era mulato y otros que su madre era de familia ilustre.
Así de confusos estaban todos y de arraigados los prejuicios raciales, sobre todo si estaba en juego algún cargo público relevante. En una población tan pequeña de tal vez no más de 5,000 almas, como la que tenía Panamá entonces, aquello debía ser una comidilla frecuente y uno de los chismes preferidos. Esto nos parece hoy ridículo y carente de sentido, pero así eran los juicios de valor y las cuitas que afligían a diario la vida colonial.
Al pedírsele a la samba Petra Vásquez testimonio, ella subrayó la diferencia de color entre su hijo Gerónimo, a quien definió como “chombo” (corrupción de sambo, como ella), y el de su hermanastro Juan Ignacio. Aclaraba enfática que si bien este era “trigueño” su color no era muy distinto al de su padre vizcaíno. Para salir de dudas invitaba a que los comparasen.
Cuando Francisco Nicolás hizo su postura para adquirir la Escribanía de Cámara en 1751, sus enemigos no perdieron la oportunidad para recordar la vieja alegación de que era mulato como se suponía que era su padre, quien para entonces ya era difunto. También le señalaban de “ilegítimo” aunque él no lo era sino su padre, e incluso de “adulterino e incestuoso”, esto último también alusivo, al parecer, a su padre. Lo primero tal vez por sus relaciones con Petra Vásquez, una mujer casada; lo segundo por haberse casado, una vez enviudó, con su cuñada Petra Montero de Espinosa, madre de Francisco Nicolás.
Para entonces este estaba casado con doña María Bernarda del Bosque y González, que fue al parecer su única esposa de modo que lo de incestuoso tampoco le incumbía. ¿Resistir el nombramiento de Francisco Nicolás por faltas personales atribuidas a su padre? Tan obtusos y ciegos eran sus enemigos que apelaban a recursos a todas vista artificiosos y falsos.
Para esas fechas los Aizpuru, que ya era una familia numerosa (varios de cuyos miembros ocupaban importantes cargos públicos, o en la Iglesia, o bien ostentaban títulos académicos del más alto nivel), habían presentado, como se exigía, pruebas suficientes para demostrar que estaban libres de la tacha de negros o mulatos y cuando el caso de Francisco Nicolás llegó al Consejo de Indias, los señalamientos sobre su “color” fueron total y reiteradamente desestimados.
Pero así era aquella época, donde la pugnacidad entre los funcionarios casi por cualquier cosa y los odios y rivalidades revolvían incesantemente la supuesta quietud de la vida cotidiana que, contra lo que se ha creído, de pacífica tenía muy poco. Nada de “siesta colonial”. Era un hervidero de rencillas, odios y pasiones. En aquella sociedad de castas donde el color de la piel decidía la suerte de cada uno, era raro que no se desempolvara una y otra vez el señalamiento de que el enemigo era mulato, o nieto o biznieto de una negra.
Era un arma retorcida que, cuando hacía falta, se sacaba de la funda para desacreditar al oponente, acabar con sus aspiraciones o destruir su carrera. Sembrada la duda, algún día, más adelante, volvería a recordarse esa posible mancha en su linaje. Juan Ignacio y Francisco Nicolás lo sufrieron vívidamente en carne propia, pero no fueron los únicos ni los últimos. Incluso una destacada historiadora, que ha utilizado las mismas fuentes de archivo, se ha convencido de que Francisco Nicolás era mulato, y en un descuido así quedaría marcado para la historia.
De este conjunto documental se desprende que quien mejor retrata el ambiente sociocultural de la época es don Juan, el padre y abuelo de los Aizpuru. Aquel venerable respeto al compromiso adquirido, acaso bajo juramento, para proteger el honor y la honra de su amada cartagenera, porque el honor y la honra “eran la vida misma”, forma parte de la misma paleta emocional y mental que le mantiene tan cerca de la Iglesia, y sobre todo de la Compañía, a la que entrega uno de sus hijos y había querido hacerlo, sin éxito, con su primogénito Juan Ignacio, al parecer el preferido. Y a la que prodiga con generosas donaciones para capellanías. Entre los religiosos jesuitas seguramente encontraría confesores y confidentes que le brindaban sosiego espiritual, a los que, sospecho, les habría revelado desde temprano bajo confesión o en reservada confidencia su controvertido secreto.
Porque ¿cómo explicar que trataran con tan singular deferencia, o así lo parece, a Juan Ignacio si pensaran que era mulato? Y ¿cómo compaginar todo esto con su reiterado amancebamiento con dos mujeres distintas, una de ellas casada, y un par de hijos bastardos? Así era aquella época. En ese gran lienzo bordado de exquisitas apariencias y de respeto a las formas, donde todo parecía correcto, bello y justo, subyacían sus inconfesables prácticas extramaritales de las que todo el mundo sabía y tan abiertamente reñían con lo que dictaba la Iglesia y la sociedad decía rechazar.
Tales eran los hilos invisibles que tiraban del tejido social, semejante a un bello paisaje arbolado bajo cuyas sombras se esconden miríadas de alimañas y otras cosas que debieran permanecer ocultas, pero que son tan vitales y reales como el resto del bosque.
Escribanos y notarios bastardos
El desarreglo de las costumbres sexuales queda estadísticamente demostrado en la reconstrucción prosopográfica que he realizado de los cerca de 40 notarios y escribanos mulatos, cuarterones y quinterones que ejercieron durante la Colonia, donde, de los casos comprobados, uno de cada tres era hijo ilegítimo. Los detalles se conocen ya que para postularse debían presentar su certificado de bautismo donde se indica quiénes eran sus padres, si eran mulatos, cuarterones o quinterones y si legítimos o ilegítimos. Todos, por supuesto, eran hijos de miembros de la élite con alguna mujer de color. Eran amorosamente criados desde niños en la casa de su padre e incluso formados para el oficio desde la temprana adolescencia por un escribano o notario de experiencia pagados por él.
El principal impedimento era la “casta” a la que pertenecían, aunque los cuarterones (una abuela negra) y quinterones de mulato (una bisabuela negra) solían ser generalmente aceptados sin problema, siempre que acreditaran idoneidad para ejercer el cargo. En cambio, había poca resistencia cuando eran hijos ilegítimos, lo que evidencia la tolerancia asumida por la sociedad frente a este recurrente fenómeno.
Normativas matrimoniales: apego y omisiones
Durante la Edad Media y aún durante la Colonia, la mayor parte de las actuaciones del individuo constituían un evento público, incluso algunas de las que hoy consideramos entre las más íntimas. Durante la Colonia ya el matrimonio no se consumaba, como ocurría en la Edad Media, prácticamente a la vista de todo el pueblo, pero era típico que en la concertación del casamiento participaran varias de las autoridades, y aún sus esposas, además, por supuesto de los padres y otros parientes de los novios.
En el Panamá del siglo XVII encontramos casos donde los mismos miembros de la Audiencia, el Cabildo catedralicio y el obispo intervenían en estos arreglos, con el obvio beneplácito de los padres de los consortes. Pero en el ejemplo que ahora veremos, las partes pretendían hacerlo a espaldas de la Iglesia y a la brava, muy típico del desapego existente en Panamá a la normativa en la materia y donde los poderosos imponían su voluntad sin remilgos sobre la autoridad eclesiástica.
En 1603, se unen en matrimonio don Fernando de Silva Lara y doña Antonia de Salazar, todavía muy jóvenes (él de 16 y ella de 17 años), cuya unión, según el alto clero, “contravenía los cánones sagrados del santo Concilio de Trento”, por no haberse hecho las amonestaciones en regla. Aludían a lo establecido por el Concilio en el sentido de que el matrimonio era un sacramento que debía ser oficiado por un cura y sin lo cual carecía de validez. La objeción era porque se había ignorado la presencia de un cura, no por la corta edad de la pareja, ya que desde la Edad Media eran frecuentes matrimonios de niñas de doce años y muchachos de catorce, en una época donde la vida sexual se empezaba a edad muy temprana.
Al parecer las familias interesadas, junto con la Audiencia, manejaron los preparativos de la unión con ostensible independencia del clero, que se sintió escarnecido, ocasionando la querella. En el expediente que resultó de esto se aprecia el papel que juega la autoridad civil en tales concertaciones matrimoniales en combinación con los grupos de poder local.
El contrayente era hijastro de Agustín Franco, entonces depositario general de la ciudad de Panamá y hombre muy rico e influyente. La novia era hija del ex oidor de la Audiencia de Panamá Alonso Pérez de Salazar, ya difunto, y de doña Juana de Rosales, también difunta. La boda se celebró en la casa del presidente, gobernador y capitán general Alonso de Sotomayor, bajo cuyo patrocinio se hicieron los arreglos del desposorio. Entre los presentes estaba Alonso Pérez de Salazar, fiscal de la Audiencia e hijo del ex oidor del mismo nombre, es decir, hermano de la novia. Estaban presentes, además, otros miembros conspicuos de la élite, así como “mucha gente”.
En la tradición cultural española –a diferencia de otras partes de Europa–, se privilegiaba el derecho de la pareja sobre el de los padres en la elección matrimonial. El Concilio de Trento solo vino a sancionar esta ya arraigada costumbre. De esta manera, la propia Iglesia, a través de sus diversos recursos, sea legales o coercitivos, y, de hecho, toda la comunidad, intervenían a favor de los novios cuando se interponía la decisión paterna para impedir la unión.
Los conflictos prenupciales están cuajados de incidentes de este tipo: desposorios secretos, fugas bajo el amparo de las autoridades eclesiásticas y civiles, o de otros miembros de la propia familia, liberación de la novia o el novio sometidos a cautiverio por los padres o hermanos para impedir el matrimonio. Cuando surgían estos conflictos prenupciales, la pareja quedaba virtualmente protegida por la sociedad para que prevaleciera su voluntad sobre la del padre, convirtiendo, así, el matrimonio, en un asunto público. En el mismo discurso cultural se contextualiza el problema de la virginidad de las jóvenes. Toda la comunidad intervenía para evitar que el hecho se conociera y así protegerlas de la vergüenza pública, ocultando, disimulando, o paliando lo ocurrido, obligando al novio al matrimonio en ceremonia secreta, para luego hacerla pública.
Matrimonio de duelos y quebrantos
Un caso típico fue el que ocurrió en Panamá en 1644 con una pareja de jóvenes de la élite. El pretendiente era un miembro del poderoso clan de los Franco. Ella pertenecía a la familia Tapia, y uno de sus hermanos era prebendado de la catedral. La historia se resume así. Esteban Franco pretende en matrimonio a la Tapia, al parecer, con su consentimiento, y tienen relaciones íntimas. La madre de esta, junto con sus dos hermanos, la recluyen en una hacienda que poseían en las afueras de Panamá para impedir sus relaciones. El pretendiente, sin embargo, se disfraza y sigue a su amada, escondiéndose en un bohío cercano a la hacienda, donde probablemente vuelven a encontrarse. Pero es descubierto por uno de los hermanos Tapia con quien cruza espadas y queda mortalmente herido, siendo conducido a la capital, para dar lugar a la expedita intervención de varias autoridades.
El presidente de la Audiencia, don Juan de Vega Bazán, toma partido del lado del pretendiente con una pasión que hoy nos parecería excesiva. Ordena al oficial del ejército (o ayudante) Luis Franco, hermano de Esteban, a que dirija una partida hacia la hacienda Tapia para apresar al heridor y traer madre e hija a Panamá. Hecho esto, la joven Tapia es recluida en la casa del depositario general de la ciudad, don Tomás de Quiñones, padrino de pila de Esteban. Poco después Bazán ordena que la lleven una noche en “una silla de mano” a casa de Esteban, a la sazón moribundo, y los hace desposar con la asistencia de un cura. Días más tarde Esteban muere y Tomás de Quiñones hace casar apresuradamente a la Tapia con uno de sus allegados (“criados”), don Juan de Melgarejo, luego de que se le propusieron otros candidatos en matrimonio.
En todo este proceso la documentación evidencia la importancia de contar con la voluntad y el asentimiento de la Tapia. Todo lo más, se la presiona, pero no se la obliga. Ni sus propios hermanos intentan transgredir esta regla. Se evidencia asimismo la necesidad de ocultar la pérdida de su castidad y con ello su honor propio y el de su familia, primero, mediante la boda con Franco estando este moribundo, luego con apremio notorio, buscándole nuevo esposo y finalmente casándola con Melgarejo. En este episodio intervino la Iglesia –el confesor del presidente fue uno de los que trató de convencer a la Tapia de su boda con Melgarejo, se escucharon sermones en los templos–, la soldadesca, secundando a Luis Franco y al depositario general, Tomás de Quiñones, que también era capitán de infantería, varios criados o parientes de Vega Bazán, y el propio presidente.
El suceso no podía ser más público. Fue uno de muchos casos. Lejos de ser un asunto íntimo entre dos, o una cuestión meramente de familia, o en presencia de amistades cercanas, como suele serlo hoy en día, el matrimonio era un acto expuesto a riguroso escrutinio público, en el que se comprometía a toda la comunidad.


