Me pasé un año sin ver a mi hermana con cáncer

Me pasé un año sin ver a mi hermana con cáncer


Recuerdo con claridad la tarde en que mi hermana me escribió diciéndome que le habían diagnosticado cáncer. No necesito cerrar los ojos para recordarlo: es como una fotografía grabada en mi memoria. Aunque no quiera, a veces, simplemente aparece ahí.

Estaba en la oficina, teléfono en mano, sintiendo que nada de eso era real. De ese momento retengo sensaciones, emociones, mi cuerpo paralizado, aunque de todos los chats de ella solo recuerdo la palabra: “cáncer” y la frase: “tengo miedo”.

Yo no sabía lo que sentía. La incredulidad me impedía llorar. Negué tanto que no se me ocurrió levantarme e irme con mi familia, sino que seguí trabajando. Almorcé como si tuviera hambre, cuando en realidad lo que pretendía era llenar el hueco que había en mi pecho con comida.

A mis 35 años jamás había imaginado la vida sin mi hermana. En ese momento me di cuenta de que por alguna extraña razón con el tiempo afrontamos que algún día tendremos que despedirnos de nuestros padres, pero, nuestros hermanos simplemente son para siempre.

En algún punto entre el “no es cierto” y el “por qué” de mis razonamiento decidí que iba a ser el fuerte. Ella lo necesitaba. Y comencé a escribirle que había que ver en qué etapa estaba el cáncer, que entre más rápido se detecta, mejor. Le dije que los tratamientos iban a depender una vez más de cada caso y que hoy día tener cáncer no era sinónimo de muerte.

Por ejemplo, para el año 2022, según la Organización Mundial de la Salud, en todo el mundo se diagnosticaron 2.3 millones de casos de cáncer de mama en mujeres, de estos se registraron 670 mil defunciones por esa enfermedad, apenas un 29.3% de todos los casos.

Recité los datos con el expertise de un reportero, pero en el fondo estaba tan asustado como ella, pensando que sí podía morir.

Pero, ya había asumido mi rol de hermano menor “protector”. Iba a ser quien le diera palabras de ánimo a base de ciencia, de datos, de profesionales, de estadísticas y, si hubiese sido necesario, hubiera mal utilizado mi puesto de prensa para hablar con cada oncólogo del país.

Así, está mal y capaz, algo como eso hubiese significado un problema, pero poco me importaba mi vida laboral al lado de su supervivencia.

Para ese entonces, Ismarí Pimentel, una compañera que estaba pasando por la misma enfermedad, escribía una columna llamada “En los zapatos de María Antonieta” en la revista Ellas. Allí contaba sus anécdotas como paciente con cáncer. La contacté de inmediato, e Ismarí se volvió una guía para mi hermana durante todo aquel proceso.

Porque si algo nuevo aprendí de esa enfermedad, algo que no solemos escribir los periodistas o no te lo dicen los doctores: es que el cáncer une a las personas, incluso a las que no se conocen. Crea lazos rosas que perduran después de la muerte.

Así, mientras Ismarí la acompañaba en el paso a paso de todo lo que venía en el camino, yo intenté ser la parte razonable, quien le dijera: “esto es una enfermedad como cualquier otra y tiene cura.

Aunque omití decirle que según datos del Ministerio de Salud de Panamá, la tasa de defunciones por cáncer de mama aumentaron de 5.8 a 6.8% entre 2018 y 2022.

Hoy, por ejemplo, Ismarí, no está con nosotros. Pero, no quiere decir que forma parte de las cifras, porque las personas no somos números. Números son los 13.9 millones de dólares que la Comisión de Presupuesto de la Asamblea Nacional recortó para el presupuesto del Instituto Oncológico Nacional (ION) en 2023. Números son los 8.6 millones de dólares que los administradores del ION pedían con urgencia para la compra de insumos médicos y reactivos de laboratorio que le permitan cubrir el último trimestre de 2023. Número es el 15 de noviembre 2023, cuando después de una lluvia, varias áreas del centro hospitalario se inundaron por completo.

Así, entre datos esperanzadores y ocultando cifras, traté de tranquilizarla mientras a veces la acompañaba a especialistas, se realizaba exámenes y conocía a mayor profundidad su situación. Hasta que comenzó con la quimioterapia.

Un largo año

Mi mamá se mudó a la casa de mi hermana para cuidarla, mientras yo me quedé en la mía. Pasaron las semanas y mi mamá me contaba de las idas al hospital de emergencia, de los vómitos, de la palidez, de la caída del cabello, de la demacres. Pero yo no iba a verla.

Mi mamá me contaba como mi sobrino de 5 años sabía (sin que nadie le hubiese dicho) que algo malo pasaba con la mamá, y que en lugar de correr y lanzarse en la cama sobre ella como siempre hacía, se sentaba en el piso para cuidarla. Mientras yo seguí sin ir.

Iba al trabajo, salía de vez en cuando con mis amigos, pero, no iba a ver a mi hermana enferma de cáncer. A veces, cuando me escribía para decirme que estaba cansada, para decirme que el tratamiento era pesado y no sabía si lo iba a lograr, yo le decía: “¡No exageres! ¡Es cáncer de mama! Tampoco es cáncer de cerebro, eso sí es complicado. Es tratable. Solo que los medicamentos son fuertes”.

Los meses pasaron y mi ausencia era más que obvia. Mi mamá me reclamaba que no había ido a verla, mientras yo solo cambiaba el tema o quedaba callado.

Y hoy, un par de años después de su recuperación, después de que nunca tocamos el tema de mi ausencia durante el periodo más difícil de su vida, finalmente me atrevo a admitirle la verdad. Pasé un año sin ver a mi hermana con cáncer, porque a pesar de todo lo que le decía, del apoyo que le daba o esperaba estar dándole, yo pensaba que se iba a morir. Sabía que si la veía en ese estado, que mi mente bloquea siquiera imaginar, me iba a derrumbar.

No iba a poder ser el soporte que me imaginé que era al hacerle ver que era una enfermedad, fuerte, pero curable. Porque lo cierto era que vivía con miedo. Cada día esperaba la llamada para que me dijeran las palabras que ni siquiera puedo escribir.

Si iba a verla, caería de rodillas al lado de su cama, llorando, derrotado, sollozando, porque la fuerza que intentaba demostrar era una mentira. Ella iba a ver en mi llanto desgarrado que tenía miedo y ya no podría decirle que todo saldría bien. Ya no podría decirle que millones de mujeres se curan. Que los avances médicos hoy son mejores que hace 20 años.

No podría verla sin su cabello. Cuando creces con una mujer, sabes lo mucho que ama y cuida su cabello, y verlo sin él me rompería. Porque me traería recuerdos de nuestra adolescencia, cuando ella compraba champú especiales y yo me robaba un poco para lavarme la cabeza, y ella se molestaba y los escondía. Iban a ser recuerdos tras recuerdos de la niña, adolescente y mujer con la que había crecido toda mi vida y que no sería la que estuviese frente a mí.

Tampoco creía poder controlar mi sufrimiento frente a mis sobrinos. Me iba a convertir, a mí parecer, en una carga más. Y por eso, durante un año de tratamiento, no fui a ver a mi hermana con cáncer.

La llegué a ver finalmente cuando estaba más recuperada. Con maquillaje para ocultar un poco la palidez, delineador negro en los ojos y una estola larga en la cabeza. Parecía, como le dijo una mujer en su trabajo: “una musulmana empoderada”.

Quise abrazarla y llorar, pero, una vez más, sentía que debía ser fuerte. Sentía que debía hacerle creer que todo iba a estar bien, porque yo trabajo escribiendo sobre esos temas, y sé de lo que hablo. Pero, escribirlo por chat es una cosa, tratar de hacer que te crea mientras lloras es otra.

Así que me mantuve de pie, sin acercarme, hablando de trivialidades, como si nada estuviese pasando o nada grave hubiera pasado. “Estabas enferma y ya te recuperaste. Podemos seguir”. Aunque de cierta forma no se sigue. La enfermedad marca. Deja una herida en toda la familia. Una herida que duele, no al recordar, sino al imaginar la mínima posibilidad de que pueda regresar.

Antes de publicar esta historia, que en gran parte también es su historia, le mandé una copia a mi hermana para que me diera su aprobación de contarla. Demoró casi un día en responder, hasta que me dijo: “Espera, que leo, lloro y paro. Comienzo a leer de nuevo, vuelvo a llorar y tengo que parar”, supongo que lo de llorar es de familia.

Y con esta crónica finalmente me atreví a decirle por qué nunca la vi. Lo hago abiertamente para tratar de ofrecer disculpas, lo hago público para, de cierta forma, exponerme a ser juzgado por aquellos que sí tienen la fuerza de estar con sus seres queridos en momentos de necesidad o los que sean como yo, encuentren la fuerza de estar al lado de su ser querido.

Yo a veces me mantengo en la postura que hice lo correcto al solo mantener comunicación con ella por teléfono, para decirle que todo iba a estar bien, que ella sintiera, por alguna estúpida razón en mi mente, que si no estaba allí preocupado al lado de su cama, ella realmente me creería y confiaría en que todo iba a salir bien.

Pero, otras veces, me arrepiento. Me siento cobarde y lo fui, lo sé. Siento que le fallé. Y soy inmensamente débil, pero para mí no era solo lidiar con su enfermedad, era lidiar con la remota idea de tener que vivir sin ella… Y no encontré fuerzas para soportar, verla enferma e imaginar vivir sin algo que amas más que a tu propia vida.


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