El tiempo es solo una sensación, apenas un picor en el brazo bronceado de la juventud en pleno verano, cuando los días se alargan eternos. Parece entonces una provocación que alguien tan rabiosamente joven mire hacia atrás con una sabiduría súbita, como si se tratara de un caer en la cuenta antes de tiempo, pero con un fondo de ritmo, imagen y precisión verbal que da cuenta del poso de lecturas que han impactado su mirada.
Omar Fonollosa (Zaragoza, 2000), da cuenta de la marcha del tiempo y levanta un inventario de lo que ahora es memoria, nostalgia y sustento. Los niños no ven féretros, Premio de Poesía Hiperión 2022, me llamó la atención por una mezcla de elementos extraliterarios: el nombre de su autor (Omar) y la palabra «féretro», que trajo a mi mente una imagen de la infancia: el féretro del General Omar Torrijos. ¿Los niños no ven féretros? Tenía ocho años, lo vi, y me intrigó la belleza del título de un libro que ha resultado iluminador, lleno de hallazgos y desafíos al tiempo y a la vida.
Después de los epígrafes que acordonan la mirada, entramos en la primera parte, Recuerdos como losas, en la que el poeta apunta en Conversación, lo que será el camino de reencuentro con el tiempo ido, con el niño que se fue, con la rutina de ser adulto: «Qué entereza tendré que aparentar/cuando le cuente que el adulto de hoy/no es más que una armadura/que lo protege del resto de adultos/con armadura». Pero, en ese camino, hay tiempo para la amistad, para el homenaje a la madre, al padre, y hasta hay tiempo para viajar a Hamelín, en un poema breve, Melodía, de una sabia nostalgia: «Si tuviera ocasión/ de acercarme al flautista de Hamelín/le daría una bolsa llena de oro/si me dijera dónde/llevó/al niño/aquel». Y el desafío elocuente del poema Los niños no ven féretros, dota de un significado existencial que reinterpreta lo vivido.
Hay una equilibrada sobriedad en los poemas de amor de la segunda parte, Aquellos besos míos, donde el poeta habla de El amor a los veinte, como si de una postal lejana se tratara. Calibra la experiencia de tal modo que puede decir, desde lo vivido y la súbita sabiduría que «El amor a los veinte tiene esas consecuencias»: hay una mirada que ha madurado por el encuentro mismo con la poesía, con las lecturas que permean la propia vida y que dejan sus huellas en el poemario en forma de epígrafes. Omar Fonollosa, lleno de poesía, escribe la suya, transformando su mirada nutrida en un camino por el cual nos invita a seguirle.
Posibles epitafios, son diez poemas brevísimos, diez posibles maneras de glosar una vida. El VII, dice: «¡Cuida y protege/el oro de la infancia:/esta memoria!», como un desafío, casi un deber. Y de allí, con la conciencia de la muerte, llegamos a No volveré a ser joven (Gil de Biedma), cuyos poemas nos ponen ante lo irremediable: el paso del tiempo (Agua pasada), el deterioro del cuerpo (Solo-Edad, elocuente, preciso), la nostalgia (La nave del tiempo). El poeta señala, en Salvo de esta manera, lo que puede ser la única forma de retener lo que se fue: «El arte es el motor/que conserva el ingenio deslumbrante/de la infancia».
El poemario cierra con una sección de un solo poema (Bildungsroman) Expongo aquí mi queja, donde el poeta pide la hoja de reclamaciones: el tiempo vuela, alguien tiene que parar esto («El tiempo se impacienta/Exijo la hoja de reclamaciones»), y entonces nos damos cuenta de que lo que ha hecho el autor es buscar que hagamos las paces con la memoria, que saboreemos el paso del tiempo que reclamamos, que recuperemos el arte de leer y escribir para que la memoria no nos falle ante la caducidad de la existencia.
Omar Fonollosa tiene una capacidad natural para hacer asible lo que se escapa, para fijar en imágenes bien resueltas el profundo desasosiego que produce la verdad del paso de la vida. Ante tanta poesía cursi y facilona, superficial, nos encontramos con un libro de una serena hondura, que nos devuelve a la esperanza fugaz de detener el tiempo entre los versos de un poema.
El autor es escritor