Cuando ocurrió el golpe de estado contra Salvador Allende en septiembre de 1973, yo vivía en Berlín, becado como escritor, y ayudé a recibir y apoyar a los chilenos que llegaban exiliados a Europa.
Entre ellos recuerdo particularmente a dos, porque nos hicimos amigos para siempre, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman. Antonio se quedó a vivir en Berlín, y Ariel iba y venía por distintos países, buscando concertar a los exiliados de su partido, el MAPU. Por esos afanes suyos aparecía en Berlín para desaparecer a los pocos días, y como para entonces se había fincado en Ámsterdam, lo llamábamos el holandés errante. Tenemos la misma edad, porque nacimos ambos en 1942, y por allí comienzan nuestras afinidades.
Ahora, a los cincuenta años del golpe, Galaxia Gutenberg publica una novela de Ariel que bien podemos llamar conmemorativa, Allende y el museo del suicidio, con el subtítulo “una historia de amor y muerte”, que no sé si es agregado de la propia editorial.
Un extraño personaje, ubicuo y misterioso, Joseph Hortha, un tycoon de los de Wall Street, se propone abrir en Estados Unidos un museo dedicado a los suicidas famosos de la historia, y quiere que la última de las salas esté dedicada a Salvador Allende. Pero primero es necesario determinar si realmente se suicidó, o fue muerto por los militares que perpetraron el asalto a La Moneda.
Hortha encarga la tarea de investigación de los hechos al propio Ariel, que en la novela entra en carne y hueso, lo mismo que entra su esposa Angélica, a quien toca cumplir también un papel no menos novelesco. Y es aquí donde se abre un relato paralelo. El autor nos va contando su propia historia, y al mismo tiempo la historia de Chile en tiempos convulsos cuando se da por fin al triunfo de Allende a la cabeza de la Unidad Popular.
La tensión del relato se establece entre Joseph Hortha y Ariel Dorfman, ambos como personajes. Ahora sabemos que Allende realmente se suicidó, según han comprobado los estudios forenses, contrario al discurso de Fidel Castro del 28 de septiembre de 1973, en La Habana, donde daba por verdadero que el presidente había muerto combatiendo con el fusil que él mismo le había obsequiado. Para la izquierda revolucionaria este era entonces un asunto ontológico, muerte en combate, o suicidio. Y el suicidio no era heroico.
Pero esa verdad no estaba entonces determinada, y queda fuera de la novela, que de todas maneras precisa de la duda acerca del hecho para que pueda progresar, porque su dinámica depende las indagaciones que Ariel, el personaje, debe hacer por cuenta de Hortha, su personaje.
Y la novela gana su impulso al convertirse en un thriller en el que hay testigos duales, otros huidizos, una trama indagatoria que nos permite ir conociendo los entretelones del golpe de estado, y nos introduce en las interioridades de la vida del propio Allende, en el drama que es su caída, y en la tragedia que sobreviene, asesinados, desaparecidos, exiliados.
Una novela que es también una elegía que exalta la figura de Allende como héroe moral de una generación, y que es el héroe personal de Ariel Dorfman, el “Chicho” de los humildes y desposeídos, el médico humanista que creyó posible la transformación social de su país dentro del marco de la constitución; un ideal que, ya se vio, los halcones de Nixon, el doctor Kissinger a la cabeza, estaban lejos de compartir, como tampoco Pinochet ni la cúpula militar, ni la derecha recalcitrante que incitó abiertamente el golpe, en un país donde, medio siglo después, la polarización de entonces parece hoy más exacerbada.
Esta es una novela de múltiples caminos que se cruzan y entrecruzan, historia patria, autobiografía, testimonio, crónica, relato periodístico, relato policiaco, todo lo cual viene a ser la novela en el mejor sentido cervantino. Allende y el museo del suicidio es el todo y es todo, un artefacto imaginativo para entender las ocurrencias de la historia, y aprender a leer la realidad a través de la ficción.