Qué es la historia y cómo entenderla
Los hechos históricos no se comportan linealmente, ni son el resultado de procesos que tienen un solo origen y que, inexorablemente, encuentran un fin ineluctable, como la coronación de una continuidad teleológica.
La historia es más compleja que eso, y responde a muy diversos factores que se interrelacionan entre sí, en una red tejida por líneas o tendencias que a su vez comparten otras evoluciones simultáneas y paralelas, que suelen tener orígenes distintos, y que se encaminan a sucesivas rupturas o bifurcaciones no siempre con un final inevitable o incluso deseable. Los hechos históricos tienen orígenes diversos y son producto de una causalidad múltiple.
Son ramas de un árbol cuyas raíces se pierden en el tiempo y que a menudo permanecen en la oscuridad o nunca alcanzamos a conocer o sospechar. Nada más engañoso que buscar o identificar, como enseñaba la historiografía tradicional, causas inmediatas o lejanas, porque ellas no siempre explican lo que hace falta aclarar. Llegamos a donde estamos como resultado de muchos procesos discontinuos, y no como la culminación inexorable o mecánica de un ascenso ininterrumpido que nos ha conducido a un final glorioso, o fatal, según los casos.
La historia es un proceso de cambios. Algunos avanzan muy lentamente, duran siglos y pocas veces se perciben hasta que lo estudian los historiadores del futuro. Otros irrumpen de manera explosiva y los contemporáneos no dejan de notarlos. Son los más obvios para todos. Y hay otros menos irruptivos que se deslizan sin ser advertidos, aunque no escapan a uno que otro contemporáneo. Pero ninguno de estos cambios supone necesariamente que lo que vino después tuvo allí su origen. Así es la historia de imponderable. Ni un principio anticipa el fin, ni siempre es fácil reconocer el origen de lo que vino después. Pero sea cual sea el proceso histórico, siempre tiene un ante quem, algo anterior que lo precede.
No se puede reducir el estudio del pasado solo a conflictos de clase, ni a todo fenómeno subyace una razón económica, porque la historia no es tan simple, ni está hecha de categorías abstractas, sino de individuos concretos, con sus pasiones, mezquindades, carencias, temores, sueños e ilusiones, y la impulsa una dialéctica pulsada por múltiples factores, donde las representaciones mentales, las instituciones, la codicia y el poder, junto con las necesidades materiales de la sociedad e incluso los miedos, la guerra y las calamidades naturales como las pandemias o los mega desastres, actuando entre si o de manera independiente, pueden cambiar el curso de la historia. Y lo más importante: no siempre ni necesariamente lo que decide es lo económico. Muchas veces el gran motor de cambio son los sueños, las mentalidades, los mitos e ilusiones de los pueblos.
La base material, por un lado, y las manifestaciones ideológicas y de las ideas- fuerzas todavía no elaboradas como expresión ideológica, pero ideas-fuerza, en fin, forman parte de la misma realidad y esta es producto de sus intercambios recíprocos. El materialismo histórico nos ha acostumbrado a pensar que el estudio del primero debe explicar el segundo, y que este obedece a los ritmos de aquel; que, en una relación de causalidad, es en las infraestructuras socioeconómicas donde debe buscarse el origen de las superestructuras, el del mundo mental y las ideologías, situado en un subalterno “tercer nivel” de la realidad. Sin negar que esto muchas veces sucede así, a menudo ocurre lo contrario.
Lo ideológico, ese discurso acabado, ese pensamiento organizado, explícitamente formulado, o bien las mentalidades, ese plano inferior de las ideologías, esas partículas inconexas, restos de recuerdos colectivos, playas donde han naufragado los fragmentos de una memoria común, enraizada en el nivel de las motivaciones inconscientes, también actúan insidiosamente sobre la realidad material, transformándola, empujándola, induciéndola, adueñándose de su destino. Pero también esos dos polos –el de lo material y el del espíritu– pueden incitarse mutuamente en una infatigable relación dialéctica en la que a veces no se sabe dónde encontrar el origen de sus ritmos, discernir el predominio de una fuerza sobre otra.
Para la gente de la Colonia, como para sus antepasados de épocas más lejanas, contrario a lo que ocurre en nuestra época materialista, las realidades económicas se consideraban accesorias y las verdaderas “estructuras” pertenecían al mundo de lo espiritual, aquel que para el materialismo histórico corresponde a las “superestructuras”.
Dentro de su universo mental lo espiritual de ninguna manera ocupaba un nivel subordinado o sujeto a las estructuras; los soportes en los que se apoyaba la realidad no eran, ciertamente, las estructuras económicas. Una cuestión como la salvación del alma estaba, sin la menor duda, muy por encima de los problemas materiales. De allí que se estableciera un sistema de intercambios complejos entre el más allá y el más acá de la muerte, mediante la redistribución de las fortunas de una manera que hoy nos parecería desconcertante y económicamente irracional.
Lo que debe evitar el historiador
El buen historiador que presuma de hacer historia científica jamás debe emplear su trabajo para complacer reclamos ideológicos, partidistas, familiares o provincianos. Sería gravísimo que lo dedique a hagiografiar personajes históricos. O teorizar con especulaciones sin fundamento documental solo por estar a la moda, que efímera como lo es fatalmente será pasajera. O seguir a ciegas corrientes intelectuales supuestamente avanzadas y novedosas pero vacías de sustancia, que no agregan nada al conocimiento y más bien entorpecen la comprensión del pasado. O convertir su esfuerzo en propaganda de tópicos manidos para satisfacer a los que solo esperan escuchar lo cultural, político o social supuestamente correcto y complacerse en lo que creen que ya saben para no salir de su zona de confort mental.
Ideologizar con la historia o usar la historia como ideología, tiene el peligro de reemplazar la historia con mitos. Y nada ciega más a los pueblos que ocultar el pasado con vendas como ésta. La materia prima de la historia es el pasado, y al pasado nos asomamos con evidencias documentales, no mediante abstracciones, postulados, verdades sacralizadas o absolutos basados en elucubraciones teóricas que no nos llevan a ninguna parte, salvo al mismo punto de partida, y no nos enseñan nada.
Cuantitatisismo vs cualitativismo
La historiografía actual se enfrenta con frecuencia al dilema de si debe apoyarse en una amplia documentación y/o en exhaustivos análisis estadísticos para alcanzar conclusiones irrelevantes, débiles y pobres; o formular propuestas ricas y sugerentes, basadas en meras pistas, indicios y señales que aquí y allá asoman en una parca documentación. El primer caso plantea dos falsos rigores: el de la cita documental, y el del método, sobre todo cuando se hace historia cuantitativa. El segundo es típico en la historia de mentalidades, ese espacio cultural de los sueños e ilusiones colectivas, y de las elaboraciones imaginadas por las sociedades. El rigor cuantitativo puede, por lo demás, resultar en una mera referencia indicial; el aparato documental a menudo nos revela más silencios que afirmaciones explícitas. No debiera olvidarse que los documentos son, ellos mismos, frágiles pistas, huellas fragmentarias, de un pasado lleno de silencios. Y que la labor del historiador es hacer hablar los textos donde estos callan, no someterse servilmente a su estricta literalidad.
Los objetos como tema de estudio
El estudio de los objetos es esencial para la comprensión de la cultura, ya que ellos son el vehículo mediante el cual esta se materializa y se hace tangible. Podemos estudiarlos desde diferentes ángulos: como símbolos, como imágenes, como indicadores o como referentes de la cultura; por su belleza o como creaciones artísticas, por su fin utilitario o por su valor simbólico. Pueden interesarnos por sí mismos, o como evidencia para respaldar nuestros argumentos históricos. También pueden interesarnos como signos o como pistas.
El objeto como indicio constituye en sí mismo un relato, produciendo un encadenamiento de imágenes y evocando situaciones que lo hacen trascender a su mera condición de cosa.
Pueden existir diferentes significados inherentes a un objeto. Pero desde cualquier ángulo que lo enfoquemos, su estudio nos ayudará a ampliar nuestras posibilidades para interpretar y comprender el pasado. Y es que la comprensión del objeto como expresión de una cultura permite convertir la anécdota en historia densa, en el sentido que la entendía Clifford Geertz. De hecho, una adecuada y comprehensiva interpretación de los objetos, descubriendo lo que significaban para la gente que los hacía y usaba, puede revelarnos no sólo las preferencias estéticas de una época, sino también el conjunto de creencias y percepciones de sus dueños, más allá del objeto en sí mismo o de su carácter puramente material o utilitario.
La crisis históricas como fuente
En una crisis, la sociedad suele expresar sus angustias, miedos y frustraciones, pero también sus odios y rencores; denuncia lo que cree injusto y confiesa sus alianzas y complicidades; pone al descubierto sus fallas y virtudes, miserias e ilusiones. En la normalidad de lo cotidiano, la existencia de los hombres parece discurrir monótonamente y sin disonancias, y así se refleja en los testimonios contemporáneos, que el historiador, sólo con mucho esfuerzo, puede aprovechar. En cambio, cuando irrumpe una crisis que perturba la rutina diaria, la sociedad se conmueve y se nos revela como lo que es, con sus glorias y pequeñeces. Las fuerzas en conflicto, hasta entonces ocultas a la mirada del historiador, parecen de pronto cobrar relieve y significado; la realidad cotidiana se dramatiza. Por eso cuando sobreviene una crisis, fluye un aluvión de testimonios, de procesos judiciales, de pesquisas y declaraciones de las partes en pugna, que para un historiador son como gemas encontradas en el camino de una documentación sin aristas y sin brillo. Resplandecen como un relámpago en la noche oscura y muestran, de golpe, un horizonte que a menudo ni siquiera sospechábamos.
Saber preguntarse: origen, objeto y culminación de la investigación histórica
El historiador debe partir de un conjunto de preguntas y no investigar a ciegas sin saber lo que está buscando. Sólo logrará resultados si sabe lo que busca. Ha de partir de problemas, de asuntos que le intrigan y que le interesa comprender y explicarse, pero sin confiarse de que las preguntas o las respuestas aparecerán fácilmente al estudiar la documentación. De hecho, para que una investigación sea interesante y tenga sentido, debe tratar de dar respuesta, aunque sea parcial o provisional, a problemas o conjunto de problemas. La calidad de la respuesta dependerá mucho de la claridad con que se plantee el problema. Como decía Lucien Febvre, “Formular un problema es el comienzo y el fin de toda la historia. Sin problemas no hay historia”. Y agreguemos: hacer la pregunta adecuada es la condición indispensable para que una investigación histórica culmine de manera satisfactoria. Tampoco debe prefigurar el producto final, porque puede encontrarse con sorpresas y resultados que no sospechaba, ya que nunca se sabe lo que le está esperando. En nuestro oficio sucede siempre que, una vez alcanzada la solución del problema, es preciso formularse otro nuevo que el problema resuelto dejó sin respuesta.
Historia tradicional vs historia multimetodológica, abierta, desinhibida
La mayoría de los panameños comparte una visión del pasado dominada por lugares comunes, falsificaciones, ambigüedades, omisiones y mitos. A esa visión subyace una concepción epistemológica de la historia profundamente tradicionalista y conservadora. Tradicionalista porque prefiere la anécdota al análisis y confunde historia con meras cronologías, es decir, un tipo de historia que ya empezaba a ser considerada anticuada en el lejano siglo XVIII, al menos por algunos historiadores de entonces. Conservadora, porque le incomoda la posibilidad de enfoques revisionistas que pudieran cuestionar los hitos sobre los que supuestamente descansan los valores de una alegada identidad nacional en la que no hay sombras ni mancha de dudas. Buena parte de la responsabilidad la tienen algunos historiadores, que parecen no entender la naturaleza de su trabajo. Piensan que hacer historia consiste solo en narrar hechos y aunque esta escuela tiene cada vez menos adeptos, los que quedan continúan sembrando su mala semilla. Se interesan por el qué, el quién, el cómo y el cuándo. Pero descuidan la discusión del decisivo por qué. Recorren el pasado como si lo hicieran con orejeras, interpretándolo en términos de una narración lineal sin atreverse a tomar libertades con las fechas, los hechos, las circunstancias o los personajes.
Presentan su relato con candorosa simplicidad sin entregarnos una explicación satisfactoria, desconociendo que cada dato debe ser interpretado y toda historia debe ser explicada. Esta historia factual asume que el conocimiento es objetivo y verificable. Pero esta perspectiva de análisis ha sido desafiada por una nueva concepción según la cual el conocimiento es socialmente construido y configurado por particulares intereses y valores individuales. El lenguaje de los datos, los hechos y las certezas ha sido reemplazado por uno de contextos, significados y discursos. Sin embargo, no debemos olvidar que no hay historia sin hechos, y no se puede llegar a ninguna interpretación aceptable sin pruebas. Toda reconstrucción histórica, por mucho que se base en nuevas contextualizaciones y discursos, o responda a las inquietudes de cada época, constituye más un nuevo descubrimiento del pasado, que una construcción social. Por mucho que incorporemos al análisis métodos, conceptualizaciones y datos nuevos, todo lo que haremos, si lo hacemos bien, es arrojar nuevas luces sobre el pasado. En ese proceso de descubrimiento la tarea de rescatar el pasado es inagotable.
A veces la mejor manera de resolver un dilema histórico es mediante una relación de los hechos, pero esto no siempre es así. La narrativa puede ser un buen recurso, pero de ninguna manera puede ser la única ni la mejor estrategia y no debemos olvidar que los hechos sin análisis e interpretación carecen de sentido. La historia se puede escribir de muchas maneras y estas pueden ser tan diversas como legítimas las inquietudes, intereses y proclividades ideológicas de los historiadores. Sus múltiples puertas y ventanas pueden abrirse con llaves de distintos tipos y tamaños. La reconstrucción microhistórica de breves episodios, a manera de diminutas monografías, nos permite hurgar en la cotidianidad de las sociedades y redescubrir el significado de los gestos y los objetos con precisión microscópica, convirtiendo la anécdota en historia que explica. A la imagen borrosa del pasado se le descubren con mayor definición sus contornos, sus perfiles, sus brillos y sus defectos. La acumulación contextualizada de estas pequeñas partículas de conocimiento contribuye de manera decisiva a profundizar la comprensión del pasado.
Historia total
El historiador debe aspirar a una historia total. Sabemos que ello no es posible, pero debemos intentar en la medida de las posibilidades documentales, reconstituir la mayor cantidad de espacios de pasado para observarlos como un conjunto armónico y coherente, porque una condición indispensable de cualquier sociedad histórica o actual es que tenga coherencias internas, con múltiples facetas que se entrelazan entre sí como parte de un contexto más amplio. La reconstitución de fragmentos de pasado que nos llegan a través de los documentos sólo adquiere sentido cuando logra una visión del conjunto como un todo.
Memoria, historia e identidad
Una de las tareas que compete al historiador es la de enseñar a pensar históricamente. Cuando Fernand Braudel, en un gesto grandilocuente acaso excesivo, decía que debemos asumir “el punto de vista de Dios Padre”, para el que “el año no cuenta, y un siglo es un parpadeo”, nos daba la clave para comprender su grandiosa concepción de la larga duración. También decía, más enigmáticamente, pero con la misma carga epistemológica: “El tiempo pasado no es nunca totalmente pasado, y algunas veces el presente está más cerca del pasado que del porvenir”. Con eso nos enseñaba a pensar que la realidad histórica acaba imponiéndose, pase lo que pase, sobre las realidades del presente, empujándonos irreversiblemente hacia un destino que difícilmente podemos dirigir o controlar. Pudo haber pensado en Panamá. Después de todo, nuestra posición geográfica jalonó la historia desde el comienzo y la sigue jalonando, y presa de esta circunstancia se derivaron desde nuestra endémica “dependencia externa”, hasta muchos otros rasgos del “carácter nacional”. La historia de Panamá tiene una evidente longue durée de la que no puede escapar. Toda historia es anticipación e historia del futuro.
La identidad de los pueblos se sustenta sobre la conciencia de su pasado. Mientras más fuerte es esa identidad más sólida es su sentido de historicidad, de pertenencia a un pasado común. Pero esa acumulación de experiencias colectivas a lo largo de los siglos sólo adquiere significado y trascendencia cuando se convierte en memoria escrita, ya que es así como la memoria se hace permanente y durable.
Nuestro nacionalismo, al igual que el nacimiento del liberalismo, tal como ocurrió en todos los países occidentales, se originó en el siglo XIX, pero antes de alcanzar su madurez en el siglo XX, pasó por un largo período de germinación que debe retrotraerse a los siglos coloniales. Pero si el nacionalismo y el trasfondo ideológico que le sirve de base, han constituido los soportes fundamentales de nuestra legitimación como pueblo y como unidad nacional, es necesario que esa legitimación tenga su apoyo en la conciencia histórica, porque de otro modo la necesaria legitimidad de nuestra sociedad descansaría en el vacío.
El buen historiador debe, primero que nada, tratar de comprender el o los asuntos que reclaman su interés y para ello debe estar impulsado por la acuciante curiosidad de descubrir lo que se oculta más allá de lo evidente o de lo que se da por sentado. Y si quiere resultados debe entregarse con pasión a su tarea, cualquiera fuese la meta que se hubiese propuesto y estar dispuesto a no ceder ante la decepción de una búsqueda infructuosa. Ni rendirse cuando se enfrente al desafío de descifrar o poner en orden complejas, interminables y enrevesadas fuentes estadísticas o textos confusos y de difícil lectura. Una vez comprendido su objeto de estudio debe explicarlo para que los demás lo entiendan y hacerlo con claridad, sin artilugios que confundan o traten de impresionar al lector. Su texto debe ser persuasivo, elegante y hasta seductor y, según el caso, no exento de humor.
Una vez el historiador llegue a la madurez y esté en condiciones de asumir una visión propia de su oficio, debe desprenderse de las visiones epistemológicas de otros historiadores, por profundas, convincentes o brillantes que sean, y apoyarse en el resultado que evidencien sus propias investigaciones. Y, sobre todo, evitar cohibirse por temor a la crítica y atreverse a postular las suyas, por audaces que sean.
(Con este ensayo me despido temporalmente de mis queridos lectores, agradeciendo el espacio que tan amablemente me ha concedido ‘La Prensa’ durante los últimos ocho meses. Debo hacer un alto por ahora para emprender un nuevo proyecto. Es un hasta luego).