Un oasis en el Arco Seco de Panamá

Un oasis en el Arco Seco de Panamá
Una piscina natural espera para refrescar a los senderistas luego de una larga caminata. Alexander Arosemena


A pesar de los aguaceros en el resto del país, el verano ha golpeado fuerte en el Arco Seco, reduciendo el caudal de los imponentes chorros de Olá, a una triste lágrima que baja de la montaña, “Llevamos dos meses que no cae ni una gota de agua”, comenta Don Pedro, morador del área.

La aventura arranca en la comunidad de Nuestro Amo, detrás de la casa de Don Pedro, al final de un potrero calcinado por el sol, bajo la generosa sombra de un gran palo de mango, a orillas de una quebrada, donde montamos el campamento. La brisa es fuerte, deliciosa, mientras cae la tarde en la campiña coclesana.

Tres bloques y una vieja parrilla hacen de estufa. Costillas de cerdo, chorizos, mazorcas, aceitunas, vino, cerveza, media botella de ron, chocolate caliente y malvaviscos forman parte del menú. Cuentos de aventura, la invasión a Ucrania, la invasión a Panamá y la pandemia son los temas principales mientras tratamos de solucionar al mundo bajo las estrellas.

Un oasis en el Arco Seco de Panamá
El primer tramo de ruta es una empinada y tortuosa subida bajo el sol.

El aroma de café da inicio al nuevo día y luego de un buen baño en la quebrada, entre mordiscos de sardinas, nos preparamos para la caminata. Dos litros de agua, frutas, snacks, gorra y protector son las recomendaciones. La ruta arranca por una calle de tierra, grotescamente empinada: rocas sueltas, polvorín y arenilla hacen el paso más difícil. El calor del sol nos castiga brutalmente mientras pagamos el precio por la inactividad durante la pandemia.

Una niña de nueve años, parte del grupo, retacada y en llanto se rinde de pecho en la calle. Las palabras de su madre y las voces a lo lejos del resto del grupo, le dan ánimo. La pequeña criatura, con el rostro lleno de tierra, se levanta y continúa.

La loma es eterna, el corazón se acelera y los pulmones piden más oxígeno. Entre el peladero, un retorcido y escuálido palito de marañón nos regala algo de sombra. Cogemos un cinco y aprovechamos para contemplar el paisaje montañoso que nos rodea, alimento para el espíritu. A lo lejos se ven los chorros, la recompensa que nos espera pacientemente.

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En el sendero, hay que tener cuidado con las enredaderas espinosas y las feroces hormigas “cachito”. Alexander Arosemena

Finalmente, nos desviamos de la maldita carretera y seguimos un sendero que se empina a orillas de un potrero y nos saca las últimas fuerzas. Una de las señoras del grupo se rezaga, se rinde y al borde del desmayo abandona la travesía y regresa al campamento, “Sentí que me iba dar una vaina”, confesaría más tarde con tristeza.

La parte inclinada del sendero termina bajo la sombra de un árbol de mango y el camino se desvía hacia abajo, internándose en el rastrojo. La sombra de la vegetación ayuda poco, el calor es sofocante. Enredaderas espinosas rasgan la ropa y el peligro de las feroces hormigas que habitan los arbustos de “cachito” es inminente. La hojarasca es resbalosa y traiciona el paso mientras el sendero desciende hacia el río.

Tras hora y media de camino, rocas gigantescas nos dan la bienvenida a un escenario fascinante de piscinas naturales, con el exuberante paisaje coclesano de fondo. Un extenso chapuzón le devuelve la sonrisa al grupo. Más arriba se aprecia el chorro principal, su caudal entristecido por el intenso verano.

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Gilberto Ceballos, guía del Club Excursionistas del Istmo, le da la mano a una de las senderistas. Alexander Arosemena

El retorno es más rápido, pero el calor persistente. Ya en el campamento, la señora Violeta, esposa de Don Pedro, nos recibe con refrescantes y deliciosos duros de marañón. Tras un energizante baño en la quebrada, nos preparamos para regresar a casa, con ganas de regresar en invierno.


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