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Una sociedad, culta, leída y apasionada por la música

Una sociedad, culta, leída y apasionada por la música
Clavicémbalo parecido al que introdujo el obispo Quevedo en 1514

En artículos anteriores he entregado al lector abundantes evidencias de que la vida cultural en Panamá durante los siglos XVII y XVIII fue mucho más animada de lo que hasta ahora se habría sospechado. Sorprende que, pese a la inclemencia del clima húmedo tropical y las incomodidades de la vida cotidiana propias de la época y el lugar, autores como Fonseca, Carrasco del Saz, Larrinaga, Requejo Salcedo, Bernal, Páramo y Cepeda, fray Adrián, Ruiz de Campos, Vargas Machuca, o los doce poetas de Llanto de Panamá dedicasen tantas horas a la reflexión jurídica, a la poesía, o a recoger información dispersa, para sistematizarla y presentarla de manera organizada en forma de libro o de opúsculo.

Aún sorprende más cuando recordamos que Panamá tenía una escasísima población de blancos con acceso a la educación. Pero debe recordarse que entre fines del siglo XVI y comienzos del siglo siguiente, había muchas personas ricas, muy ricas o al menos solventes. Es decir, con sobrados recursos para permitirse comprar libros o ir al extranjero para seguir estudios universitarios, ya que en Panamá no tuvimos ese nivel de enseñanza hasta mediados del siglo XVIII.

También debe recordarse que en Panamá no faltaban regularmente cuatro oidores y un fiscal titulados en universidades como la de Salamanca, Sevilla o Alcalá; y unos diez o más abogados graduados por lo general en las universidades de Quito, Lima o Santa Fe; que había médicos titulados, ingenieros militares altamente calificados en el “arte de la fortificación, escribanos, notarios, funcionarios de Hacienda, un crecido número de religiosos, sacerdotes y obispos, algunos de ellos con estudios teológicos y filosóficos; y en la década de 1630 doce poetas publicaron sus poemas en Llanto de Panamá. Sin mencionar que el país era gobernado por militares de alto rango, caballeros de las Órdenes militares de Calatrava, Santiago o Alcántara, y por condes y marqueses que difícilmente eran iletrados o ajenos a asuntos de la cultura.

Con tanta gente refinada y culta, Panamá debía exhibir una atmósfera irradiada de cosmopolitismo. Siendo Panamá la Vieja una ciudad de menos de 6,000 pobladores, y La Nueva de unos 10,000, pero donde abundaban los vecinos pudientes, la presencia de tanta gente formada académicamente y con intereses profesionales y académicos tan variados, era inevitable que existiera un ambiente de proclividades culturales acaso más intenso que el de cualquier villa o ciudad de la Península con la misma cantidad de habitantes.

Lejos de ser un mundo culturalmente anémico y vacío, la vida en sociedad era excepcionalmente densa, poblada de libros, de numerosos profesionales de la palabra, de vibrante actividad cultural y de talentos creadores. Y donde la música, sea sacramental, cortesana o popular acompañaba la vida diaria.

Artes plásticas

Las casas de la élite estaban virtualmente tapizadas de pinturas, incluso muchas más de las que tiene cualquier vecino panameño acomodado de la actualidad, salvo los coleccionistas.

Los ricos se rodeaban de los mismos lujos materiales, tanto en su ajuar como en el decorado de sus casas, de manera muy semejante a como lo hacían sus parientes de la Madre Patria. Algunas casas lucían paredes cubiertas de guadamecíes, lo que suponía el dominio de una sofisticada técnica de cueros repujados y pintados, obra sin duda del gremio de guadamecieros locales que una vez existió. El uso del cuero en la mueblística era además común y el cuero era barato debido a que abundaba el ganado vacuno. En algunas casas de familias ricas en lugar de un mantel sobre la mesa del comedor se colocaba una “sobremesa” de guadamecíes. Predominaban también las sillas y sillones de cuero, como los taburetes. El olor a cuero debía invadir el interior de las casas.

En 1616 el contador de Real Hacienda Juan Pérez de Lezcano fue detenido y embargado por negarse a pagar a las milicias urbanas con ocasión del temido ataque del pirata Spielbergen por considerar que no eran tropas regulares. Se le embargaron 57 pinturas y grabados, de hecho, un número mayor que para la misma fecha tenía en su casa un hidalgo madrileño holgado como Lope de Vega.

Tener en casa cuadros con temas mitológicos o religiosos, o de paisajes y ciudades estaba entonces de moda. Sebastián Hurtado de Corcuera, que empezó su carrera en Flandes, donde se aficionó a la pintura flamenca y llegó a Panamá en 1633 como gobernador, trajo consigo 43 cuadros de esa escuela, que sin duda mostraría ufano a los vecinos de la élite.

Pero también tuvimos artistas locales. El más famoso fue el hermano jesuita Hernando de la Cruz, o Hernando de Ribera. Su gran cuadro dedicado a San Ignacio de Loyola, de excepcional mérito artístico, preside el altar mayor de la iglesia de La Compañía en Quito, donde además cuelgan en el muro de la Epístola y el del Evangelio cuadros suyos de tamaño mayor dedicados a los Apóstoles.

También se sabe de otros pintores locales anónimos, como aquel que, hacia 1669, pintó por encargo del falso Hermano de la Madre de Dios y del Rosario, un cuadro inspirado en el tema de las Ánimas del Purgatorio, que fue colgado en el convento de San Francisco. Durante los festejos para la proclamación de Fernando VI en 1747-1748, un pintor anónimo local, de “primoroso pincel”, hizo el cuadro del rey. El retrato fue paseado con gran pompa por la capital, enmarcado en un lujoso marco de plata, muy probablemente realizado por algún orfebre del gremio de plateros de la ciudad, donde solía haber hasta siete talleres a la vez y donde laboraban un maestro, uno o más oficiales y aprendices.

Música e instrumentos musicales

Siendo que la música tanto profana como religiosa era una compañía cotidiana del pueblo español, sea cuando iba a la iglesia, un festejo, o un encuentro entre amigos, no debiera sorprender que casi desde que los primeros conquistadores y religiosos pisaran tierra americana llegaran con instrumentos musicales. Así sucedió en Panamá desde el primer momento. Diego de Nicuesa, el frustráneo conquistador de Veraguas había recibido, como hidalgo que era, una educación “cortesana y de músico de vihuela” (o guitarra de Flandes). No es difícil imaginarlo consolándose con los acordes de su vihuela mientras se encontraba perdido con su mujer durante meses en la isla Escudo de Veraguas, y seguramente fue la primera música occidental que se escuchaba en Panamá. Lo que sí consta documentalmente es que sería a partir de la llegada de la Armada de Pedrarias en 1514 cuando la música occidental empezó a escucharse en las selvas panameñas para asombro y fascinación de los indígenas. En esa Armada venía el primer obispo de Castilla del Oro, el franciscano fray Juan de Quevedo, quien traía “seis libros de Canto Toledano, seis antifonarios y seis salterios toledanos para el coro de la iglesia de Santa María la Antigua del Darién”, y con ello las primeras partituras que llagaban a tierras panameñas.

Traía además un “clavicémbalo con sus fuelles”. Desde que se estableció la catedral en Santa María la Antigua, el cabildo catedralicio contaba con un chantre, quien estaría a cargo del coro y el canto general de la Iglesia, que requería órganos y arpas. Pronto en la modesta capilla que serviría de catedral, empezaría a escucharse aquella música sacra que invitaba al recogimiento y la meditación y que por primera vez se escuchaba en Panamá para asombro de los indígenas.

Lo mismo ocurrió con la música cortesana. En la armada de Pedrarias también venían aristócratas con destrezas e instrumentos musicales. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, que estuvo presente, afirma que al escuchar sus melodías el cacique de Acla, Careta, quedó embelesado.

Y continúan las evidencias de que, como era inevitable, más y más instrumentos musicales siguieran llegando a Panamá. En 1539 el obispo fray Tomás de Berlanga conseguía que el rey aprobase su pedido de enviar un órgano a la catedral de Panamá. Al organista se le pagaban 400 pesos de sueldo anual, nada mal. En 1542 se había comprado un “clave o virginal” que había costado la respetable suma de treinta ducados de oro. Se trataba de un instrumento recién inventado en Flandes, de modo que Panamá estaba al día. En 1590, con las generosas limosnas de los vecinos, los prebendados de la catedral construyeron una casa para alquiler sobre lo que había sido el cementerio (donde luego se construyó la Casa Alarcón) y de sus rentas pagaban “cantores o capellanes de coro para los cantos de órgano y llano”.

En los numerosos inventarios de testamentos y embargos del siglo XVII se mencionan vihuelas, arpas y guitarras, y en el siglo XVIII también violines. Las tropas tenían clarines y tambores, y en las fiestas populares se usaban tambores, flautas y chirimías. El sonido agudo y transparente de un clarín tocado por un soldado anónimo de la tropa defensora, en medio del combate en Matasnillos, maravilló a Exquemeling, el pirata cronista de sir Henry Morgan.

Con ocasión de cualesquier evento jubiloso, como la entronización de un monarca, el embarazo de la reina, la llegada de la flota para celebrar las ferias, el feliz retorno de un presidente al que se había deportado y preso injustamente, como sucedió a Juan Pérez de Guzmán cuando se le recibió en El Coco, o la juramentación de la Constitución de Cádiz en 1812, se hacían procesiones cantando Te Deum, repicaban campanas, iluminaban las calles, casas y plazas, o disparaban salvas de artillería, todo ello invariablemente acompañado de música, sea militar, religiosa o popular, según el caso. Durante esos festejos los sonidos musicales debían penetrar cada rincón de la ciudad.

El ambiente musical panameño estaba también invadido por melodías africanas, dominadas por los alegres ritmos del tambor, a juzgar por las frecuentes protestas de los prelados que se quejaban de los bailes de los esclavos y libertos en los montes cercanos, y cuya provocativa sensualidad escandalizaba al clero, aunque atraía con fascinación a los jóvenes de la élite, como el “arumbapalo”.

Tan popular era la guitarra que en 1775 un cura enamoradizo que hizo por el interior el recorrido pastoral con el obispo enamoraba a Serafina, su novia santeña, rasgueando fandangos con ella en la hamaca.

Lope de Vega en Panamá

En 1601 llegaron a Panamá 94 ejemplares de La Dragontea de Lope de Vega, recién impresos. Entonces la ciudad solo contaba con 300 familias blancas, probablemente las únicas que tenían capacidad económica para comprar el libro. Es decir que una de cada tres familias habría adquirido un ejemplar. Y qué duda cabe que sería prestado a los que no lo tenían, y que circularía de mano en mano como un disputado best seller del que todo el mundo hablaría. Si eso es así, se trata de algo realmente extraordinario. Este fenómeno es también significativo en más de un sentido. La Dragontea no era una frívola obra de teatro para ser representada en escena, sino una monumental pieza épica para ser leída, probablemente en grupos y voz alta. Ya esto ofrece pistas sobre el nivel cultural de la clientela. Y algo más. Era un poderoso texto versificado por uno de los más grandes poetas de su tiempo, que trataba de una gran gesta local en la que vencimos al más temible de los piratas, y era una historia compartida por todos los panameños, porque todo el país se movilizó para expulsar a Drake. Cuando leían La Dragontea, debía vibrar en ellos un orgulloso sentido de identidad, de pertenencia a un pasado común del cual se vanagloriaban.

Lope escribió además La dama boba, una comedia de enredos amorosos que insertaba estribillos referentes a Panamá. Fue concluida en 1613 y seguramente llegó a conocerse aquí, donde Lope ya era popular. No se sabe si alguna vez fue representada en Panamá.

Una sociedad, culta, leída y apasionada por la música
Ruinas de la Universidad San Francisco Javier. Fotografía de E. Muybrdige, 1875

Educación de las élites en tiempos de la independencia

En el siglo XVIII existían dos Colegios en Panamá: el San Agustín y el San Diego, que enseñaban gramática y retórica. Y la Universidad de San Francisco Javier estuvo abierta durante 18 años, hasta 1767. Allí se formaron figuras notables, como el médico y científico Sebastián Joseph López Ruiz, su hermano Santiago, el dean de la cathedral Nicolás de Arechua Sarmiento y Manuel Joseph de Ayala, autor de obras fundamentales sobre legislación Indiana y ministro de capa y espada del Consejo de Indias.

Cerrada la Universidad, las familias acomodadas educaban a sus hijos en las Universidades de Quito, Lima y Santa Fe de Bogotá, y algunos se formaron en España, como José Joaquín Ortiz y Galvez, nuestro primer diputado a Cortes, que estudió en Madrid, o el propio Ayala, que estudió derecho canónico en Sevilla. En 1813 el comerciante Ventura Martínez, envió a su hijo Juan Antonio a Cádiz para formarse en comercio. En Quito siguieron estudios superiores Manuel Felipe Diez Colunge y el médico José Domingo Espinar, que fue secretario y hombre de confianza de Bolívar.

Los medio hermanos Juan José Arosemena Lasso de la Vega y Blas Arosemena de la Barrera se matricularon en 1803 en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Bogotá. Juan José se doctoró en Derecho, y Blas en Teología en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Manuel José Hurtado Arboleda estudió en el Colegio del Rosario, de Bogotá, donde se graduó de bachiller en Filosofía y Derecho Civil. También estudiaron en los Colegios Mayores de Santa Fe y luego en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, José María González de Acuña Sanz Merino y su hermano Manuel Joaquín (futuro obispo de Panamá), José Antonio Velarde y del Río, Bernardo María del Carmen Nieto Ramírez, Clemente José de Herrera y Salazar, Andrés de Arrite y Tejada, y Manuel José de Urriola Vásquez Meléndez.

En el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario estudiaron José María García de la Guardia, Pedro José Jiménez y Barrera, José María Lasso de la Vega y Herrán, y Rafael Lasso de la Vega y Lombardo (futuro obispo de Mérida y de Quito), quien fue interlocutor entre la Santa Sede y las nacientes repúblicas americanas y mereció la admiración y respeto de Bolívar.

El mulato José Ponciano de Ayarza. hizo el bachillerato en el Colegio de San Carlos de Cartagena; continuó estudios en el Colegio Real Mayor y Seminario de San Bartolomé, en Santa Fe de Bogotá, y se doctoró de abogado en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Su hermano Pedro Antonio Crisólogo también estudió en el Colegio de San Bartolomé. Juan José Calvo y Delgado se graduó en Filosofía y fue uno de los fundadores de La Miscelánea del Istmo de Panamá.

Así pues, al amanecer del siglo XIX más de 20 jóvenes criollos habían hecho estudios superiores. La carrera más buscada era sin duda la de derecho. En 1813, había nueve abogados nativos y dos emigrados neogranadinos; en 1821 se contaban 16 letrados en una ciudad que no tenía más de 8,000 habitantes.

También los militares enviaban a sus hijos o hermanos criollos a formarse en las disciplinas castrenses en España, como el caso de José Villamil Joly (más tarde prócer de la independencia en Ecuador), que fue a estudiar a Cádiz, o José Joaquín de la Mata, hijo del gobernador José Antonio de la Mata Barberán.

La élite panameña de 1821 la componían sobre todo comerciantes. Eran como cincuenta y tenían negocios en Guadalajara, Lima, Guayaquil, Baltimore, Nueva Orleans, Londres y Jamaica. Aunque no todos tuvieron estudios universitarios era gente viajada con una visión del mundo más amplia que la de muchos criollos americanos que nunca habían salido de su provincia. Varios de ellos hablaban el inglés fluidamente. Los hermanos Villamil (nacidos y formados en Nueva Orleans) hablaban francés, y Gregorio Gómez Miró era políglota. Algunos se aplicaron al periodismo, como Mariano Arosemena, Juan José Calvo, Juan José Argote y Manuel María Ayala, o a la poesía (Ayala y Mariano Arosemena), e incluso al teatro, como Víctor de la Guardia. Muchos eran liberales, imbuidos de ideas republicanas y democráticas gracias a la Constitución gaditana de 1812, ocuparon cargos públicos, ejercieron la política y lucharon por la independencia.


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