Esta noche de abril, cuando se clausura el Festival de Poesía de Granada, Svetlana Aleksiévich sube al escenario en el patio del palacio de Carlos V en la Alhambra, y su voz melodiosa se desgrana entre pausas para dar paso a la traductora que, sentada a su lado, va recogiendo sus palabras en ruso, y me parece que así deben sonar los parlamentos de los personajes femeninos de Chejov.
Ante una de las preguntas iniciales de la entrevistadora, recuerda que nació en territorio de Ucrania, entonces parte de la Unión Soviética, su padre bielorruso, y su madre ucraniana, aunque creció en Bielorrusia, cuya nacionalidad tiene. El ombligo mismo del infierno, cuyas llamas vuelven a alzarse ahora aventadas por los fuelles de guerra de Putin, a quien no tiene reparos en llamar monstruo en una de las numerosas entrevistas que ha concedido.
Detrás de la dulce barrera del ruso, habla con la sencillez de gestos de una maestra de escuela que ha sabido explicar la historia de su tiempo, que es en muchos sentidos su propia historia personal. Uno de sus méritos es haber creado una nueva manera de contar a través de una polifonía que se repite en episodios; o de voces desoladas, protagonistas y antagonistas que cantan en contrapunto la tragedia del país inconmensurable donde nació, y cuyas costuras se rompieron para dar paso a incertidumbres y enfrentamientos, persecuciones raciales, guerras intestinas.
Svetlana no se aparta de la fidelidad a las historias escuchadas, pasadas por la criba del trabajo de edición que atrapa la sustancia de las emociones. La crónica que fija en las palabras el lamento, le da categoría estética a la desolación y al desconsuelo, y convierte la tragedia de la historia en la tragedia de las almas que han perdido la esperanza o se aferran al pasado que fue fabricado para ellas.
Cada una de las historias es un hilo de la trama de ese gran tejido que fue la Unión Soviética, que aún sobrevive como una gran fabricación cultural, y social, recordada con desconcierto, a veces con orgullo, otras con nostalgia, como lo deja patente en El fin del “Homus Sovieticus”. El orgullo y la nostalgia de la grandeza perdida, tan útil a las ambiciones expansionistas de Putin.
Un país desaparecido, pero un fantasma vivo que puede rastrearse hablando con la gente que habita sus viejos territorios, y que Svetlana ha recorrido hasta sus últimos confines, igual que Heródoto lo hizo en el mundo conocido hasta entonces, cuando lo irreal no podía separarse de lo verdadero.
Y, mientras la escucho, recuerdo mi lectura de Voces de Chernóbil, un oratorio con voces de solistas, coro y orquesta, donde está, a manera de prólogo, una de las grandes historias de amor de la literatura. En Una solitaria voz humana, Liudmila Ignatenko relata la pasión y muerte de su marido Vasili, un bombero víctima de las radiaciones provocadas por la explosión del reactor atómico ocurrida el 26 de abril de 1986.
Ese poder suyo de darle una tesitura sentimental al horror, el cuerpo del amado que va descomponiéndose ante los ojos de la amada, siempre junto a su lecho, me hace recordar que la literatura es eso, despejar los velos en llamas del apocalipsis para penetrar en la intimidad del dolor. La voz de Ludmila, en su monólogo desesperado, tiene ecos de Ibsen.
No hay tropas de asalto válidas para este enemigo invisible. Miles son obligados a abandonar sus aldeas, sus casas con todos sus enseres. Los refugiados por los caminos, como ahora, cuando la guerra sí tiene un rostro visible. Y tiene agresores, y cómplices.
El cómplice más connotado de Putin, Aleksandr Lukashenko, el presidente de Bielorrusia. “¡Vete antes de que sea tarde, antes de que hundas al pueblo en un terrible abismo, el abismo de la guerra civil! ¡Vete!”, clamó Svetlana en 2020, y luego se encaminó al exilio en Alemania.
De volver, iría a dar a la cárcel, dice al final. No sobreviviría en las mazmorras de la dictadura. Y, entonces, me siento aún mucho más cerca de ella.
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